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CRÍTICA

Divididos: balada para el último mohicano

La tapa es una bandera argentina reducida a dos franjas, unidas por una sutura.

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Quince años pasaron desde Amapola del 66 (2010) y, en el medio, la escena que vio crecer a Divididos se desmoronó, mutó o directamente desapareció. El nuevo álbum, de título homónimo, llega como un objeto anacrónico en un ecosistema donde la música se produce para circular más que para permanecer. Las bandas se convirtieron en colaboraciones sueltas, el rock perdió centralidad y el algoritmo ordena la escucha. En ese paisaje, La Aplanadora del Rock ya no aparece como una fuerza generacional sino como un sobreviviente testarudo: el último mohicano de una tradición que eligió el oficio, el volumen y la artesanía por encima de la urgencia.

La espera no fue solo cronológica. En una década y media de silencio discográfico, el trío de Mollo, Arnedo y Ciavarella eligió la introspección antes que la productividad como obligación. Lejos de una pausa inerte, el grupo siguió tocando, probando, componiendo en voz baja. Construyó como si aún existiera la idea de “obra” en un género acostumbrado a entregarse a la fragmentación. Por eso, Divididos suena al mismo tiempo a legado y frontera: riffs que vuelven al origen, letras que miran hacia adentro y una producción pensada para escenarios más que para playlists.

Diego Arnedo (bajo), Catriel Ciavarella (baterías) y Ricardo Mollo (guitarra).

Parte de esa supervivencia está asociada a un gesto técnico y filosófico: la defensa irrestricta de lo analógico. No como fetiche retro, sino como método de contacto. Divididos sigue grabando como si el estudio fuera un instrumento más, con cables, madera, válvulas y tiempo humano. El brillo digital aparece como herramienta, no como regla. Es una forma de resistencia: en una época donde la postproducción puede corregirlo todo, la banda elige que el error, la respiración y la fricción queden en la toma. Un álbum como acto físico.

En los primeros años, Divididos fue un estallido de chicana, desparpajo e ironía: una banda que convertía la furia eléctrica en humor absurdo, que hacía de la virtuosidad de la guitarra un vehículo para reírse del poder y de sí misma. La Era de la Boludez (1993) condensaba esa pulsión: rock callejero, cuerpos jóvenes, lenguaje mitológico, una identidad que resonaba con el pulso de los noventa. Pero Divididos (el álbum) se ubica en otro territorio emocional. El trío ya no parece interpelar a la época de manera tan directa: dialoga consigo mismo. Donde antes había gesto burlón, ahora hay un “volver al centro”, como canta Mollo en Bafles en el mar. La banda no abandona su ADN eléctrico. En todo caso, consolida un camino que ya había comenzado con Amapola...: lo reorienta hacia una sensibilidad más serena, casi ritual.

Ricardo Mollo y su guitarra, sello inconfundible de Divididos.

Ese viraje tiene nombre propio: Ricardo Mollo. Las letras exhiben un compositor menos tentado por la picardía y más concentrado en un viaje interior que roza lo espiritual. El humor lunfardo sigue ahí y las canciones operan como mantras rockeros: repiten, vuelven, perforan. A sus 68 años, Mollo parece cantar desde la cicatriz, no desde la superficie. La edad no explica la metamorfosis, pero la acompaña: después de décadas de gritos y distorsión, encontró en el silencio una materia prima tan poderosa como el riff. Si antes el fuego era herramienta, ahora es símbolo.

El título homónimo cristaliza esa búsqueda. Podía haber sido un guiño cómodo a la marca registrada, pero funciona como manifiesto conceptual. La tapa —una bandera argentina reducida a dos franjas, unidas por una sutura— sugiere que la unidad no es identidad natural sino herida en proceso de reparación. Durante la presentación en el Movistar Arena, Mollo lo explicó con una imagen personal que vuelve la política biografía: “Es una expresión de deseo, es lo que queremos. Que esa herida algún día sane… Tenemos que sanar, pero eso es una construcción interna de cada uno, para tomar consciencia no solamente de nuestro ombligo”. La anécdota de una quemadura que le tardó décadas en cicatrizar transformó el concepto en alegoría: no hay sanación colectiva sin trabajo interior, lento y paciente. Sanar es un verbo artesanal.

Ese gesto, lejos de un discurso pacificador vacío, reubica a Divididos en una zona en la que el rock vuelve a preguntarse por su sentido. ¿Qué puede decir una banda después de sobrevivir a modas, alejamientos, crisis industriales y mutaciones culturales? ¿Qué significa seguir tocando cuando la música dejó de ser un lenguaje generacional común? Divididos responde desde la humildad: no propone curar al país ni clausurar grietas, pero sugiere que la herida no es solo histórica o política, sino íntima. El viaje no sería tanto hacia el consenso sino hacia la consciencia.

La fuerza del disco reside justamente en esa tensión: no reniega de la electricidad ni del pulso tribal que lo hicieron masivo, pero no se refugia en la nostalgia del riff como garantía identitaria. Obra desde un presente incómodo, atravesado por la disolución del rock como hegemonía cultural. Divididos no compite con nadie porque ya no hay competencia posible: quedan ellos con ellos mismos, calibrando qué significa seguir siendo banda cuando el género dejó de ser centro.

En ese sentido, Divididos no es un gesto terminal ni un tributo a su propio mito: es un álbum sobre el tiempo. Sobre cómo sostener un vínculo creativo después de treinta años. Sobre cómo hacer música sin correr detrás de nada. Sobre cómo, aun en un país fatigado por incertidumbres constantes y heridas abiertas, una banda puede ofrecer más preguntas que soluciones.

El último mohicano no es quien se quedó solo: es quien decidió quedarse.

PL/MG

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