OPINIÓN

Como dos bestias que se huelen antes de matarse: Gallardo versus Riquelme, o el otro Superclásico

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Desde hace un tiempo puede verse el desgaste en el modo en que Marcelo Gallardo transmite sus ideas a sus discípulos, o en la manera que estos tienen de recibirlas. Juan Román Riquelme, Jefe del Escuadrón Antibombas de Boca (y bombardero), detectó esa falla estructural en el enemigo y montó un discurso para que se entendiera la situación: algo le viene pasando a River

Quizás lo que esté pasando, intuido por Riquelme desde su legendario don de percepción, es que está entrando a un cambio de época basado en el retiro paulatino de Gallardo de las costas de la gloria, acompañado del restablecimiento de Boca en su lugar mitológico, que es el de la fiereza, la practicidad y una especie de esfuerzo proletario definido por sus raíces genovesas. 

Por algo River fue a la Bombonera armado de un racimo de tres marcadores centrales. La desconfianza en las propias fuerzas es lo primero que ven los protagonistas de un Superclásico, al modo de dos bestias que se huelen antes de matarse. Lo que huelen es el miedo, el ajeno y el propio. 

En esas aproximaciones, Boca sintió desde el primer minuto la desconfianza de su retador, y clavó sus estacas con presión sobre la salida con Payeros como tercer delantero tapón, marca hombre a hombre a Quinteros y Enzo Pérez y minimalismo para desprenderse de la pelota a la máxima velocidad posible.

El resultado del primer tiempo no fue tanto el 0 a 0 sino una cierta situación que se iba configurando con firmeza: sin que los jugadores de Boca hubieran hecho su trabajo personal del todo bien, sí lo hizo el equipo. Era cuestión de ajustar un poco hacia arriba la composición del juego y sus terminaciones, para que la posibilidad del triunfo apareciera como respuesta lógica de los hechos.

A River se lo veía pálido, sin vigencia, serio, sin poder resolver su principal problema, que no era futbolístico. Ese siempre es el problema secundario. Lo probaron los movimientos de Gallardo, que desarmó el trío de centrales y metió más habitantes en el mediocampo, pero no pudo reparar la falta de alma.

Boca, al que un golpe de memoria le recordó que el verdadero territorio donde se juegan estos partidos espirituales es el anímico, salió al segundo tiempo a conservar un uso muy eficaz de la concentración y la fuerza. El buen juego, o la buena jugada, ya aparecerían. Mientras tanto, hizo un trabajito muy agresivo de mantenimiento. Advíncula le ganó el duelo técnico y verbal a Casco; Rojo, Figal, Varela y Pol Fernández encendieron sus amoladoras. Ramírez cortaba y pasaba con la pelota, y Benedetto miraba el horizonte con cara de goleador loco. El poder que le dio el triunfo a Boca consistió en desatar debidamente esa furia contenida. 

Una vez conseguido el gol de Benedetto en un momento en el que a River se le hacía difícil sostener el peso de su anfitrión, el partido terminó confesando lo que era. Ibarra hizo sus cambios, ordenando el ingreso de Zambrano como tercer central, dándole una lección indirecta a Gallardo: es al final que se ponen tres centrales, no al principio. Al principio se muestra demasiado la hilacha, como si se quisiera jugar con dos arqueros. En la diferencia de timing en el empleo de una misma herramienta se dirimió la guerra de confianzas a favor del más confiado.

Lo que se vio en este Superclásico, en el fondo, es un nuevo movimiento telúrico que va tirando a River hacia abajo y levanta poco a poco a Boca hacia su altura histórica.

Los quince minutos finales parecieron jugarse en un simulador. River tenía la pelota, como se dice exageradamente que lo viene haciendo por obra de su supuesta superioridad ideológica. Pero esa farsa de monopolio en la tenencia no produjo ningún hecho en la realidad. La realidad seguía perteneciendo a Boca, que se había encargado de hacerla con sus picos, sus palas y sus ladrillos.

Ver a River intentar en vano entrar a lo que podemos volver a llamar zaga o cueva de Boca, tuvo algo de restauración histórica. Es exactamente así cómo Boca ha podido obtener y luego sostener esa luz de paternidad a lo largo de más de cien años. De esa manera y en esa zona de la cancha. Es la imagen de una construcción inexpugnable que se ha visto muchas veces. 

Boca ya le lleva siete victorias de ventaja a River, pero es posible que en la base de esa supremacía aparezcan, incluso estadísticamente, largas horas, incluso días enteros de ese tipo de resistencia en la que todos los jugadores, los hinchas, el aguatero suplente y el relator partidario defienden el botín a metros del arco propio. Por otra parte, está de más decir que por voluntad o por fatalidad, es lo que más le gusta experimentar al hincha de Boca (cuando el negocio sale bien).

Lo que se vio en este Superclásico, en el fondo, es un nuevo movimiento telúrico que va tirando a River hacia abajo y levanta poco a poco a Boca hacia su altura histórica. Que la gestión de Riquelme esté detrás de estas novedades es un hecho que se puede asociar tanto a la superstición como a la lógica.   

JJB