No hay molinetes. Podés subirte a cualquier subte o tren sin trabas. Tampoco tenés que pasar tarjeta en tranvías ni bondis: entrás por cualquier puerta. Esa es una de las primeras cosas que llaman la atención de quien llega a Alemania. Un sistema de transporte que no sólo permite viajar más fluido, sino que además ayuda a una de las mejores cosas que tiene este país europeo (y que hoy está en parte en riesgo): su modelo de tarifas.
A diferencia de buena parte del mundo, el transporte público alemán tiene un modelo tarifario que integra el país entero y casi todos los modos de transporte. Sus primeros pasos fueron las tarifas planas según zonas, horarios o duración del viaje. Su mayor logro: el Deutschlandticket, que por €58 al mes permite viajar sin límites en subtes, colectivos, tranvías, ferris y trenes metropolitanos y de larga distancia, a excepción de la inmensa mayoría de los de alta velocidad. Hasta el monorraíl suspendido de Wuppertal y los ferris que navegan por el Elba están incluidos.
Por un puñado de euros, se puede ir más allá. Pagando un extra de €2,50 ida (y otro tanto a la vuelta), pude llegar con mi Deutschlandticket a la ciudad polaca de Szczecin. Lo mismo corre para otras ciudades fronterizas alrededor de toda Alemania, aunque estos beneficios no se promocionen lo suficiente.
Todo esto se asienta en el llamado “sistema de honor” (Ehrensystem en alemán), por el que nada te impide subirte a un transporte público pero sí o sí tenés que llevar un boleto, ya sea en papel validado en máquinas en los andenes, en un ticket electrónico en una aplicación, o en un abono en una app o tarjeta.
De vez en cuando aparecen controladores, la mayoría en subtes y trenes. Si estás en Alemania por pocos días, quizás jamás te cruzás uno. Si no tenés boleto y te agarran, pagás €60 de multa. Y si se te apagó el celular para mostrarlo en la app, también sonaste. Pero, si tenés suerte, mientras te bajan del coche podés pedirles un cargador, encender el teléfono y mostrarles el ticket. Le pasó (literalmente) a una amiga.
Boletos, pases y abonos
El transporte público alemán está organizado de lo particular a lo general, con principios de orden que le hacen honor al cliché prusiano. En cada ciudad y sus alrededores hay zonas con forma de anillos concéntricos, o bien dispuestas en cuadrícula o distritos. El precio de los boletos locales dependen de cuántas zonas atravesás, no de la distancia exacta. En Berlín, AB es la ciudad central y C es periferia. Así, un pasaje AB cuesta menos que uno ABC.
Abramos el plano: el transporte a su vez se divide en asociaciones regionales, que pueden cubrir áreas metropolitanas (por ejemplo, la VBB en Berlín-Brandeburgo o la HVV en Hamburgo y alrededores) o bien otro tipo de zonas urbanas. Aunque varíen en los detalles, todas comparten la misma lógica de integración: un solo boleto sirve para subte, colectivo, tranvía, ferri y tren metropolitano.
En esa lógica, no sólo quienes tienen Deutschlandticket pueden gozar de los dones de la integración tarifaria. Hay pases locales para viajar en todos los medios de transporte por dos horas al mismo precio, otros más baratos para trayectos cortos, e incluso diarios, semanales y mensuales. También, grupales. Hasta los turistas acceden a tarifas planas en Berlín y otras grandes ciudades alemanas.
Es cierto: el transporte público alemán está en su peor momento. Su envejecida infraestructura, hoy en rehabilitación, sigue causando buena parte de las demoras, cancelaciones e insatisfactorias reacciones de los empleados que, en el mejor de los casos, se encogen de hombros y, en el peor, sueltan gritos ante el reclamo del exigente alemán promedio. Pero esta columna no se trata de servicios sino de tarifas.
Consciente colectivo
Sé que un sistema de transporte sin barreras físicas es imposible en la Argentina (aunque al menos quisiera que los molinetes del subte no estuvieran separados por medio de pago). Pero también sé que la falta de plata no debería impedir que haya unidad tarifaria en nuestro país, porque esta es más materia de esfuerzo que de economía. Nunca fuimos ricos, pero sí supimos alcanzar cierto nivel de integración con la Red SUBE, mientras seguíamos con la ilusión de una Agencia de Transporte Metropolitano que jamás puso primera.
Hoy llegamos al punto de que ni siquiera los especialistas en movilidad que consulté para esta nota saben bien cuánto pagan por usar el transporte público en el AMBA, entre diferencias de precio según modo, descuentos de apps (que igual no serán eternos), aumentos tarifarios constantes y variaciones según la tarjeta SUBE esté registrada o no.
La atomización cada vez mayor de la red de colectivos hace que, para una misma distancia, un viaje en una línea de jurisdicción porteña o bonaerense hoy cueste casi 13% más que en una nacional. Y la brecha seguirá aumentando mientras se mantenga el esquema de subas mensuales basado en la inflación más un 2% extra. Esa grieta es aún mayor entre modos de transporte –con el subte en la cima de la pirámide–, y todavía más profunda entre el AMBA y el resto de las ciudades argentinas, sobre todo Rosario y Córdoba.
Mientras tanto, pronto se cumple un año del desfinanciamiento de los descuentos de Red SUBE por parte del Estado nacional a las líneas de colectivos que no sean de su jurisdicción. Así, las que operan exclusivamente dentro de la provincia de Buenos Aires ya no los tienen. Y las porteñas los mantienen con fondos del Gobierno de la Ciudad, que asumió el costo y lo anunció con publicidad oficial en las propias paradas de colectivo.
Esta fractura de la propia Red SUBE agrega otra capa de complejidad: para saber cuántos pesos nos ahorramos si combinamos modos de transporte, hay que armar un diagrama de flujo mental. ¿Viajo sólo dentro de la Ciudad de Buenos Aires? ¿Hago transbordo con un bondi nacional? ¿Conecto colectivo con tren y subte? ¿Cruzo de Provincia a Capital? ¿O voy sólo en líneas provinciales? ¿Me conviene pagar con la app del banco? ¿O uso la SUBE así tengo el descuento en la siguiente combinación? De las respuestas a esas preguntas dependerá qué modo elijamos. E igual quedará por saber el monto a pagar, que variará según qué medio se tome primero, o a qué jurisdicción pertenezca cada uno.
Pasajeros en trance
Consensuar una tarifa no es tarea fácil. En Alemania implicó años de trabajo y meses de debate oficial hasta definir un precio y acordar que la mitad de la plata para subsidiar el Deutschlandticket la pusiera el Gobierno federal, y la otra, cada estado federado.
Cada tanto sale algún alcalde, gobernador o diputado alemán a quejarse de que los fondos federales no alcanzan a cubrir costos. Y el Gobierno federal se hace el sota mientras la inflación sigue. En los últimos meses, Berlín, Brandeburgo y Baviera amenazaron con abandonar el programa. Así las cosas, el Deutschlandticket resiste, pero aún no está fuera de peligro.
Buenos Aires, en las antípodas, es una advertencia de cómo fragmentar la unidad tarifaria hasta hacerla un caleidoscopio atenta contra el uso del transporte público y nos hace mover más lento, con más peligro y menor sostenibilidad. No sólo eso: también empuja a que ciertos modos de transporte colapsen por la necesidad de pagar menos, aun cuando el trayecto resulte menos eficiente.
Si la velocidad, la eficiencia o la reducción de emisiones no son motivos suficientes para apoyar una integración tarifaria que nos haga la vida más fácil, que sea entonces por algo que los adalides del libre mercado puedan entender: el vil metal. Ninguna economía que quiera ganar en competitividad y eficiencia puede prescindir de un transporte que movilice de manera rápida y sencilla a sus trabajadores. Hasta los abogados del diablo saben que todo Gobierno, cualquiera sea su ideología, debería apoyar una movilidad accesible y de calidad.
KN/MG