Y DESPUÉS ES AHORA Opinión

Una ciudad, dos películas

0

Los sitios en los que viví cosas intensas, y aunque haya estado por un breve período, se alojan dentro mío como pequeñas vidas vividas, dentro de esta dramaturgia general. Nodos que podrían haber sido fugas hacia otro desarrollo pero se cerraron como nodo que, sin embargo, al ser rozado, se activa como si fuera una vida posible aún, sucediendo todo el tiempo.

Uno de esos lugares podría ser Montevideo. O es. Es Montevideo. Ciudad a la que de hecho en algún momento -casi- voy a vivir. Pero no. Luego le adjudiqué esa vida a la protagonista de una novela que escribí y con eso alcanzó. Como la vida en las sierras de Córdoba que vive el alterego de la película que dirigí, pero no yo.

La semana pasada viajé a Montevideo invitada por el Festival de la Cinemateca uruguaya que es en sí mismo otro lugar de aquellos míticos. Un sitio que existe hace 71 años y desde hace 5 tiene nueva sede, un edificio moderno en la Ciudad Vieja de Montevideo, entre el Teatro Solís y el bar La Ronda, todo a lo que se puede aspirar.

En nuestra competencia, que es la Iberoamericana, vimos 11 películas de Argentina, Chile, México, Uruguay, España, República Dominicana, Cuba, Portugal y Brasil. Premiamos dos. El primer premio se lo dimos a El Eco, la cuarta película de Tatiana Huezo, una directora salvadoreña que vive y trabaja en México. Huezo filma a algunas familias en una comunidad en las sierras en el norte de México. Sobre todo, filma a las mujeres, las niñas y los niños de esas comunidades, que son los que están en la casa y en la escuela. No hay hombres más que en dos escenas, creo, como fantasmas que vuelven cansados a desplomarse sobre sillas mientras balbucean algo, nunca nada muy trascendental. La película arranca con una mujer joven y una niña bañando a una señora muy muy mayor. La señora mayor está dentro de una palangana de lata, como un bebé raquítico, vemos su espalda huesuda, su piel de cuero ajado, su pelo plateado cortado sin cuidado. La mujer y la niña la lavan con tazas, ella emite algunos sonidos, se queja cuando le entra champú a los ojos, como lo haría cualquier bebé. La luz es tenue y filtrada, no se podría decir qué hora del día es, las ventanas de ese rancho no dejan pasar demasiada luz. Esa niña va a acompañar y cuidar a esa abuela en varias escenas. En una, que acaso sea mi favorita de la película, la niña le prueba pares viejos de anteojos para leer a la anciana, que está acostada en la cama. Con el segundo o el tercer par la anciana admite estar viendo mejor. La niña le pregunta de qué color es su blusa y la anciana dice un color que no es. Mucho de lo que vemos es de registro, la película de hecho se presenta como documental, pero lo que hace la directora tiene mucho de construcción, de artificio. Hay algunas tramas que se desarrollan, como la de la hija adolescente que es buena montando caballos, y a la que su madre no deja competir en una carrera de caballos que hacen en la comunidad, por ser cosa de hombres. Poco después la hija se va sin dejar rastros hasta que se enteran que se fue a la ciudad, y la madre manda a otra de las hermanas a verla y asegurarse de que esté bien, y que no haga los mismo que ella, eso de casarse a los 14. Y en estas escenas dramáticas esas muchachas actúan sin grandilocuencia, dicen esos textos, que se parecen tanto a los de la vida real, y lo hacen muy bien.

Hay otra línea en el documental que reaparece cada tanto que es en la escuela del caserío en la que los niños de los grados mayores les enseñan a los menores lo que han aprendido. Tampoco sé cuánto de artificio hay en estas escenas, probablemente no tanto porque quién podría hacer actuar así a niñxs no actores. Pero de nuevo, al menos la directora les ha generado un clima en el que ellos pueden seguir siendo sí mismos en el aula con cámara y todo metida ahí.

La película es bellísima, de esas que una querría ver en continuo: termina y que vuelva a empezar. De luz, de sonido, de relato. Busco y leo que la directora misma se refiere a su trabajo así: “Sentí miedo en muchos momentos de no lograr hacer una película potente, por esta sensación de que no había una tragedia. Temía que la vida cotidiana tal vez no fuera suficiente. Pero sí que lo es. Y eso aprendí.”

 

La película de clausura que dan en el festival es 20.000 especies de abejas, de la directora española Estibaliz Urresola Solaguren. Algunas personas salen de la sala después de la premiación, siempre es un poco raro el lugar que ocupa la película de clausura en un festival, a la mayoría de la gente le entra ansiedad de cóctel y no se quedan a ver. Esta vez me quedo sentada porque el tema de la película me convoca, la foto en el cuaderno del festival también, que sea de una directora vasca otro tanto. Pienso que si llegara a no interesarme aún estaría a tiempo de fugarme a por el trago. Dos horas después Eugenia, mi compañera de jurado y yo, nos secamos las lágrimas en la penumbra. Veo que las personas de adelante mío en el cine, hacen la misma acción: pasan sus dedos por los lagrimales de un ojo y otro. Las protagonistas de la película son la niña trans Sofía Otero y su madre Patricia López Arnaiz. Ane (Arnaiz) va a la casa de su propia madre en el campo a pasar el verano con sus tres hijxs. Se la ve desbordada, en crisis con el padre de lxs niñez, con una crisis personal como artista también, necesita tiempo para trabajar en unas esculturas y entendemos que visitando a su madre podrá trabajar y criar. De todos modos, la protagonista o el punto de vista de la película es desde el niñe Aitor, el menor de lxs hijxs, de 7 años. Desde el principio de la película Aitor va de pelo largo y ropa neutra y se hace llamar Coco. Al principio parece no ser tan problemático, hasta que la madre empieza a insistir con que vayan a pasar el día al balneario público y el niñe que no que no que no y en algún momento estalla que no quiere ser visto como niño en bañador porque no le gusta ser niño y le gustaría ser niña porque se siente niña y la madre que es amorosa pero está desbordada le dice que no tiene por qué definirse pero el niñe intenta comunicarle que sí, que ella ya sabe que es ella y que es justamente eso lo que quiere definir. Entonces entra en juego una tía apicultora que vive en las sierras y cura con aguijones de abejas, que ve y entiende toda la escena y se lleva a la niña en transición a la sierra donde ella empieza a autorreferirse en femenino y sentirse feliz. Esa tía Lourdes la apicultora es la que va a catalizar todo el conflicto y hacer que madre e hija se puedan comunicar.

Hay una escena tremenda sobre el final de la película que hizo que varias empezáramos a hacer ese gesto de secarnos el lagrimal, que es en un bautismo en las sierras en el que se reúne toda la familia y en el que la niña hace su presentación en sociedad vestida como niña en un vestido blanco de lazo rosa. A mitad del bautismo volvemos a verla vestida de varón, hasta que en un momento desaparece y toda la familia sale por el bosque a llamarla a voz en cuello. Por supuesto, arrancan llamándole por su nombre de nacimiento, Aitor. Hasta que en un momento su hermano varón, el que le sigue, entiende, y empieza a gritar Lucía al eco de ese bosque, que es el nombre que todxs saben que Aitor eligió para sí. Y si bien unos segundos antes de que sucediera lo vi venir, y si bien en general cuando me pasa eso me molesta esa sensación, la de lo evidente, acá tuvo el efecto catártico, liberador, de ver a los miembros de esa familia gritando ese nombre nuevo a la espesura.

También, creo, el llanto se deba a lo bien que han hecho actuar a niñes estas dos mujeres en el cine, la perfecta combinación entre artificio y verdad, a medio camino entre el documental torcido y una ficción con tanto de verdad.

RP