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Dar es dar

@elchara

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Para Florencia Angilletta, por el don de la amistad.

Me interesa detenerme en los modos en que se empieza a repetir, a replicar, a expandir y a petrificar un sentido de uso común. Quizás porque no puedo pensar sino a partir de ahí, sumergida en las aguas pretendidamente transparentes de la doxa. Esa pretendida transparencia lleva adelante la ilusión de que se podría ver claramente, de que se podría tener las cosas claras. Me gusta cómo Freud echa por la borda esa ilusión de claridad cuando dice: “si no podemos ver claro, al menos veamos mejor las oscuridades”. Y lo dice casi como una declaración ética acerca de la indagación, de la investigación. No se puede indagar, no se puede leer, si no hay alternancia entre luces y sombras, entre brillos y opacidades, entre iluminación y oscuridad. “Si se trata de algo que requiere reflexión -absteniéndose de dar fuego a la mecha, observó Dupin- será mejor examinarlo en la oscuridad”. Dupin, el detective de La carta robada, reflexiona en la oscuridad en la medida en que muestra que su mirada no depende de la imagen, no depende de la luz. Si descubre la verdad de los hechos, es justamente por haber podido correrse un poco de todo lo que se da a ver. Lacan leyó el cuento de Poe y extrajo de él no pocas consecuencias para pensar la posición del analista. Para leer hace falta deponer la mirada, como quien depone las armas -la invención del diván cifra el asunto-.

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Algunas preguntas donde sólo había respuestas, por Alexandra Kohan.

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Alguna vez pensamos con José Luis Juresa que la oscuridad, la opacidad, la materia oscura de la lengua surgen en un abrir y cerrar de ojos, en un destello de iluminación que hace sombras. Eso son las ocurrencias, los chistes, los equívocos, los olvidos, es decir: toda la psicopatología de la vida cotidiana que se resiste a la iluminación total. Cerrar los ojos y dejar de estar en estado de alerta -como en un insomnio-, dejar de mirar fascinados ante imágenes que proliferan, deponer la mirada allí donde se trata de otra cosa: tal es la existencia de un sujeto que no sólo (se) mira a sí mismo. Ese sí mismo va constituyéndose en función de la imagen que siempre viene del otro -Yo es otro, dice Lacan citando a Rimbaud- y que va conformando el Yo que nunca es más que una ortopedia para velar la oscuridad y la fragmentación del cuerpo pulsional.

“El yo está estructurado como un síntoma. No es más que un síntoma. Es el síntoma por excelencia, la enfermedad mental del hombre”, dice Lacan taxativo y vehemente. Y entonces me gusta y un poco me divierte cómo se cruzan en las redes las acusaciones de narcisismo, como si alguno de nosotros no fuera narcisista -el narcisista siempre es el otro, una vez más-. Más allá de eso, sí creo que hay formas y formas en las que se habita, se transita, se atraviesa -o no- ese narcisismo que nos constituye. Porque, además, una cosa es el narcisismo que nos constituye y otra es la infatuación, el delirio, la locura de creerse ser -ese ser que, además, siempre hay que ir a buscar al basurero del otro, como dice Lacan-. La infatuación cifrada en eso que Lacan señala: “si un hombre cualquiera que se cree rey está loco, no lo está menos un rey que se cree rey”.

Me gusta y un poco me divierte cómo se cruzan en las redes las acusaciones de narcisismo, como si alguno de nosotros no fuera narcisista -el narcisista siempre es el otro, una vez más-.

Creerse ser -no algo en particular, sino “ser”- resulta, quizás, una inflación extrema del narcisismo, de la imagen ideal. A la precariedad, a la fragilidad y la inestabilidad del cuerpo, de la existencia y del ser, algunos responden de manera mucho más defensiva: creyéndose algo, creyéndose ser algo, alguien, desconociendo la alteridad que nos constituye. Lacan se refiere a la infatuación de aquellos que “no dudan de nada”  -acaso un delirio de identidad, la estridencia de esta época, por cierto-. Y en la medida en que eso se hace cada vez más consistente, más sólido, más pétreo, se va edificando una especie de muralla, una fortaleza que pretende impedir el ingreso de otros, de los otros, de los otros diferentes, de la alteridad, de la diferencia.

Creerse ser -no algo en particular, sino “ser”- resulta, quizás, una inflación extrema del narcisismo, de la imagen ideal. A la precariedad, a la fragilidad y la inestabilidad del cuerpo, de la existencia y del ser

Son posiciones impedidas, defensivas; posiciones hechas de la pasión triste por la consistencia, por la completud. Es en ese sentido que leo en El sacrificio de Narciso (Hecho atómico ediciones), de Florencia Abadi, “en las antípodas de lo que suele afirmarse, el elemento esencial del narcisismo es el autodesprecio. El narcisista se desprecia en su interioridad, pero sobre todo en sus acciones. Su suicidio tiene que ser comprendido en su dimensión estructural (...) entrega su cuerpo y su vida para sostener la imagen de sí mismo. Cree que asimilándose a esa imagen podrá tapar su ser que lo avergüenza”. Por eso creo que autopercibirse siempre en “menos” o creerse “una porquería” es tener “alta autoestima”. El asunto nunca está en qué refleja el espejo, de qué imagen se trata, sino en que esa imagen nos obnubila y nos impide, nos enceguece y nos inhibe, nos pone en un estado de persecución permanente: somos los perseguidos pero también los perseguidores. “El aplauso que en apariencia busca”, sigue Abadi, “no le provee una fiesta egoica, sino apenas alivio: significa que pudo esconder, una vez más, la imagen degradada que tiene de sí”. A la vez, esa consistencia infatuada del ser es refractaria del deseo, es defensiva respecto del deseo. “Si Narciso alude a la unidad del yo, Eros es la flecha que lo desquicia”, sigue Abadi y abre toda una dimensión, una zona para pensar eso que Eros hace (me gusta mucho el libro porque no escatima incomodidades). La irrupción de Eros es, ella misma, la cifra del desquicio, de la descolocación y de la sorpresa; de la desorientación y de la dispersión; es esa flecha que agujerea la “inefable y estúpida existencia” y que nos saca de la narcotizante mismidad. Por eso para Anne Carson “Eros es expropiación”, y lo es en tanto “el amor no ocurre sin una pérdida del Yo vital”. El extrañamiento de sí, suscitado por el encuentro con Eros, es la posibilidad de fundar la hospitalidad como acto; de alojar eso otro que nos es ajeno, pero que no está ahí para ser poseído ni apropiado. Es en esa misma clave que creo que puede haber un amor por fuera de los espejismos, por fuera del espejo, por fuera del reflejo: un amor un poco más allá del narcisismo. Un amor que deshace y desenreda, corta de tajo el nudo de la servidumbre imaginaria, como sugiere Lacan. Ese amor filoso hace un tajo por el que drena el líquido pegajoso, viscoso, ensimismado, de la imagen ideal. Y es ahí que creo que lo otro del narcisismo, de la infatuación, puede pensarse a partir del don. El amor en la dimensión del don, ese que nos deja averiados, ese que nos hace tener un fiasco -el fiasco de la imagen- (de nuevo Lacan); ese amor que ensaya otra respuesta: “el dominio del no tener”. Un amor otro que no se autoabastece, que no se lame a sí mismo, sino que se despliega en un dar lo que no se tiene escribiendo la diferencia más absoluta, la del deseo. Es, parafraseando a Bataille, Eros cuestionando el ser, haciéndolo extraño; “en el erotismo, yo me pierdo”. Por eso Lou Reed canta: Just a perfect day/ You made me forget myself/ I thought I was someone else.

No hay don sin desquicio, sin tambaleo, sin pérdida de sí. El don acaso suscite ese zamarreo que nos despierta, ese aire fresco que entra por los resquicios de la lengua, la que se precipita siempre opaca; el don es ese refugio ofrecido que sólo puede advenir en la medida en que depongamos las armas del ser, en la medida en que le demos una tregua a la guerra paranoica del narcisismo. No hay don sin inquietud de sí, sin intemperie, sin riesgo; no hay don sin juego, sin ponerse en juego y eso nunca es sin otros.

No hay don sin desquicio, sin tambaleo, sin pérdida de sí. El don acaso suscite ese zamarreo que nos despierta, ese aire fresco que entra por los resquicios de la lengua, la que se precipita siempre opaca

Fito Páez escribió una canción sobre el don, se llama Dar es dar

Dar es dar/ Y no fijarme en ella/ Y su manera de actuar/ Dar es dar/ Y no decirle a nadie/ Si quedarse o escapar (...) Dar es dar/ Es solamente/ Una manera de andar/ Dar es dar/ Lo que recibes/ Es también libertad (...) Dar es dar/ Dar es dar/ Dar es dar/ Es encontrar en alguien/Lo que nunca encuentras. Acá se puede escuchar completa.

Fito Paéz no sólo escribió una canción sobre el don. El sábado 23 de octubre de 2021, celebró el cumpleaños número 70 de Charly García. Antes de ir al Teatro Colón, pasó por el CCK, al que Charly fue de sorpresa. Juan di Loreto me hizo notar cómo ya ahí se pudo ver la inminencia de un gesto que después desplegaría con toda su potencia en el Colón. Acá se puede ver ese gesto conmovedor: la manera en la que Fito pide que nadie tape a Charly y que se lo pueda escuchar cantar. 

Lo que Fito Paéz hizo esa noche en el Colón no fue un recital, no fue un concierto, no fue un espectáculo. Lo que Fito Paéz hizo esa noche fue no creerse Fito Páez; lo que hizo Fito Paéz esa noche fue no marcar las cartas. Lo que hizo Fito Paéz esa noche fue entregarse al abismo y al vértigo del amor; al tambaleo y a la inquietud del no saber; lo que hizo Fito Páez esa noche fue ponerse en juego, fue entrar en el juego del don. Lo que hizo Fito Paéz esa noche fue donarnos la música de Charly García, esa música de la que estamos hechos cada uno de nosotros; Fito Paéz nos donó, a cada uno, una porción de nuestras vidas. Gracias, Fito Páez, por tu generosidad, por tu don. Llevo tus marcas en mi piel.

AK

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