Narraciones

Darwin 348

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Escribo esto en un cuaderno, sentado en un café a seis cuadras de la casa de Darwin 348 en la que vi la final del 78. La casa era de Rubén Kriscautzky pero ahí vivían sobre todo su mujer, su hija y su perra Colita. Rubén, junto a mi padre Elías Semán, eran dirigentes de Vanguardia Comunista y por esa época pasaban sus días más o menos ocultos. Mi viejo había visto partes de la inauguración manoteándole el televisor a Beatriz Sarlo, que no comprendía -o, más precisamente, no aprobaba- el interés por el mundial en medio de la dictadura. El partido contra Perú, el 21 de junio, Rubén y Elías decidieron verlo en la casa de Darwin con nosotros. Cuatro días después, para la final contra Holanda, volvimos a reunirnos en Darwin, y salimos a festejar, emergiendo a la vida pública, con una energía que yo, a mis nueve años, desconocía. En River, a pocas cuadras de un campo de concentración, Argentina había desplegado un fútbol al mismo tiempo aguerrido y humano, animal como todos nosotros. El entusiasmo se derramaba sobre un país destrozado, algo que la dictadura buscaría capitalizar, sin ninguna evidencia de haberlo logrado.

Caminamos por las calles, llenas de banderas y alegría, ocultos en la multitud y al mismo tiempo, intuyo ahora, profundamente solos. 

Al domingo siguiente, Rubén le explicaba a su amigo Horacio Pineau las razones para festejar. El pueblo pasaba por una trituradora de penurias, merecía ese momento de felicidad. “Hoy mi deber era/cantarle a la patria/alzar la bandera/ Sumarme a la plaza.” ¿Dónde sino?

Había otra razón, menos explicable, menos dicha pero más ubicua: les gustaba el fútbol. Como a una enorme mayoría de los argentinos hoy (ciertamente no todos). Mi padre no era un obsesivo del fútbol sino más bien, como diría luego Ricardo Piglia sobre aquella camada de hombres y mujeres, un revolucionario profesional. Pero le gustaba el futbol, era hincha de San Lorenzo y lo movilizaba, en sus propios términos, el sueño de fundirse en un abrazo con un pueblo feliz. Ver partidos en los que unos cuerpos mágicos corren y piensan contra reloj formas de la fantasía, dan forma a algo que hasta un segundo antes era inimaginable, cambian la historia modesta de lo que está ocurriendo en esa cancha.

Elías y Rubén fueron secuestrados a mediados de agosto de ese año, cuando el mundial aún irradiaba desde atrás pero empezaba a ser memoria. Es probable que aquellos festejos hayan sido su último momento de una felicidad intensa, compartida hasta los huesos. Desde aquel domingo frío han pasado 44 años, once mundiales, una copa, tres finales. 

Ni la tortura ni la muerte, ni el final esperando ahí a la vuelta de la esquina. Todo eso se corría por un instante, ahí estaba pasando algo más. Algo que de manera infantil, animal, físico y fundamental, era lo importante. Era lo más importante. El fútbol es, siempre, lo más importante. Como la literatura o la amistad o disfrutar un plato de fideos o de una siesta en la plaza. El mundial también. En el gesto había más desafío que inconsciencia, esa mezcla de locura y ganas, esa pasión suicida y tan llena de vida. Esa lección marcada a fuego de que nada ni nadie podría decirnos qué es lo que nos hará felices.

Hay quienes conceden al pueblo el derecho a disfrutar plenamente el mundial y olvidarse por un rato de las inequidades de este mundo. En general, incurren en la misma trampa que critican: suponer que lo importante sigue estando en otro lado. Que leer un libro o escuchar música solo se justifica porque supuestamente nos hace mejores. Que hacer lo que uno ama sin pararse a pensar en su carácter productivo nos transforma en agentes económicos de segundo orden. Que perder el tiempo, ser improductivos y encontrarnos con el placer sólo se justifica si de inmediato volvemos a lo importante, a protagonizar como víctimas un mundo de inequidades y maltratos que, encima, cuando los queremos enfrentar, nos dicen que eso está en manos de técnicos y líderes que saben, justamente porque es importante.

Imaginar que el fútbol es una analogía de la sociedad, el gobierno o la cultura de un país es una forma de menospreciar su importancia intrínseca. El fútbol es fútbol. Su belleza, como la de una letra impresa en una hoja, como la textura de un cuerpo, como un aroma o un sonido, no le debe nada a nadie. No refleja nada: es en esos lugares, emocionales, felices y dramáticos, en los que se produce la vida, la nuestra y la de una nación. 

El domingo, cuando termine el partido, cualquiera sea el resultado, va a haber una explosión de emociones, esas que nos sacuden para siempre. Y aunque nos parezca increíble en el momento, irá quedando atrás muy rápido, con los días y semanas, para convertirse en recuerdo y memoria, en la historia nuestra que, como el fútbol, es lo más importante, como el número de teléfono de la casa de nuestra infancia. 44 años, once mundiales, una copa, tres finales. 

Revisando esa historia, compruebo que los tres mundiales en los que voy a haber visto la final en el corredor Villa Crespo-Chacarita son:

1978: Darwin 348.

1986: Velasco 292.

2022: Imperio, Corrientes 6891.

Por eso y por todo lo demás, elijo creer.

ES