Opinión

Diferencias

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Para Florencia Angilletta y Agustina Larrea

Los estereotipos son ineliminables en la medida en que resultan un tope a la inquietud que suscitan esas cosas que se presentan inasibles, opacas, inabordables y llenas de matices. Los estereotipos funcionan para detener la chorrera de enigmas que se desprenden de lo inabarcable, de lo inconmensurable, de lo que nos hace vacilar. El estereotipo, ese lugar del discurso donde falta el cuerpo (Barthes), funciona para detener lo incierto y para creer que se está en un terreno seguro. El estereotipo funciona porque hace de las cosas, cosas que funcionan. Pero si hay algo que no funciona como las cosas es el deseo. El deseo suele presentarse paradojal, errante, infernal, inclasificable y muy cercano a la angustia.

Es ahí que me detengo habitualmente, en los modos en los que se nombran las relaciones, a la vez que en aquello que en las relaciones queda vedado. Por caso: pareja. No caben dudas de que en la idea de la pareja se trafica la idea de paridad, al menos como una aspiración ideal. Esa paridad es una ilusión que no por imposible deba dejar de ser intentada. Pero me pregunto si esa pretensión de paridad no se limita, usualmente, a los códigos previamente establecidos de lo que es la paridad. La comedia de los sexos ya no causa gracia. Hacer pareja no tiene nada que ver ni con el amor, ni con el deseo. Hoy se pretende emparejar y aplanarlo todo. Quizás porque lo que no se soporta es la disparidad en el amor, que en el amor no haya pareja posible. Quizás porque se confunden, se aplastan, se identifican los planos de la reivindicación de derechos con el espacio erótico. Los cuerpos en la cama no son los cuerpos en el espacio público. Si en un lugar no hay igualdad, no hay paridad, es en la cama. Los modos en que estos dos espacios se superponen una y otra vez hacen que se crea ilusoriamente en una pedagogía igualitaria, “ingenuidad máxima del progresismo”, dice Marcelo Barros. “La bondad no podría curar el mal que ella misma engendra. […] La más aberrante educación no ha tenido nunca otro motivo que el bien del sujeto”, dice Lacan. “A más puritanismo, más perversidad”, dice Barros. ¡Qué alivio que el psicoanálisis se ubique en las antípodas del humanismo y de la pedagogía!

Hay mucho discurso alrededor de la diferencia, pero hay muchas prescripciones acerca de las diferencias que no se ven con buenos ojos. Entre ellas la diferencia de edad, la diferencia de altura, la diferencia económica. Llama muchísimo la atención la cantidad de aleccionamientos que circulan acerca de la veda en la diferencia de edad de las relaciones amorosas, sobre todo cuando esa diferencia se establece entre una mujer menor que un hombre -aunque también, pero de un modo muy distinto, cuando la más grande es la mujer-. Se habla de abuso de poder inmediatamente. Como si el poder fuera algo que se tiene y que se ejerce dependiendo de los genitales -se habla bastante poco de la diferencia de edad entre personas del mismo sexo-. La formulación es: un hombre tiene poder, una mujer, no. Alguna vez nos preguntamos con Martín Kohan por qué razón se homologa tan a menudo, y tan sin Michel Foucault, el abuso de poder con la relación de poder, dado que toda relación es una relación de poder y no en todas se cometen abusos. Nos preguntamos por qué se supone, tan sin Michel Foucault, que lo otro del poder es una paridad de estabilidad y simetrías absolutas (cosa sumamente improbable), y no una resistencia, no un contrapoder, ya que el poder no es una cosa que el otro tenga y uno no (hipótesis intimidatoria dirigida a amedrentar a las mujeres, eventualmente para ofrecerles de inmediato protecciones y salvaciones, especialmente cuando no las precisan de verdad). Las luchas emancipatorias son luchas de liberación sexual, por eso es llamativo que se conciba, una vez más, que el deseo es más que nada del hombre, y se hable más que nada de eso; llamativo que el deseo activo de la mujer se obture: que se obture lo que a ella pueda atraerle, la relación que pueda desear; o bien se pretenda dictaminar con quién puede estar y con quién no, qué puede hacer y qué no puede hacer con su propio cuerpo (unirlo sexualmente a alguien de su misma edad, sí; unirlo sexualmente a alguien de otra edad, no. Así como otros dictaminaron o dictaminan: unión con alguien del “sexo, opuesto”, sí; unión con alguien del “mismo sexo”, no).

Me gusta especialmente el modo en que Geoffroy de Lagasnerie, en Mi cuerpo, ese deseo, esta ley. Reflexiones sobre la política de la sexualidad (Cuenco del Plata), cuestiona que la diferencia de edad en las relaciones implique, per se, abuso. Y me gusta que lo haga narrando de manera bella, la historia del comienzo de su relación con Didier Éribon, relación que lleva más de veinte años: “yo era muy joven, la diferencia de edad era grande (...) y es indudable que el deseo que sentía por él, el deseo de acostarme con él y tener una relación, se enraizaba también en el hecho de que Didier fuera lo que era: su estatus, el descubrimiento por su conducto de la vida cultural e intelectual, su renombre, la fascinación que ejercía sobre mí la figura del autor que publica. Su belleza y su atracción sexual estaban ligadas, como dice Deleuze, a todo el mundo que él lleva en sí y se desplegaba por su intermedio. Cuando mi madre descubrió esa relación estalló una crisis violenta (...) y de haber tenido yo dos años menos, de haber sido menor, ella, con toda seguridad, habría presentado la denuncia. Lo que mi madre percibía en su momento como un dominio, yo lo viví como un contrapoder liberador enfrentado a la familia, la escuela, la universidad -todos esos marcos que ejercen también su dominio sin que jamás se ponga en tela de juicio-, y creo que, gracias a la relación con Didier, tuve la suerte de tener una vida mucho más libre de la que hubiera tenido de no conocerlo”.

En ese mundo corto, el del estereotipo y de las doxas, funciona muy a menudo este otro rechazo de la diferencia: todavía llama mucho la atención que una mujer sea más alta que el hombre con el que está. En general es un hecho que se comenta, que no pasa desapercibido. Y ahí sigue siendo efectivo el paradigma de la virilidad y la potencia cifradas en el tamaño, en la altura -cuando no en el pelo del hombre-. Un hombre petiso es, aún hoy, observado y puesto en el lugar del déficit. Vestigios de un mundo machista, ese en el que todavía estamos, aún cuando nos creemos a salvo de los prejuicios. Una cosa son los gustos personales -inopinables- y otra es no advertir que muchas veces esos gustos no son tan personales, sino más bien producto de estereotipos muy consolidados. Quizás, como dice Emilio García Wehbi: “Sólo podrá haber comunidad (...) cuando la diferencia sea la que domine, cuando reconozcamos en la singularidad del otro nuestra propia carencia, cuando seamos conscientes de que la otredad nos iguala, nos hace semejantes porque somos singulares, diferentes, únicos, irrepetibles (y me permito agregar, hermosos, ateos y materialistas), construyendo una comunidad de diferentes comprometidos por el valor común de la diferencia. Con esta madera se construye la democracia; lo otro es masa, falsa igualdad, normativa disciplinaria de semejanza forzada, peligrosos principios del fascismo (...) sólo seremos libres cuando nos reconozcamos semejantes en el espejo de la otredad, de la diferencia”.

Y como dice Juan Di Loreto: “El amor es una caída, es lo que hacemos a pesar de cualquier cosa, no es algo que obedezca al cálculo y a la precaución (...). La paradoja de un lugar perfecto es que hay de todo menos historia. Carecer de historia es no tener conflicto, es decir, no puede haber literatura en el paraíso (..). Es una vida infinita pero que no reconoce el riesgo ni la privación de las cosas. Tampoco la creación”. No hay deseo sin paraíso perdido.

Como dice Anne Carson, sin diferencia no hay movimiento, ni tampoco hay Eros. 

No hay vida sin diferencia, no hay vida sino en la diferencia.

AK