Opinión

Discriminaciones y discriminaciones

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Hace poco los diarios y canales de TV nos informaron de un hecho lamentable. En la madrugada del 5 de junio, a la salida de un boliche, dos jóvenes se la agarraron contra otro. La golpiza causó la fractura de la mandíbula del agredido, que debió ser hospitalizado. Nada que no suceda con regular frecuencia entre varones educados en la escuela de masculinidad violenta en la que nos crían. Seguramente hay cientos de casos parecidos cada fin de semana. Si nos enteramos esta vez fue porque la víctima era Tiziano Gravier, un chico rubio de clase alta, el hijo de Valeria Mazza. 

El episodio condujo a la intervención inmediata no solo de la prensa, sino también de la justicia argentina, a la que nadie podría acusar de ser excesivamente veloz. En tiempo récord, con juicio abreviado, a comienzos de julio los agresores ya estaban condenados. Inédito. Además, con condenas durísimas: tres años de prisión (en suspenso), prohibición de ir a boliches y de beber, más un resarcimiento económico a la víctima. La causa incluyó un dato todavía más inusual. La carátula se tramitó “por el delito de lesiones graves dolosas mediando acto discriminatorio por la condición social, posición económica o carácter físico”. Es que, antes de golpearla, los agresores habían llamado “Tincho” a la víctima. La expresión es desconocida para muchos; los diarios debieron explicar a los lectores que se trata de un modo de referir despectivamente a los varones de clase acomodada e ínfulas de superioridad. Aparentemente los agresores, que no conocían a la víctima, lo identificaron como un “Tincho” por su aspecto y por su manera de hablar. Por ese motivo, entre las penas que recibieron estuvo también la de realizar un curso sobre discriminación en el INADI. Lo inusual del caso dio lugar a un inolvidable título con el que Clarín informó del asunto. Para el diario, era un caso de “discriminación al revés”.

El titular era desopilante, pero no dejaba de contener un grano de verdad. La repercusión del caso y la urgencia de la prensa y de la justicia por condenar el hecho era indicativa de que algo estaba al revés y que debía ponerse “al derecho” rápidamente. La discriminación por condición social es de arriba hacia abajo. Prueba de que de ese modo está “al derecho” es que, cuando ocurre, no llama la atención de nadie. A menos que termine en una fatalidad. 

La comparación con el caso de Fernando Báez Sosa, asesinado por un grupo de ocho rugbiers hace dos años, también a la salida de un boliche, se vuelve inevitable. Allí se trató de jóvenes de clase acomodada ensañados contra un chico morocho de clase baja, al que llamaban “villero” y “negro de mierda” mientras lo ultimaban a patadas. Discriminación, ahí sí, “al derecho”. La conmoción de que terminara en una muerte no fue obstáculo para que la prensa manifestara algo así como una empatía dividida: por la víctima, por supuesto, pero también por las familias de los victimarios, cuyas angustias fueron ampliamente contempladas, e incluso por los acusados, pensando en las incomodidades que tendrían en la cárcel.

La carátula de la causa, que todavía se tramita, reza “homicidio agravado por alevosía y por el concurso premeditado de dos o más personas”. El fiscal de la causa descartó el odio racial como agravante. El contraste parece claro: un vago indicio de animadversión de clase funcionó como agravante en el caso del joven rico golpeado, pero ni el “villero” ni la obvia muestra de racismo alcanzaron a ser pertinentes en el homicidio de un chico pobre. De hecho, cuesta mucho encontrar carátulas o fallos que invoquen el agravante que contempla la ley por “odio racial” en referencia a víctimas de tez oscura.  

No diré nada que no sepa todo el mundo si digo que las vidas no valen lo mismo en nuestro país, que los cuerpos de piel amarronada son mucho más propensos que los blancos a sufrir violencias de todo tipo –estatales y privadas–, que la ley trata a los pobres mucho peor que a los de posición acomodada. 

La discriminación por color de piel y la violencia racista están por todas partes. Las documentaron una y otra vez estudios académicos, reportes sobre la violencia policial, las encuestas del INADI. Sus rastros llegan incluso a los trámites judiciales. Hagan ustedes la prueba: entre los maltratos que describen los juicios laborales abunda el de ser llamado “negro de mierda” por el patrón. No parece, sin embargo, que nuestra justicia tome el tema seriamente. Desconozco los aspectos técnicos de la ley, pero si gritar insultos racistas en el curso de un asesinato no alcanza para que se constituya en agravante, algo está fallando.

Quienes gustan de negar el racismo argentino dirán que “negro de mierda” es un insulto que apunta a la condición de clase y no al color. Por supuesto se equivocan: quienes trabajamos en estos temas mostramos hace tiempo que apunta a ambas cosas a la vez, porque clase y racialización están íntimamente ligadas en la Argentina (como en muchos otros sitios). Pero incluso si no fuera el caso, tampoco la discriminación de clase –presente también en el insulto “villero”– se constituyó en agravante. “Tincho” sí, “villero” no. 

En los últimos años hemos visto algunos avances, todavía muy insuficientes, en el camino de dotar al sistema judicial de una perspectiva de género, de la que carecía completamente. Es hora de que la justicia argentina comience a tomarse seriamente también el racismo.

EA