LOS CUADERNOS DE INVIERNO

El doble de David Byrne

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No hay que hacerse los originales, todos somos una banda tributo de alguien. Había un cantante que actuaba en un bar de San Telmo. Si no te detenías a mirarlo, era como estar escuchando a Silvio Rodríguez, el auténtico, tal la mímesis perfecta que lograba. El tipo se jugaba todo a su voz, ya que no se le parecía ni intentaba parecérsele. También estaban los Danger Fours, que cantaban canciones de Los Beatles pero tampoco se les parecían. Otro es el caso de The Beats, una banda tributo de los Fab Fours cuyo cantante se operó la cara para ser igual a Paul McCartney. Me imagino a la hija o al hijo de este tipo en el colegio y que un amigo le pregunta ¿De qué trabaja tu papá? De Paul McCartney. Y le va muy bien.

Otra cosa son los imitadores: el imitador de Sandro, el de Néstor Kirchner. Pero la tragedia para mí está en los dobles. Esa personas que involuntariamente se parecen a otros. A veces pasa con los gemelos o los mellizos, que tratan de no parecerse al otro. Y que se enojan si no los reconocés. Uno de los grandes amigos de mi viejo era Carlitos Jajá. Le decían así porque solía reírse compulsivamente. Lo tuvieron que sacar de un velatorio de un amigo en común -me contaba mi viejo- porque Carlitos Jajá no paraba de reírse. Freud decía que uno se ríe en los velatorios porque le causa gracia no estar en el lugar del muerto. Lo de Carlitos Jajá era más complejo, porque su segundo apodo era Tony Curtis. No es que se pareciera a ese actor que encarnaba a Dany White en Dos tipos audaces, sino que era como si un mal dibujante hubiese exacerbado las líneas de su rostro y Carlitos Jajá fuera una mala caricatura de Tony Curtis. Esa era su tragedia, ser un mal símil de una estrella. Carlitos Jajá murió atropellado por un colectivo de la línea 30, que eran unos ómnibus inmenso, rectangular, que para bajar tenías que tocar un cable en el techo y éste hacía sonar un timbre; eran vehículos ingleses. En el velatorio de Carlitos Jajá, todos lloraron porque era una buena persona.

Había ido a una fiesta en la casa de alguien -en esa época uno iba a fiestas en casas de desconocidos- y ahí estaba sentado en el living David Byrne.

En los hermosos años noventa, íbamos seguido al Bar Astral, de la calle Corrientes. Ahí estaba Tito, el mozo calvo y negro, que te traía lo que a él se le cantaba, no lo que pedías. Y uno de los comensales era un hombre de gafas gruesas, siempre rodeado de gente y de humo -se podía fumar en los bares- que se parecía a Marcello Mastroiani. A Daniel García Helder le impactó este “doble” y en su hermoso libro El Guadal (a propósito, estaría bueno que alguien reeditara esa obra maestra inhallable) le dedicó un poema que se titula así: A un doble involuntario de Marcelo Mastroiani, I.M. Y dice esto: “Por tu querida presencia, Marcello, en horas vacías,/ mesas blancas de la vereda del Astral en noches/ que a lo largo de una pista llana y sin accidentes/ se repetían, reflejándose en la vidriera,/ como los taxis vacíos por la calle/ que declina hacia la plenitud del tiempo…/ Nada que decir, nada que pensar, tres ardillas/ trotando sin solución adentro de un cilindro,/ era lógico que tu presencia, en ausencia del modelo, fuera el centro de nuestra atención vacía”.

Ahí termina la primera estrofa y lo que se nos acaba de mostrar es la molicie de una noche en un bar con la atención dispersa de los comensales. Pero entre ellos está un poeta -Helder-, entonces la horas no pasan en vano y hay una redención para el doble involuntario. La segunda y final estrofa: “Dado un sistema post morten de tres plantas/ no te hago, al menos por la higiene de puños y solapas,/ más que en la de arriba, y siempre alternando con el barman/ impasible tras tus cristales verde oscuro y comprendiendo/ tan cabalmente eso de que ”no somos nada“/ que no te importa eso de ser tomado por otro. Así que/ no te olvides de nosotros, Marcello, los vacíos/ Sócrates, Platón y Aristóteles,/ ahora que tu lengua prueba la ambrosía/ de una copa que siempre está llena”.

Termino este poema maravilloso y tengo ganas de leer todo El Guadal, pero no lo tengo, no lo tengo. Me propongo desde estas humildes notas como editor de una colección de poesía de rescate, que podría llamarse La cueva de los niños de Tailandia, por aquel famoso rescate de los niños jugadores de fútbol y su entrenador budista.

No puedo terminar este texto sobre dobles e imitadores sin contar una anécdota que me sucedió hace ya bastante. Había ido a una fiesta en la casa de alguien -en esa época uno iba a fiestas en casas de desconocidos- y ahí estaba sentado en el living David Byrne. Todos le pedían, por supuesto, que toque. Pero él se negaba constantemente. En un momento salí a fumar a la terraza -uno de los dueños nos dijo que le habían puesto a la terraza un impermeablilizador para la lluvia y había que salir sin zapatos, en medias- y ahí estaba David Byrne, fumando. Nos pusimos a hablar en inglés. Después de algunas trivialidades, cuando se sintió cómodo, me contó que no era David Byrne sino el doble de él. Trabajaba de eso. Constaté, en mi memoria, que en ese momento el líder de los Talking Heads estaba en el país, tocando. Me contó que como David necesitaba demostrar que veía a otras bandas de Sudamérica y las promocionaba, también tenía que aparecer mirándolas cuando éstas tocaban como bandas soportes de Byrne. Recordé que en el Luna Park estaba David Byrne en un costado, del escenario, en un lugar que se lo pudiera ver bien, mirando a una banda argentina que precedía a su actuación. “No era David, era yo. David estaba descansando en el camarín”, me dijo. “Para las bandas es importante que David las apoye de manera presencial”, me dijo. Sin duda, le dije. Le pregunté cómo se llamaba. Me dijo un nombre corto con apellido mexicano. Pero ahora no lo recuerdo. 

FC