Pura espuma Opinión

Figuritis

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En el artículo de Wikipedia llamado “Álbum de cromos”, se habla de la probabilidad de obtener cromos repetidos en una muestra aleatoria. Por ejemplo, “en un álbum de 220 cromos, quien compra 18 cromos tiene al menos un 51% de posibilidades de comprar un cromo repetido”.  Siempre que el álbum sea “honesto”, dice el artículo, dado que si se entra en la variante “cromos difíciles” las probabilidades de repetición se aproximan a 1, con lo que en ese lote de 18 cromos tendríamos seguramente uno repetido. ¿Por qué dije “cromos” y no “figuritas”? Porque “cromos” me recuerda a Roberto Bolaño cuando dijo que compraba los libros que le faltaban como si fueran cromos.

Pues bien, en base a esa referencia probabilística, el álbum del Mundial de Qatar 2022 es bastante honesto a esa escala de muestra. En los últimos 15 paquetes que vi abrir como quien ve el resplandor del oro en un pozo ciego, sólo se repitió 1 cromo sobre un total de 75 (probabilidad de menos del 12%), por lo que el índice de repetición es mucho más bajo que el que sugiere Wikipedia.

Pero hecha la muestra “chica”, hecha la salvedad. El artículo no se refiere a los escalofríos que produce ver que las probabilidades de obtener cromos todavía no obtenidos decrecen dramáticamente en le medida en que aumenta el número de cromos pegados. Y aquí, puedo aportar un dato de campo (de campo). De esos últimos 75 cromos que vi, además de haberse repetido uno, se pudieron pegar 44 (casi el 60%). Los 30 cromos restantes (40%), son los “repetidos de álbum”. 

Es importante aclarar, para consolidar el prestigio y la seriedad harvardiana de esta muestra (me siento el consultor Sergio Berenzstein mandando frutas de humo como si fuera Einstein, mientras imita con amor la voz de su ídolo Marcelo Longobardi), que estamos hablando del álbum Panini cosecha 2022, que tiene 662 blancos de origen en los que, en el caso particular al que me refiero, ya habían sido pegados 292 cromos. Lo que significa que, si uno tiene cubierto el 40% de los cromos en el álbum y compra 75 cromos, al 40% de esos 75 se los mete en el orto.

No voy a comentar detalles sobre la experiencia de adquirir figuritas (o sea cromos) en la Argentina actual. En cambio, el fenómeno sí permite una recreación de sus intensidades extremistas. Equivale a estar un poco en las colas para las duchas colectivas de Guantánamo, otro poco en un embotellamiento, otro poco en la quietud hiperconsciente de las pesadillas, totalmente colocados de ansiedad, siguiendo las huellas de los dealers mayoristas y minoristas, y cumpliendo con un sentido pueril del sacrificio y la convicción de que hay que hacerlo. Lo exige la fuerza insobornable de la necesidad, que nunca pregunta por la calidad ni por el sentido de lo que la mueve. Se necesita algo: punto.

Llamaremos figuritis a esa necesidad, sin hacer de su descripción un asunto de la sociopatía. La Argentina tiene una larga historia de interés por estos pequeños museos, refractarios al reemplazo del papel pintado. Allí está, para probar el triunfo del último fetiche de las imprentas, el fracaso de su versión virtual. 

En primer lugar, porque una figurita virtual no se tiene. Es un bien enajenado por el que el fetichista de papel en cuatro colores pierde relación con su objeto. ¿Dónde está la figurita virtual? No existe, no puede existir en la realidad de ninguna colección. El figurópata tiene que comprar, ver, tocar, transar. El deseo y el esfuerzo por cumplirlo sólo puede compararse con la fiebre del dólar de cueva o con gestionar drogas en los arrabales. 

Por más que se noten las hilachas clásicas del consumo, y de la estructura más enfermiza del consumo (salir desesperados a buscar lo que no hay), alguna compensación tiene que haber a semejante entrega. Una compensación espiritual, psíquica, por afuera de la búsqueda material de esos billetes llamados figuritas. Que sean billetes-objeto, mitad dinero y mitad mercancía, nos hace imaginar que sus transacciones de algún modo son artísticas. Imaginemos que por alteraciones cuyas causas no pueden explicarse, un billete de 10 dólares vale más que el de 100, y así. Imaginemos un encantamiento del valor de las cosas, un capitalismo contado como cuento de hadas: un capitalismo inocente.   

Por un lado, los álbumes tienen a la vista una oferta de vacío que hay que llenar. Hay, por así decir, un todo vacío que hay que ir llenando hasta que se complete de colores el desierto. Es decir que su juego es un juego de nada/todo. No es fácil vencer la tentación de operar esa maquinita como si el figurópata fuera un pequeño dios capaz de darle a su pequeño mundo la gracia de una cosa completa. En eso, un álbum lleno, salvando las distancias a favor del álbum, es mejor que el mundo nuestro.

Pero es el segundo grado de esa dinámica, el del intercambio de “repetidas”, lo que acelera el pulso del coleccionista: darle a alguien lo que no tiene a cambio de lo que no tenemos. Lo que se activa es la tendencia a que todos tengan todo, vía regia al universo de la compensación total. A diferencia del trueque, que compensa diferencias (botas por campera, jean por camisa, zapatillas por buzo, etc), el tradeo de figuritas es un trueque de lo igual, una especie de mercado secundario de dinero en el que un billete puede valer más o menos que otro, pero en el que sólo hay billetes. La moneda como objeto cumple una función mágica. Ya no se necesita un billete para comprar algo porque ese algo es el billete.

Y el tradeo de figuritas en plazas, grupos de WhatsApp, páginas de descerebrados, patios de colegios y la Embajada de Estados Unidos ¿para qué habría de existir en este mundo de ansiedades si no es para suprimir la calamidad de la repetición? Si te doy un Neymar o un Lewandowski o un Cavani es porque ya los tengo. Quiero otra cosa. ¿O alguien conoce algo más aburrido que una figurita repetida? 

JJB