“Tres amigas”, inmersas en los juegos del amor y del azar

El famoso pensamiento sobre los motivos del amor perteneciente a Blas Pascal, que tan a menudo se cita como un refrán sin nombrar a su autor, talentoso filósofo de breve vida (1623-1662), le cae como anillo al dedo –pero no de compromiso– a esta subyugante comedia de Emmanuel Mouret que, por momentos, roza furtivamente el melodrama. Comedia que remite, pese a su título, no tanto a la amistad que parece inalterable entre tres profesoras de secundario bien distintas rondando los 40, sino más bien a las contingencias de sus respectivas vidas amorosas que implican dudas, confusiones, infidelidades, equívocos, decepciones, arrebatos…
Joan, tironeada entre la lealtad que siente que debe a su marido Víctor que la adora como el primer día, y que además es el padre de su hija de 7, y la convicción de haberse desenamorado, de que su deseo se extinguió y que, honestamente, ya no puede corresponderle a V (durante la escritura del guion, el título provisorio de este film era Une honnête femme); Alice, a quien le resulta cómodo dejarse querer por su esposo Eric sin retribuirle con la misma moneda, por así decirlo (porque cuando estuvo enamorada en dos oportunidades anteriores, resultó para ella un infierno de celos, inseguridad, ansiedad constante); Rebecca, la soltera jaranera que sin cuestionarse en absoluto tiene un amante casado cuya identidad oculta celosamente –con cuestionables razones– a sus amigas.

Tres formidables actrices elegidas por su personalidad –siguiendo el método de Eric Rohmer, un director con quien Mouret guarda parentesco en su modo de plantear los diálogos– cuyo aspecto físico no responde a modelos de belleza todavía vigentes, que tampoco van por la vida impecablemente producidas. La primera, intérprete de Joan, India Hair, pelo cortito, cara lavada, suéteres neutros; la segunda, Camille Cottin (gran laburo en la serie Ten Percent) encarna a Alice, acaso la más sexy dentro de ciertos cánones, luce una importante nariz que Hollywood nunca habría aceptado en una coprotagonista; y la tercera Sara Forestier en el rol de la fiestera disfrutona Rebecca, es una redondita sin complejos que prefiere los escotes y cuyo sobrepeso nunca es señalado en la película. Las tres intérpretes con una sólida carrera a sus espaldas. Sus personajes, particularmente el de Joan, son los que conducen el baile de amores, desamores y vuelta a probar en esta comedia donde el realizador Emmanuel Mourat consolida y refina una suerte de romanticismo siglo XXI que le debe incentivos, creativo reciclado de por medio, a Sacha Guitry, Ernst Lubitsch, Woody Allen, Billy Wilder, el citado Rohmer, entre otros forjadores de rondas de corazones encendidos.
Pero por encima de todas estas fuentes fílmicas que pueden haberle aportado al romántico soñador que confiesa ser Mouret, un observador indulgente del desorden amoroso de estos tiempos, sobrevuela sin duda el espíritu de un indeclinable clásico del teatro francés (también novelista, periodista), Pierre de Marivaux. Tan populares sus piezas sobre galanterías entrecruzadas y seducciones verbales que dieron origen a palabras como marivaudage, maurivauder, referidas a la práctica de estos entreveros en nombre del amor.

En la picante senda de Marivaux
En sus mejores comedias –La doble inconstancia, Las falsas confidencias, Las sorpresas del amor y, por cierto, Los juegos del amor y del azar– Marivaux, en pleno siglo XVIII, suele dar lugar preferencial a los personajes femeninos. O al menos, los pone en igualdad de condiciones que los masculinos, dando pista a una diversión donde el erotismo está sugerido, sobreentendido. Sin abrir juicio moral y deconstruyendo así la comedia sentimental de la época. En todo caso, sí puede aparecer en este autor una crítica a la organización social, a las jerarquías, reflexión esta que infiltra a través de la risa que genera en el público.

A tal punto M tenía conciencia de la desigualdad que oprimía a las mujeres que se ha hablado del feminismo marivaudien que, en la primera mitad del 18 lo llevó a escribir La nouvelle Colonie ou la ligue des femmes. Obra que reescribió 20 años más tarde: una reprobación adelantada a lo que consideraba una forma humillante de educar y tratar a las mujeres. Con espíritu francamente ecuánime advertía que la frivolidad que se les achacaba a ellas no era otra cosa que el producto de una educación mal encarada, antes que una característica de la naturaleza femenina.
En sus chispeantes obras, muy representadas por la Comédie Française –también ofrecidas en un traslado a época contemporánea– el lenguaje es el principal motor de un ritmo imparable que se alimenta de enredos y giros inesperados, siempre manteniendo el nivel estilizado y preciso de esos diálogos salpimentados que llevaron a que el verbo marivauder signifique coqueteo divertido y elegante para referir a contravenciones consideradas inofensivas por Marivaux.

Música, maestros
El juego de la seducción mediante la conversación se practica en Tres amigas en interiores tan diversos como sus habitantes, en paseos por parques y anfiteatros, en bares. También los personajes dialogan sobre otros temas: en su clase, Joan escucha a una alumna hablar sobre el seudónimo que usaba Emily Brontë; Rebecca, docente de artes se despacha sobre la pintura del amante telefónico de Alice; Thomas, un pretendiente de Joan, quiere saber si van a comer la pizza que acaba de llegar con cubiertos o solo con servilletas… Pero el tema central en sus múltiples variaciones es ese amor que, desde el vamos, indirectamente provoca una muerte, la del marido abandonado que se emborracha y tiene un accidente fatal. Pero a no ponerse a penar que el hombre no solo es el relator en off de partes de la narración, sino que se le aparece como si tal cosa a Joan, él siempre tan bonachón y naïf, para dar consejos del tipo autoayuda. Tan bienintencionado que se hace querer un poquito mientras sigue discurriendo…

Entre las bondades que brinda Tres amigas vale destacar las músicas que fueron elegidas después de terminar el montaje, cuando ya los climas y los ritmos del film estaban decididos. El rondo de la Patética de Beethoven para empezar (tocado por un enorme pianista que acaba de morir: Alfred Brendel); seguimos con fragmentos de sonatas de Mozart, Scarlatti, algo de Armando Trovaioli para matizar, melodías griegas de Ravel, Tárrega, Granados, compases de la canción Adelita y, en un momento de máxima tensión que suponemos erótica, las seguidillas de Carmen mientras que la redondita fiestera y el ex amante de Alice baten y se dan a probar un dulcísimo merengue a la italiana. Asimismo, sendos cachitos de cintas de Max Linder y Buster Keaton que dos niñas celebran en el cine, se acompañan de un tema compuesto especialmente. Sin duda: la banda sonora de un melómano apasionado.
MS/MG
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