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ENSAYO GENERAL

Hacerse señora

Malena Pichot y Pilar Gamboa en "Viudas negras".

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He escrito alguna vez ya aquí que una de las partes más difíciles de la crítica cultural es la de resumir una trama en un párrafo, de manera tal que el lector que no vio la película o no leyó el libro pueda interesarse por el texto, pero sin dar tanta información como para que crea que ya ni le hace falta ver la película o leer el libro. Hay obras excelentes con sinopsis aburridas (Mad Men: una serie sobre publicistas conflictuados) y premisas archi prometedoras que se quedan en sus promesas (los ejemplos son infinitos). Pero en algunos casos contados, una se encuentra con obras fáciles de contar de manera seductora que así y todo superan, en la ejecución, a la promesa de su premisa: obras que saben que ni la venta más vendedora de todas es suficiente para sustentar la belleza, que las cosas buenas tienen que tener siempre algo que no se puede terminar de contar. Viudas negras es uno de esos casos.

La nueva serie de Malena Pichot (protagonista, creadora y showrunner) sigue las aventuras de Mica y Maru, dos mujeres entre los treinta y largos y los cuarenta y pocos que en su tierna juventud se dedicaron al oficio de la viuda negra: seducían y dopaban tipos para desvalijarlos. La serie arranca con un flashback a esa época pero el presente las encuentra en lugares muy diferentes, ambas encaminadas en distintos sentidos: Mica (Pichot) se puso un salón de belleza y cría a sus hijos rodeada de las clientas del barrio, mientras que Maru (Pilar Gamboa) se casó con un comerciante exitoso (Alan Sabbagh) y se fue a vivir a un country en el que nadie sabe nada de su vida anterior, con la que ha cortado todo lazo. Hace años que no se hablan, pero el destino las lleva a reencontrarse y a volver a las andadas: el destino o algo mucho mejor, la gran María Fernanda Callejón en la piel de Paola, una delincuente profesional que acaba de salir de la cárcel y podría mandarlas a ellas dos de relevo. Paola pide, a modo de retribución por no haber cantado sus nombres, una última misión: que le duerman a un muchachito joven rico y estanciero y se lo entreguen en bandeja, sin preguntas ni dilaciones. Maru y Mica, amenazadas, no tienen otra opción que reunirse para esta última misión; reunirse no solamente entre ellas, sino también con una amistad suspendida y con versiones de sí mismas que ya no reconocen.

Suena ridículo hablar con tanta seriedad de una comedia absurda, pero no tengo más remedio que hacerlo (y lo haré) porque la magia de Viudas negras, para mí, es el modo en que con su registro delirante puentea todos los debates al tiempo que no se queda afuera de ninguno. Ese fue siempre el gran talento de Malena Pichot que rara vez entienden sus críticos: como persona pública ella jamás tiene miedo de opinar, pero su arte siempre entra a los mismos temas que ella ataca de frente por una diagonal inesperada. Leo esta relación retorcida y siempre original entre la obra de Pichot la actualidad en todos sus proyectos: en la loca de mierda como trabajo sobre el arquetipo de la ex novia resentida (diez años antes de Crazy Ex Girlfriend), en Cualca como pregunta sobre la corrección política, en Por ahora como parodia odiosa y amorosa de los hippies con OSDE de Chacagiales y en varios otros más (mi favorito, lejos, Leonor) que en este momento no tengo ganas de reducir irrespetuosamente a un par de palabras clave.

Si la relación entre mujeres, hombres y dinero es uno de los grandes tópicos de la época es evidente que Viudas negras viene a hablar de eso: del miedo de los tipos a que los vivan, de la sexualización como la única vía de ascenso social abierta a las mujeres, de lo parecido que es en el fondo coger por plata y casarse por plata, aunque lo primero sea de marginal y lo segundo de mujer respetable (ya lo dijo esa provocadora que siempre habla en joda y en serio, Virginie Despentes: ¿qué es una esposa sino una prostituta de un solo cliente?). La comedia teatral de Viudas negras, manejada de manera vertiginosa pero precisa por todo el elenco, pero también por los directores Nano Garay y Coca Novick, permite hacer las preguntas sin terminar de tomar partido, en el mejor de los sentidos: no en el de la indiferencia sino en el de la genuina curiosidad. Por supuesto que hay una crítica social en el retrato que hace Pichot de las nuevas amigas de Maru en el country (el trío desopilante de Marina Bellati, Mónica Antonópulos y Paula Grinszpan), pero esa crítica no se hace desde un afuera de superioridad moral, porque esa superioridad está completamente ausente de la serien. Ni Mica ni Maru son personajes particularmente más elevados o menos tilingos que esas chetas falsas, o falsas chetas: gran hallazgo de la parodia de Pichot, mostrar cómo la clase alta argentina ha dado por tierra con cualquier diferencia entre old money y new money mientras uno tenga money.

Pero quizás lo más entrañable y profundo de la serie sea el tratamiento protagónico y descarnado de la amistad femenina: la amistad entre dos mujeres adultas que eligen vidas y distintas, y que en parte dejan de verse justamente porque no quieren que nadie les recuerde quienes fueron. No hace falta haber sido viuda negra para identificarse, como mujer, con ese resentimiento gratuito que una siente por las amigas que te conocen demasiado bien; esa oscuridad vergonzosa tiene mucho más que ver con los reveses reales de la amistad femenina que cualquier relato más supuestamente realista de competencia y banalidad. Viudas negras es, sobre todo, una serie desopilante, pero toca una fibra de época muy original, la de la pregunta por ser una mujer que vive mil vidas y, de un día para el otro, sin saber cómo ni cuándo, se encuentra convertida en señora, y preguntándose si hay un camino de regreso a esa atorranta que una supo ser en sus supuestos mejores años, con sus supuestas mejores amigas.

TT/MF

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