Compartir la pérdida

En los últimos años, el duelo se volvió un tema de relevancia. Se publicaron diferentes libros de distintas orientaciones teóricas. En el plano clínico, es un motivo de consulta más que frecuente. Tenemos problemas para perder, tenemos problemas para olvidar.
A mí me interesa la pérdida como experiencia, mucho más que las preguntas clásicas: ¿cuánto debería durar un duelo? ¿Cuáles son sus etapas? Por cierto, ni siquiera creo que el duelo tenga etapas. También pienso –lo constato en mi vida y en mi práctica– que hay duelos que son para toda la vida; si no por su constancia, al menos porque diferentes momentos de la vida los traen nuevamente a un primer plano.

El carácter psíquico de una pérdida –independientemente del objeto simbólico, real o imaginario en que se encarne– impone una pérdida de mundo. A partir de ese momento, este ya no es el correlato de nuestra vida. Algunos duelantes cuentan cómo, al igual que aquellos excombatientes que, con un miembro fantasma, sienten el brazo o la pierna que les falta, no dejan de buscar en la realidad a ese alguien (o algo) que ya no está.
A veces incluso alucinan esa presencia; pero, como dice la canción de Joan Manuel Serrat basada en un poema de Miguel Hernández, en esos casos el mundo puede volverse “polvo sin mundo”. Un mundo sin mundo, un mundo inmundo, esa es la realidad que le toca vivir a quien atraviesa un duelo. Aunque sepa que la vida sigue…
La vida sigue… pero esta no se perdió su proyección mundana. La canción de Serrat, curiosamente, habla de un nacimiento. Podríamos decir que el duelo implica una regresión a esa instancia en que la vida precede al mundo; vida intrauterina. Paradójicamente, siempre nos preguntamos qué viene después del duelo, pero así desconocemos que el duelo es un regreso al origen psíquico.
Un duelo es un renacimiento. Con un duelo volvemos a nacer. El mundo ya no será el que era, pero no solo porque le falta ese objeto (algo o alguien) en que se sostenía nuestra intención psíquica, sino también porque nosotros ya no seremos los mismos. Esta idea puede parecer contraintuitiva, porque tenemos tendencia a pensar que los duelos vienen después. Sin embargo, el comienzo de la vida es también un gran duelo.
El duelo no es lo que está al final de algo, sino en el inicio. Por ejemplo, una pareja se va a separar en algún momento (ya sea por un conflicto o porque uno muere). Sin embargo, este duelo es poco al lado del que seguramente tuvieron que hacer para estar juntos. Tenemos la idea del duelo como el proceso que lleva a la aceptación de la pérdida, pero olvidamos ese duelo fundante de la relación.
No obstante, no quiero detenerme en el tiempo regrediente del duelo, en su retroacción, como tampoco en su contra-tiempo. Me interesa mucho más la manera en que el duelo hace que, una vez realizado, tengamos que vivir con una parte de nosotros mismos que está en otra escena psíquica.
Hay una canción de Jorge Drexler que lo ejemplifica muy bien, cuando dice “Hay una parte de mí que va camino a La Paloma”. La canción es del disco Frontera, de la época en que dejó de vivir en Uruguay para mudarse a España. Una migración también es un duelo, en el que se pierde un mundo con el desarraigo.
A partir del duelo “Hay una parte de mí” que se queda en otro lugar, haciendo otra cosa, con la forma de una escisión psíquica. Esta división, el desdoblamiento de la persona que, a partir de ese momento, va a tener que con-vivir con una parte que tiene su propia vida psíquica, es constitutiva del duelo.
El proceso del duelo no concluye de un modo prolijo y cerrado sobre sí mismo. Quien atravesó un duelo profundo, sabe que en su persona habita una herida que, en el mejor de los casos, deja la huella de una cicatriz. De a ratos, en algunos momentos, como les ocurre a las personas que se fracturaron huesos, cuando estos les muerden la carne con la humedad o los días de lluvia, el dolor viene de visita.
En este punto, puedo llegar a una última estación que me importa reseñar en este breve recorrido empírico. Me refiero a un síntoma típico de quienes hemos vivido duelos. Hablo de la actitud de espera. Es cierto que dije que no desarrollaría la cuestión del tiempo, pero algo mínimo tengo que decir.
La espera en el duelo surge como respuesta a una preocupación más o menos tácita: la de que la memoria puede ser insuficiente. Muchas personas, por ejemplo, hablan del temor que les agarra cuando se dan cuenta que ya no pueden recordar la voz de la persona que se fue. Todavía tienen imágenes (visuales) a las que pueden volver, pero cuando la voz ya no está presente, surge una angustia terrible.
De algún modo es como si se viviese esperando ese instante, en el que se juega una especie de traición: ¿seré capaz de olvidar? No me lo permito de ninguna manera, pero ahí es donde la espera se redobla y el duelante adquiere un nuevo modo de vida: vive en el duelo, para una vida posterior que nunca llegará. La espera como síntoma del duelo es la situación que propiamente podría llamarse “patología del duelo”.
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