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ENSAYO GENERAL

Una vida más simple

“Una vida más simple”, decimos, cuando extrañamos la comida de antes, los matrimonios de antes, los medios de comunicación de antes.

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Últimamente varias de las columnas que escribo se apoyan en el mismo mecanismo: revisar nuestras nostalgias, y tratar de entender si están basadas en apegos emocionales a nuestros yos del pasado, o en cambios más o menos objetivos y comprobables de la realidad, o mitad y mitad, o ninguna de las anteriores.

Esta semana le tocó a la comida, tema en el que pienso demasiado seguido, como la mayoría de la gente, supongo; como todos los que no tenemos ni edad para que nos cocinen nuestros padres ni recursos para tener cocineros profesionales trabajando full time en nuestros hogares. Leí la última columna de Natalia Kiako en este mismo diario sobre los lácteos sin gusto ni textura a los que nos tienen acostumbrados en el último tiempo. Me corrijo: quizás pienso más en la comida que el común de la gente, o al menos pienso distinto que una persona que tiene que alimentar tres o cuatro hijos trabajando de sol a sol por un salario de pobreza. Pertenezco a esa clase media acomodada que tiene la cabeza dividida entre los consumos y las comodidades que puede costear y esos que están apenas por encima: no hablo solo de precios, sino también de tiempo.

Como bien reconocía Kiako, hay muchos pequeños productores haciendo buenos quesos y yogures que tienen el gusto de “los de antes” (o son incluso más ricos: al menos en mi barrio “antes” no comíamos yogur de búfala ni variaciones locales de queso gorgonzola); pero en general procurarse esas cosas requiere un tiempo y un espacio mental que no tenemos. Hay que hacer el pedido lunes o martes, para que llegue antes de que termine la semana, y estar para recibirlo a la hora en que la única camioneta que reparte puede pasar por tu casa. Hay que tener, si una quiere efectivamente “comer bien”, el ancho de banda para hacer esto mismo con todos los rubros que se te ocurran: la fruta y la verdura, la carne y el pollo que todavía tiene gusto a algo que no sea agua, la harina de buena calidad, los frutos secos, los huevos de granja.

La agenda básicamente dedicada a recibir pedidos o ir a retirarlos: sin reuniones, sin llamadas, sin clases ni turnos médicos, sin trámites, sin buscar chicos del colegio. Es imposible, pero no tan imposible como para que no piense en hacerlo esa misma clase media alta que viaja cada dos o tres años al exterior y se fascina con esos supermercados que tienen todo en un solo lugar. Seremos tilingos, pero supongo que si nos entusiasmamos tanto con esas góndolas repletas de cosas distintas es también por eso, porque en una vida moderna y llena de pendientes la comodidad de comprar todo en el mismo viaje le gana al romanticismo del almacén y la verdulería (los almacenes, por otra parte, ya fueron prácticamente todos reemplazados por cadenas que venden todas esos mismos lácteos carísimos sin gusto a nada y que ya casi ni grasa tienen).

Hace unos días, en un grupo de amigos, nos pusimos a recordar lo que se comía en los comedores de colegio. La mayoría de las mamás que conozco hoy mandan viandas, o bien porque no todos los colegios tienen comedor, o bien porque en algunos colegios el comedor es caro, o bien porque prefieren controlar más de cerca lo que comen sus hijos. La conversación empezó por ahí, por las cosas sanas y trabajosas que hoy preparan muchas mamás (y supongo que algunos papás) para sus hijos, pero nos llevó a recordar lo que comíamos cuando efectivamente nos mandaban a comedor. Es verdad que los niños de los 90 muchas veces vivíamos a Coca Cola y patitas, pero es igualmente cierto que el comedor de una primaria medio pelo subsidiada, como aquella a la que asistía yo, estaba bastante bien. No desde nuestro punto de vista de niños, que pensábamos que era comida de preso, pero en términos nutricionales calculo que no estaba tan mal.

Todo el invierno se servía de entrada (en vasos de plástico) una sopa de verduras anaranjada, que repudiábamos, pero terminábamos comiendo. Recuerdo también muchos guisos de arroz con pollo y otros de fideos moñito con verduras medio estándar (cebolla, zanahoria, apio, calabaza); tallarines con tuco (jamás había queso), milanesas de pollo con tomate y lechuga, alguna que otra vez de carne; tortillas de verduras, buñuelos de acelga, croquetas del arroz que había sobrado del guiso. De postre, siempre fruta, y quizás un mousse de chocolate profundamente dudoso los viernes (recuerdo, también, que algunos viernes había hamburguesas: Patty con tomate y lechuga, con unas “papas fritas” que en realidad eran bastones hechas al horno).

No había variedad, pero la verdad es que tampoco había muchas porquerías. Leí un hilo en el twitter anglo que iba en esta misma línea: algunos jóvenes argumentaban que cocinar para una sola persona es tan caro como pedir, y otros usuarios, en general mayores, les contestaban que eso es porque no registran que antes una comida familiar o un sándwich hecho en casa tenía no más de dos o tres ingredientes.

“Una vida más simple”, decimos, cuando extrañamos la comida de antes, los matrimonios de antes, los medios de comunicación de antes. Menos opciones y menos información; menos preferencias diversas que acomodar, y menos apetitos por la novedad y la diversidad que saciar. Pienso que, por supuesto, esa uniformidad era agresiva y excluyente para muchos (te lo cuentan los vegetarianos de esa época, que nunca tenían nada que comer). Pienso, también, que era menos agresiva que este individualismo de las mil opciones con quienes tenían menos dinero. La amplitud de alternativas ampara algunas diferencias que necesitan ese amparo. Resalta otras, también, que estaban mejor así, más apagadas.

TT/MF

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