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YO, LIBERTARIO

Happy fucking New Year

Jorge Gumier Maier, Alejandro Urdapilleta y Fernando Noy, fotografiados por Facundo de Zuviría

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Pocas cosas son más detestables que la obligación al festejo cuando se siente que no hay nada para festejar. Una fiesta obligatoria no es una fiesta. Quizá lo era en la antigüedad, cuando las festividades eran el tiempo-espacio en el que además de observarse los rituales religiosos se permitían transgresiones a las actividades habituales para la supervivencia. El crítico Roger Caillois, que vivió en la casa de Victoria Ocampo a partir de 1939, publicó ese año su ensayo El hombre y lo sagrado en el que postulaba que la humanidad siempre repartió su vida entre lo profano y lo sagrado: el primero sería el horario común, ordinario, de la labor diaria y del respeto a las normas; el segundo, la hora del derroche.

Lo profano, lo habitual, se basaría en restricciones al consumo y el gasto, ya que la acumulación de los bienes necesarios para continuar la vida precisa ahorro de energías y recursos. Y lo sagrado, que es un tiempo extraordinario, fuera de lo común y corriente, es cuando se consume vertiginosamente lo acumulado. En la vida profana, la de todos los días, trabajar es la norma; en la vida no ordinaria, como en la fiesta (pero también en la guerra o la revuelta) derrochar es preciso. Mientras dura ese tiempo sagrado, la prohibición sobre el gasto se suspende y el orden profano de la producción es negado en instantes únicos y eternos.

De allí derivó Georges Bataille su idea de la fiesta como transgresión. En la fiesta se podría hacer lo que normalmente se halla prohibido, como en las Saturnales romanas en las que se trastocaba el orden social hasta el punto de que el amo podía servir al esclavo tendido en su lecho. O como en el potlatch de los pueblos nativos del Noroeste americano, cuando el anfitrión ofrecía a los invitados alto número de objetos valiosos y los destruía a la vista de todos, como una catástrofe provocada para celebrar el principio de pérdida. 

Las mejores fiestas hoy parecen ser las que no están pautadas en forma oficial o las que tuercen el destino del calendario en otras direcciones

Lejos de estos ejemplos de épocas paganas, desde que se establecieron las fechas de diciembre por el calendario que decretó el Papa Gregorio XIII en 1582 nos habituamos a decirle “fiestas” a esas reuniones en las que cenamos, bebemos y expresamos deseos de que el próximo año sea mejor, cuando en esta parte del mundo la realidad muestra que cada año es peor que el anterior. Más aun en estos días en que los precios se van por las nubes. “Infelices fiestas” podría ser el saludo oficial de cortesía en esta ocasión. O agradecer con un “feliz sacrificio” a los hogares que sienten el ajuste sobre la mesa de fin de año. 

Las mejores fiestas hoy parecen ser las que no están pautadas en forma oficial o las que tuercen el destino del calendario en otras direcciones. Recuerdo raves, carnavales y otros jolgorios, pero no puedo dejar de evocar la tremenda celebración que hizo en el Tigre el artista, curador y agitador de las disidencias Jorge Gumier Maier, hace poco más de una década, cuando inauguró la casa que había comprado a orillas del río Sarmiento y pudo mudarse desde la cabaña que alquilaba en un arroyo cercano.

La casa estaba semidestruida, con la zona inferior completamente inundada en torno a los pilotes que la sostenían, pero el anfitrión no esperó a tenerla en condiciones para empezar a habitarla y llamó a festejar apenas se hubo instalado. Fue como un mini Woodstock isleño: asistió gente de las islas y también del continente, había centenares (alguien dijo miles) de personas, muchas de ellas fans de la banda punk-tropical Kumbia Queers que tocaría sobre un improvisado escenario al fondo del terreno.

Se conectaron los parlantes, se encendieron todas las luces de casa y muelle, y de pronto se cortó la energía. Causa desconocida. Era un corte que afectaba sólo a esa parte de la isla, así que al ver luz en otras zonas algunas salieron corriendo a buscar cables para pedirle una conexión a gente vecina. Entretanto se encendieron fogatas y porros, se destaparon botellas, se tararearon canciones a capella, algunas se pusieron a nadar en tetas o en bolas porque la noche era cálida, pleno verano.

Después llegó la luz. Gracias a un par de largos cables que se extendieron a más de ciento cincuenta metros, la banda pudo empezar a tocar. Y bailamos. O más bien chapoteamos, haciendo pogo sobre el fango de ese terreno bajo con pozos siempre saturados de agua, un agua tan sagrada como contaminada que llenaba las piernas de lodo, los pies hundidos hasta los tobillos, toda la gente sucia, feliz y embriagada por esos momentos únicos que otorgaba el pantano, revolcando los cuerpos en el barro. Al día siguiente le cayeron a Gumier Mayer las lógicas quejas de vecinos por ruidos molestos, por la venta de alcohol y la presencia de menores. Pero quién le quitaría lo bailado.

¿Qué decir para estas fechas? ¿Buen año a pesar de todo? Va a ser difícil

Conocí a Gumier cuando era columnista de la revista El Porteño y diagramador de la Cerdos & Peces, en cuya tapa alguna vez salió vestido de drag queen con el seudónimo de “Brunilda Bayer”. En los 80 empezó a mostrar sus obras e intervenciones en el circuito under porteño junto a performers como Batato Barea y Alejandro Urdapilleta, entre otros, y en los 90 fue el mítico curador y descubridor de artistas en la galería del Centro Cultural Ricardo Rojas. Nacido en 1953, se fue de esta existencia en diciembre de 2021. Una muestra que se inauguró hace dos semanas en el Museo Nacional de Bellas Artes, curada por Natalia Pineau, recorre su producción artística, activista y periodística en la década del 80, aquella de las fiestas que emergían del freezer durante la posdictadura: una pizca de nostalgia para reavivar este alicaído cambio de año que no califica como cambio de época y que por ahora parece una pesadilla de retorno a lo peor del pasado. 

¿Qué decir para estas fechas? ¿Buen año a pesar de todo? Va a ser difícil. ¿Sonrían hoy que mañana será peor? Muy para abajo. ¿O saludar como ese villancico español que parodia la prescripción bíblica: “bebamos y follemos, que mañana moriremos”? Más creatividad es preciso. Brindar por mejores fiestas. Happy fucking new year. Y que no nos quiten el arte.

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