No hay heroísmo sin traición

No hay heroísmo sin traición. Y a veces esos sustantivos coinciden en un mismo nombre, sea por calumnia, por error propio o ajeno, por desliz u omisión. El asesinato del poeta salvadoreño Roque Dalton hace cincuenta años, en mayo de 1975, a manos de sus propios compañeros, es una de esas paradojas trágicas. En Roque Dalton: correspondencia clandestina y otros ensayos, el escritor Horacio Castellanos Moya revisó las cartas que el célebre poeta enviara a su esposa y las respuestas de ella antes de que él cayera bajo la doble e inverosímil acusación de ser tanto un agente de la CIA como un “payaso” infiltrado en la guerrilla salvadoreña por los servicios de inteligencia cubanos. En realidad, fue víctima de una conspiración en los comienzos de la guerra civil que asoló a El Salvador por más de una década.
Esa lectura me recordó a otras víctimas de aquella guerra cruenta y absurda. A fines de los 70 conocí a dos jóvenes enemigos que se habían vuelto amigos en su huida del combate, uno como desertor del ejército salvadoreño y el otro como desertor del Frente Farabundo Martí. El desertor del ejército había entrado como voluntario y llegó a servir como cabo; el otro no dio detalles de lo que hizo en la guerrilla. Cada uno por su lado, cruzaron sin conocerse las fronteras de Centro América y México hasta entrar ilegalmente a Estados Unidos. Uno vadeó el Río Bravo escondido debajo de un puente y el otro cruzó oculto en el baúl del auto de un “coyote” hacia Texas. Allí fueron interceptados por la policía de Migraciones y encerrados en un campo de detención. Pero poco antes de ser deportados, una comisión de cuáqueros y otros pacifistas de Canadá los eligió al azar entre una multitud de detenidos y fueron a parar a la comunidad rural en la que yo vivía. La deserción, la cárcel y el exilio los habían hermanado. Tuvieron que adaptarse a un país en el que verían por primera vez, asombrados, la nieve y el granizo.

Ambos, el exsoldado y el exguerrillero tal vez habrán querido ser héroes y terminaron como traidores para sus respectivas fuerzas; ambos se arriesgaron a ser atrapados en medio de su fuga y de sufrir las consecuencias. Uno desertó porque, decía, se horrorizó ante las prácticas de los militares que podían llegar a dejar los cadáveres de los torturados en plena calle con los párpados cosidos con alambres para que sirvieran de escarmiento. El otro no llevó al exilio relatos tan escabrosos pero la guerrilla también cometió crímenes insensatos. Como el asesinato de Dalton.
Quizá este marchó encandilado por sus ideas e ilusiones, como las de tantos otros fascinados por el mito del “guerrillero heroico”, al encuentro con su sino. Dalton había ganado el premio de poesía Casa de las Américas en 1969 y fue en Cuba donde tomó la opción de unirse a la lucha armada y donde recibió entrenamiento militar para luego ingresar clandestinamente a su país. Allí le escribiría cartas a su esposa Aída Cañas, con mensajes cifrados y nombres falsos. Se suponía que estaba en México, en Vietnam o en cualquier otro lugar menos oculto en El Salvador. Y fue justo en esos años cuando se cocinó la conspiración interna que llevaría a su muerte en manos de sus camaradas de armas.

En las cartas a su esposa se despliega la historia de enredos de las mujeres de dos de los jefes del grupo que lo condenó, unas “guerrilleras veinteañeras con veleidades de primeras damas”, según dice Castellanos Moya, que con sus rivalidades, envidias y rumores instigaron a que esos jefes detuvieran a Dalton, lo enjuiciaran en forma sumaria y lo sentenciaran a muerte. Quien dirigió la ejecución fue Alejandro Rivas Mira, un guerrillero doce años menor que Dalton que había sido amigo íntimo de este y de su esposa cuando vivían en Cuba, y a quien estos le habían dado todo su apoyo para que se instalara en La Habana. A Dalton lo mataron en una casa clandestina y su cadáver nunca fue hallado: fue uno de los tantos (más de 75.000) muertos que causó esa guerra.
El propio Castellanos Moya, exiliado en México durante diez años, también había sido acusado de ser agente de la CIA por haberse ido del país en aquellos años. Eran tiempos de acusaciones mutuas y expulsiones rápidas, de leyendas heroicas y dogmas indiscutibles. Años del “compromiso”, el mandato de que el escritor debía convertirse en un “hombre de acción” capaz de jugarse y ocupar su sitio como combatiente en las primeras trincheras.
“Cuando me han preguntado por qué mi generación se fue a la guerra”, escribe Castellanos Moya, “la tentación ha sido siempre recurrir a los argumentos políticos, sociales y económicos: la represión, la exclusión, la explotación. Sí, pero todas esas palabras agudas no alcanzan a explicar ese entusiasmo por la acción, esa disposición para morir y matar que de pronto prende en un individuo hasta entonces ajeno a la política, esa pasión por entregar la vida a una causa revolucionaria que de súbito posee a un joven poeta cuya sola ambición ha sido la literatura”.
Finalmente, a principios de los 90 el conflicto terminó, por mediación de la ONU el gobierno y la guerrilla negociaron y firmaron un acuerdo de paz, luego llegaron los años en que proliferaron el narcotráfico y las pandillas, la concentración de la riqueza y el aumento de la pobreza, nuevas formas de violencia y autoritarismo hasta desembocar en El Salvador actual. ¿De qué habrá servido aquel derramamiento de sangre? ¿Fue la ingenuidad, el dogmatismo, la ceguera que suelen dar las certezas lo que hizo que Dalton avanzara hacia la muerte en manos de sus propios compañeros tan desprevenido como Julio César cuando se dirigió al lugar donde lo esperaban los puñales de sus amigos? O tal vez fue esa “forma secreta del tiempo, un dibujo de líneas que se repiten” como observó Borges en su “Tema del traidor y del héroe”, ese cuento sobre la ejecución de un héroe de la independencia irlandesa que también supo ser un traidor.
Sólo quedan preguntas. Esas que son suprimidas por las frágiles pero implacables certezas de toda guerra.
OB/DTC
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