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QUÉ VER

De cómo una joven desdichada y una familia herida por un duelo bloqueado, se salvan mutuamente

Miradas premonitorias.

Moira Soto

15 de octubre de 2025 09:41 h

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He aquí una de esas contadas películas que se quedarán rondando en tu cabeza durante un tiempo, dándole posibles interpretaciones a las elipsis de la narración, a las informaciones que se reserva el autor. Una película para comentar con quienes la haya visto y para recomendar. De una extraña, inquietante seducción.

Se suele decir que los grandes directores hacen siempre el mismo film con variaciones, aseveración que bien podría cuadrarle a Christian Petzold ( sus obras más recientes: Undine, Cielo rojo) que, en esta oportunidad elige el aparente minimalismo de una historia que se va contando a medias, dejando caer señales sutiles, efectuando cortes bruscos para ir a lo esencial con la mayor síntesis. Como de costumbre en Petzold, ninguna acción, ningún objeto a la vista, ninguna línea de diálogo, ningún movimiento de cámara, estarán librados al azar.

Cuando en los primeros tramos, Laura, la joven protagonista, va como ausente en el coche junto a su novio y otra pareja, se escucha un tema de los ’80, You Go to My Head, por la holandesa Mathilde Santing. Alguien le pregunta a L en qué clave está esa canción y ella responde sin dudar: en si bemol mayor. Así, de un personaje del que solo conocemos su expresión de malestar cuando mira desde un puente el tránsito o al acercarse al borde de un río, entendemos que lo suyo es la música, aunque todavía no sabemos que es pianista. Y que, en algún momento va a tocar Miroirs Nº 3. Une barque sur l’océan, de Ravel. Una música impresionista, fluida, sin un centro tonal, de arpegios amplios, que exige habilidad y virtuosismo para esa barca que ondula sobre el mar, entre olas y reflejos. El agua, que suele estar presente en las obras de CP –que hasta le dedicó un film al mito actualizado de la ondina– aquí aparece en aquella visión del río, en la canilla que gotea insistentemente, en la mención de otro río en donde Tom Sawyer quiere ir a pescar. Una cita de Betty que retrotrae a la infancia de esa mujer madura que hospeda a Laura después del accidente en el que muere su novio áspero, cuando ya ha habido una suerte de reconocimiento entre ambas mujeres juntadas por el ¿azar?

Paula Beer, irresistible protagonista.

Saliendo de un laberinto de confusión y dolor

En Espejos…, una cinta poblada de reflejos, se han encontrado vinculaciones viables con Persona (1966), de Bergman, o con Teorema (1968), de Pasolini. Esta reseña prefiere subrayar el parentesco con La doble vida de Verónica, hermosa obra de Krzysztof Zanussi, donde dos mujeres con el mismo nombre y aspecto muy parecido, viven vidas paralelas en Francia y en Polonia, ambas dedicadas a la música. Véronique y Weronika, maravillosamente actuadas por Irène Jacob. Una de las dos muere, acaso para salvar a la otra. Un film tocante y enigmático del cual comentó el director: “El reino de la adivinación, los presentimientos, la intuición, los sueños… Todo esto es parte de la vida interior del ser humano, y es muy difícil de filmar”.

Una madre (Barbara Auer) en busca de una hija ausente.

Bueno, Zanussi encontró su propia manera; y ahora Petzold lo hace a la suya. Es decir, mediante omisiones, toques intrigantes que no se despejan, con mínimos datos sobre sus cuatro personajes centrales que encuentran a un director que les insufla vida propia y los mete en un laberinto de confusión y dolor a resolver. Por suerte para ellos/as –y para nosotros–, CP quiere bien a sus personajes, comprende sus razones, sus sentimientos, sus flaquezas y sus fortalezas. Y les abre caminos sin facilidades y sin demagogia, pero que los llevarán, según cada caso, a la asunción de un duelo, a la recomposición, a salirse de estado cómodo de negación de la crisis y a retomar un compromiso artístico. Ellas y ellos, estupendamente actuados por la impagable Paula Beer, secundada por Barbara Aueer, Matthias Brandt y Enno Trebs.

Matthias Brandt como el padre extrañado.

Laura, desencantada, bajoneada en el inicio, regresa del río habiendo perdido su bolso (parte de su identidad) y acepta de mala gana hacer un viaje corto con su novio bastante zoquete y una pareja amiga de él. Cuando ya están en el lugar, ella pide volver y él se dispone a acercarla en coche a una estación cercana. Por el camino, en el borde, hay una mujer madura –que Laura ya había avistado a la ida– pintando la cerca. El auto la roza y a los pocos segundos derrapa. El conductor muere en el acto, Laura es asistida por la mujer, Betty, que la lleva a su casa, aislada en medio del verde. Cuando llega la ambulancia, la chica, apenas con un rasguño en la espalda, pide quedarse. Betty, inexplicablemente contenta, le prodiga cuidades maternales, vela su sueño leyendo, le deja ropa y calzado usados a su medida…

Enno Trebs ante un dilema moral.

Así es el punto de partida de una historia que va sugiriendo el estado de cosas de una familia –el marido y el hijo de ambos viven aparte– disgregada por una ausencia que no se nombra (aunque está claro que Betty es la más extraviada), y de una mujer joven que encuentra refugio en la casita del bosque de los cuentos de hadas. Como señaló un crítico francés: una Ricitos de Oro que llega al hogar de la familia de los tres osos (padre, madre y un hijo), que han salido a dar un paseo mientras se enfría la comida. En una de las versiones, Ricitos se queda un tiempo con esa familia, juega con el osito, hasta que entiende que debe regresar a su casa, con su padre y su madre.

Un momento de felicidad.

Comer, beber, reparar

Precisamente, la comida cubre espacios significativos en Espejos…: a Laura le gusta cocinar y sus albóndigas a la Königsburg reúnen a la familia por primera vez en mucho tiempo; Betty pide a marido e hijo que traigan vino; en otra oportunidad, será la tarta de ciruelas motivo de degustación y de discusión sobre cuál es la mejor masa, si la de levadura o la quebradiza; el café, la cerveza circulan con frecuencia. 

La comida deviene, según la ocasión, factor de indescifrable coincidencia o de puro placer, de acercamiento o rechazo (cuando irrumpe un perfume de incesto), finalmente de reunificación (ya que estamos en Alemania) armoniosa, de reparación. “Cuando no se tiene una vida verdadera, se la reemplaza por espejismos”, dice un personaje de Chejov en La Gaviota. En este reciente estreno, el padre, el hijo, Betty y Laura comenzarán a superar los espejismos, que solo permanecerán sublimados en la preciosa composición de Ravel.

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