El camaleón de las 500 identidades falsas que engañó al FBI

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“Desde que tengo memoria o tal vez antes. Creo que siempre quise ser alguien más”. Un hombre mira a la cámara. Tiene el pelo rapado, los ojos grandes. Sonríe y en ese gesto se le ven las paletas separadas, su rasgo inconfundible y tal vez el más permanente. Es Frédéric Bourdin –al menos durante el rato en el que habla para el documental El impostor (2012, con dirección de Bart Layton) que cuenta una de sus andanzas más impactantes–, el hombre apodado por los medios franceses como El Camaleón justamente por su enorme capacidad para mutar, convertirse en otros y engañar a multitudes. 

Del FBI a los agentes de policía de varios países europeos (en España, Alemania, Italia, Portugal, Dinamarca y Austria, según confesó); de sus compañeros de escuela hasta la familia de un adolescente que había sido denunciado como desaparecido en los Estados Unidos: todos invariablemente cayeron en las trampas de este impostor extremo, una suerte de abanderado del gremio, que llegó a asumir más de 500 identidades falsas a lo largo de sus 46 años de vida.

¿Su especialidad? Fingir amnesias, simular ser retraído, convencer a algunos adultos de su desamparo y, sobre todo, presentarse como algún niño perdido que después de un tiempo de búsqueda reaparece, como hizo en 1997, en uno de los casos más resonantes que protagonizó. 

Tres años antes, en San Antonio, Texas, la familia de un chico de 13 años llamado Nicholas Barclay había denunciado que el adolescente, después de jugar con sus amigos una noche al básquet en la calle, no había vuelto a su hogar. Hubo búsquedas torpes, algunos carteles con su cara –los ojos celestes saltones, el pelo rubio, la mirada altiva–, pero no se supo más de él.

Hasta que un día sonó el teléfono: desde España, le aseguraban a la hermana de Nicholas que el adolescente había sido encontrado allí traumatizado, que lo había secuestrado una red internacional de explotadores sexuales y que debían ir a buscarlo de inmediato.

La fuerza del engaño

Frédéric Pierre Bourdin nació en 1974. Su madre, una adolescente entonces de 18 años, lo tuvo en un suburbio de París. Tal como relató el cronista David Grann para un memorable artículo de la revista The New Yorker que reconstruye la vida del Camaleón, “en los papeles oficiales el padre de Frédéric figura siempre con una X, lo que significa que su identidad era desconocida”. Pero la propia Ghislaine le contó a Grann que ese “X” era un inmigrante argelino de 25 años llamado Kaci, que nunca llegó a tener contacto con Frédéric.

La mujer contó también en esa nota que después de vivir con su hijo un par de años, lo envió a la casa de sus padres, en Nantes, con quienes estuvo hasta la adolescencia. Fue por esos días que empezaron las imposturas de Bourdin. A los compañeros de escuela les decía que era el hijo de un agente secreto británico y les inventaba historias fantásticas sobre sus antepasados.

A los 16 años los abuelos lo mandaron a vivir a un internado, del que se escapó. Huyó a París, volvió a vivir en un orfanato y desde ese momento pasó a ser una especie de trotamundos. Cada tanto se aparecía ante la policía de alguna ciudad europea, daba un nombre falso –se presentó como Jimmy Morins, Alex Dole, Arnaud Orions, Giovanni Petrullo, Michelangelo Martini, Bejamin Kent, entre otros–, pedía que lo ayudaran, aseguraba que estaba enfermo, decía que había perdido la memoria. Hasta que algún investigador, después de dar muchas vueltas, daba con su verdadera identidad y lo devolvía a su país de origen.

Cuando cumplió 18 años y para la ley ya era mayor de edad, Bourdin empezó a fingir ser más chico: a más imposturas, menos iba quedando de su propia identidad.

En una ocasión, simuló sentirse mal en una estación de trenes francesa, en Langres. Como no hablaba y nadie terminaba de entender lo que le ocurría fue internado en un hospital infantil. Allí le pidieron que escribiera en un papel qué era lo que necesitaba. “Un hogar y una escuela, eso es todo”, garabateó.

En 1997, haciéndose pasar por un turista que había encontrado a un chico perdido en la calle, Bourdin –que para entonces tenía 23 años–, llamó desde un teléfono público a la estación de policía de la localidad española de Linares. Al llegar, los agentes se encontraron con un joven conmocionado, con ropa enorme, que apenas podía hablar. Pasaron unos días hasta que, supuestamente más compuesto, el impostor dijo que era estadounidense y que necesitaba contactarse por teléfono con su familia.

Cuando cumplió 18 años y para la ley ya era mayor de edad, Bourdin empezó a fingir ser más chico: a más imposturas, menos iba quedando de su propia identidad.

Convenció a trabajadores sociales, fiscales y policías y lo dejaron instalarse en las oficinas de una dependencia oficial. Desde allí empezó a llamar a los Estados Unidos, a diferentes unidades de rastreo de niños desaparecidos. A todos les dijo que se llamaba Jonathan Dorian, que era un policía español y que estaba frente a un chico estadounidense perdido. Así fue como dio la historia de Nicholas Barclay. No tardó mucho en convencer a un oficial de que le mandara, por fax, un retrato de ese niño del que no se había sabido más desde aquella noche en que se fue a jugar al básquet.

Cuando lo recibió, le pareció que era una identidad que le gustaba (en la descripción leyó que Nick tenía tatuajes, decidió hacerse algunos de manera casera; supo que era rubio, entonces se tiñó) y no dudó en adoptarla. Al día siguiente, convenció a las personas que lo tenían bajo custodia: él era Nicholas, había sido secuestrado tres años antes por una red de explotadores sexuales y quería volver a su país.

Ser alguien

Pasaron algunos días entre que el impostor encontró la identidad que iba a tomar y que las autoridades españolas –sumadas a los diplomáticos estadounidenses radicados en Madrid y unos agentes del FBI– convocaron a la familia de Nicholas para que fueran a buscar al supuesto menor (el adolescente tendría entonces 16 años) a Europa. 

Por esas horas, Bourdin aprovechó para estudiar un poco ese personaje que iba a encarnar. Se asustó cuando notó en una fotografía a color que Nicholas tenía ojos celestes intensos porque los suyos eran marrones. Se inventó una historia: que los secuestradores, además de golpearlo y de cometer todo tipo de abusos en su contra, le habían aplicado una sustancia que le había afectado la vista. También dijo que lo obligaban a olvidarse del inglés, por lo que su acento había cambiado levemente.

Carey Gibson, hermana de Nicholas, viajó con ilusión al reencuentro de su hermano en España. Lo notó cambiado, según cuenta en el documental El impostor, pero lo atribuyó a los tormentos que había recibido a lo largo de esos tres años de ausencia.

Bourdin se sacó la foto para su pasaporte nuevo: era Nicholas Barclay y junto a su hermana se subió a un avión que lo llevó a los Estados Unidos. En el aeropuerto los esperaba el resto de la familia y un amigo que, con una filmadora, registró el momento. El nuevo Nicholas, cubierto de ropa, con gorro y anteojos, era muy distante.

Tal como Bourdin cuenta en el largometraje – que fue premiado con un Bafta y exhibido en el Festival de Cine de Sundance– aunque sintió miedo porque físicamente no se parecía a Nicholas, vivió aquello como una suerte de “segunda oportunidad”. Tuvo un cuarto, una casa, una familia un poco disfuncional, pero atenta a sus necesidades. Después de tantos días de vivir sin rumbo, por fin podía cumplir el sueño americano. En su descripción: “subir al bus amarillo para ir a la escuela todos los días”.

Por lo impactante de la historia, el FBI quiso saber más sobre la presunta red que había secuestrado al joven y Bourdin fue sometido a distintos interrogatorios y pericias. Fue justamente un psiquiatra y experto en trauma el que empezó a dudar. No le cerraba el marcado acento francés con el que el joven hablaba.

Los Barclay, sin embargo, seguían sus días con el supuesto Nick en casa y preferían que los investigadores no siguieran indagando. Ni siquiera querían que al joven le hicieran un análisis para confirmar su ADN. Ante esa negativa, las personas detrás de la investigación pasaron a pensar que quizás la familia estaba involucrada de alguna manera en la desaparición de Nick.

En paralelo, un investigador privado iba también tras las huellas del caso: comparó las orejas  del niño de 13 años desaparecido con el hombre que ahora circulaba por las calles de San Antonio. No encontró punto de comparación posible: eran dos personas muy distintas.

Finalmente, el impostor fue descubierto. Luego de cruzar datos de uno y otro lado del Atlántico, se supo que Bourdin era buscado desde hacía varios años por la Interpol por suplantación y falsificación de numerosas identidades.

Los Barclay, sin embargo, seguían sus días con el supuesto Nick en casa y preferían que los investigadores no siguieran indagando. Ni siquiera querían que al joven le hicieran un análisis para confirmar su ADN

Por el caso Barclay pasó algunos años en la cárcel. Incansable, desde allí llegó a hacer llamados simulando ser alguien que contaba con información sobre numerosos niños perdidos. En varias entrevistas llegó a afirmar que la madre y un hermano de Nicholas, de quien no se supo más hasta la actualidad, estaban detrás de su desaparición, algo que no se pudo confirmar.

Al salir de prisión en 2003, Bourdin volvió a Francia, donde nuevamente usurpó identidades y volvió a ser descubierto (simuló ser Léo Balley, un adolescente francés que había desaparecido en 1996 y también llamarse Francisco Hernández Fernández, un huérfano español). 

Para entonces, su historia se empezaba a escribir en varios lugares: el periodista Christophe D’Antonio publicó el libro Le Caméleon en 2005, que fue llevado al cine más adelante, y en 2008 la New Yorker le dedicó varias páginas.

“La gente siempre me pregunta: ‘¿Por qué no te hacés actor?’ Creo que sería muy bueno, como Arnold Schwarzenegger o Sylvester Stallone. Pero no quiero interpretar a alguien. Quiero ser alguien”, le dijo a esa revista estadounidense.

A partir de entonces, y sobre todo con el lanzamiento del documental de 2012 que cuenta parte de su historia, Bourdin se mueve como si hubiera entendido que su verdadera identidad es la de una auténtica estrella de la impostura.

Se casó en 2007, vive en Francia y tuvo tres hijos. Con frecuencia se muestra en TikTok bailando con ellos. También habla con sus supuestos fans en su canal de YouTube (llegó a dejar un mensaje especial para los argentinos). Y sonríe.

AL