Ensayo general

Los malos de nuestras propias películas

0

Hace ya unos días vimos con mi novio Cómo ser feliz, el documental protagonizado por Ofelia Fernández, coescrito por ella y Agustín Valle, con producción de Corta y Fundar, sobre el uso de redes sociales en su generación. Leí, desde entonces, muchas discusiones sobre él, sobre todo en relación con las estadísticas que cita y la actualidad, en general, del material utilizado para hablar sobre el impacto del uso masivo del smartphone en jóvenes y adolescentes. A mí me resultó entretenido (el carisma de Fernández, formada como actriz, es uno de los elementos clave), incluso si de a ratos se me hacía un poco rápido a mí que no tengo el hábito de pasar los videos de gente hablando a 2X. De todas las conversaciones que estuve leyendo sobre el tema, la única en la que me animo a terciar, y quizás la que más me interesa, es una que en realidad estuve teniendo en distintos grupos de amigos sobre la política de los sentimientos que aparece en el debate de las pantallas, sobre todo cuando involucra a niñas, niños y adolescentes.

Cuando digo política de los sentimientos me refiero a los distintos afectos que aparecen cuando nos preguntamos qué hacer con las pantallas: se habla mucho de la ansiedad y la depresión, sobre todo, pero menos de “sentimientos morales” como la culpa o la indulgencia. Pienso que en muchas discusiones contemporáneas el celular ha tomado el lugar del vicio (que en otras épocas encarnaba con más claridad, por caso, el cigarrillo), y no solo entre la progresía o las élites. Estoy con una obra en mi casa, y hace un par de semanas escuché una conversación entre el electricista y el pintor que iba en esa misma línea: el pintor contaba que prefería trabajar con una mano y contestarles a todos los clientes que le quemaban la cabeza con la otra mano durante el horario laboral, aunque a veces le resultara muy engorroso, que llegar a la casa y seguir con el aparatito pegado; “prefiero desenchufar, mirar una película, charlar con mi mujer”. Contra lo que piensan algunos privilegiados que creen que la gente que no vive de freelancear en Palermo “solo se preocupa por comer”, en lo que respecta a este vicio estamos todos en situaciones más similares de lo que parece.

El vocabulario que utilizamos para hablar del modo en que nos permitimos o restringimos el teléfono me recuerda, ahora que lo pienso, no tanto al cigarrillo sino quizás incluso más a la conversación sobre dietas. El cigarrillo es malo y punto: el horizonte es dejarlo, y una vez que se lo deja, no recaer. El celular, en cambio, parece ser más bien como la comida: para la mayoría de las personas normales es imposible prescindir completamente de él (la mayoría de los trabajos, sino todos, hoy implican algún grado de conexión al mail o WhatsApp: lo mismo mandar chicos al colegio u organizar el cuidado de padres ancianos), pero percibimos socialmente que hay una virtud en saber manejar el apetito y no entregarse al scroll, igual que a los postres. No me extraña: el gran ideal moral de nuestra época es el del autocontrol y el equilibrio. Hasta los traperos que cantan sobre drogas se benefician de mostrar que balancean esas noches de gira con una familia unida o corriendo todas las mañanas. Las flacas aplaudidas son las que pueden mostrar que también “sueltan” y se comen un helado, o se permiten no entrenar si están embarazadas (véase el caso de Sol Pérez, criticada por no saber cuándo parar con el fitness).

La pregunta es siempre la de Lenin: ¿qué hacer? ¿Está mal, acaso, intentar tener una vida más o menos equilibrada entre indulgencia y restricción? ¿Qué significaría eso en relación con las pantallas, y sobre todo, qué significaría en el caso de la relación con las pantallas que tienen las niñas, los niños y los adolescentes? Entre mis amigos, colegas y conocidos circulan dos discursos, aunque no sé si con la misma pregnancia. Uno es el clásico discurso de la prohibición y la disciplina, al menos como ideal, que hoy parece estar francamente en picada: el tiempo de pantalla es netamente malo para el desarrollo de un niño (y casi que también para la salud mental de los adultos), y entonces la intención debe ser ir a la restricción total como horizonte. Digo “intención” y “horizonte” para resaltar la dificultad fundamental de este enfoque incluso para sus propios partidarios (entre los que me incluyo), que es la realización práctica. Me cuesta restringir mi propio uso de redes sociales. En relación con los niños y niñas, es inevitable notar que quienes dicen que es “fácil” manejar el tema con los chicos casi siempre tienen hijos muy chiquitos. Por supuesto que puede ser relativamente fácil que un chico de dos años no entienda al ipad como un juguete; igual que es mucho más fácil controlar, por caso, lo que come un chico de dos años que un chico de ocho, y ni hablar un adolescente.

A medida que niños y niñas van pasando más tiempo en otras casas y en otros contextos y teniendo más autonomía (lo cual, quede claro, es un proceso positivo y que deberíamos, en todo caso, reforzar y no resistir), es obvio que sus padres van perdiendo control sobre sus consumos, y los consensos sociales van importando más. Por eso es tan importante la escuela, la legislación y también la sociedad en general; volviendo al otro caso paradigmático, lo vimos con el cigarrillo. La prohibición de fumar en interiores produjo efectivamente cambios muy claros (medibles y medidos) tanto en la percepción social de la actividad de fumar como en la vida cotidiana de fumadores y no fumadores. Pero reitero, el celular se parece más a la comida que al cigarrillo: como no podemos sacarlo de nuestras vidas, tenemos que aprender a dosificarlo. La dosis bien puede ser cero en el caso de las niñeces, pero para todo lo que es adolescentes y adultos no tenemos atajos: hay que aprender a tomarse una sola y no tomarse veinte, y cualquiera que tenga un vicio sabe que no hay nada más difícil.

Pero quizás me interesa más el otro discurso, uno menos claro y más nuevo, pero bastante popular: el de la indulgencia, la necesidad de ser “menos duros con nosotros mismos”. En el fondo el discurso de la indulgencia es hijo del de la restricción: no existe “me merezco un gustito” si no se tiene noción de dieta. Sin embargo, es un hijo tardío y muy de época: creo que hay algo muy actual en ese modo de procesar la exigencia, tanto con uno mismo con los propios hijos o con otras personas en general. En las últimas décadas ha ido tomando forma una especie de devaluación de la culpa y la vergüenza, supongo que como forma de criticar al discurso religioso, pero también a todos los discursos superyoicos, como el del éxito: la culpa y la vergüenza son sentimientos malos, que hay que combatir tanto como al cigarrillo, la ansiedad o la depresión. Hacen mal, te ponen triste y no sirven para nada. Tiendo a discrepar sobre todo con lo último: creo que en cualquier caso la culpa y la vergüenza hacen mal en exceso, o cuando lo que te da culpa o vergüenza es algo que no le hace mal a nadie, ni siquiera a vos, como tener sexo, comer una porción de torta, bajarse de una reunión social, pedir un aumento en el trabajo o reclamar, en general, que te traten con respeto. Pero incluso desde un punto de vista laico y libertino creo que la culpa y la vergüenza cumplen funciones sociales que hasta ahora no hemos podido reemplazar con nada: está bien que te dé vergüenza maltratar a alguien públicamente, y de esa vergüenza quizás podés aprender a que te dé culpa maltratar en privado y dejar de ser, entonces, una persona que maltrata. Está bien que te dé culpa entregar tarde un trabajo si esa demora perjudica a un montón de gente y vos solamente te quedaste scrolleando en Instagram; no hace falta que te flageles, pero registrarlo, pedir disculpas y tratar de no volver a hacerlo es, bueno, una mejor manera de vivir en sociedad que sencillamente decir todas las veces “está muy difícil todo amiga seamos buenos entre nosotros”. Me pregunto si hay forma de educar para esa culpa y esa vergüenza ahorrándoles a nuestros niños, niñas y adolescentes las neurosis atadas a esos sentimientos que dejan algunas crianzas demasiado represivas; me pregunto, también, si quizás esas neurosis son buenos costos a pagar, y el problema no es que no queramos que los paguen ellos, sino no aguantarnos pagarlos nosotros, ser los malos de la película; incluso a veces, cuando ya no se trata de ningún niño, los malos de nuestras propias películas.

TT/MF