Y DESPUÉS ES AHORA Narraciones

El niño proletario

0

Mi tío les decía “maricong” a mis primos si no se animaban a algo o si, acaso, se les ocurría llorar. Pero por mucho menos también. Era “maricón” lo que les decía, pero la violencia en su tono hacía que a la ene se le agregara una g, maricong. No era una palabra que estuviera acostumbrada a escuchar por fuera de eso, no sabía tampoco qué significaba pero sí podía percibir su poder de daño en las caras de mis primos, que empezaban a patear la pelota con los ojos cada vez más rojos y los hombros cada vez más hundidos. El dolor de ellos era traído por esa palabra y la violencia con la que era dicha, esa palabra nos cargaba a todos de dolor.

A mi prima, las pocas ocasiones en las que me quedé a dormir, le decía cosas del orden de “mirá como se peina ella, vos siempre con ese pelo así”, comparaciones a las que tampoco estaba acostumbrada con una carga que tampoco: ¿por qué me usaban a mí de excusa para herir a alguien más? Y otra vez, el poder del daño de una palabra en el rostro de los demás. La cara de mi prima, el clima de mierda instalado para todos, esto no puede estar bien. 

Es posible que a esos chicos a los que les pareció una buena idea matar a patadas a un muchacho que no conocían también les hayan dicho mucho “maricong” o cosas peores cuando mostraban sensibilidad o sólo porque sí. También es posible que hayan escuchado mucho el “negro de mierda” dentro de sus propias casas. También es probable que tuvieran a una señora trabajando dentro de la casa a la que trataran bien o no tanto pero que nunca fuera como ellos, incluso viviendo bajo el mismo techo, que nunca sería el de ella, claro.

Y acaso los trataron muy mal en sus casas pero acaso no y siempre tuvieron -y bastante- de comer, y tuvieron piletas en sus jardines en las que se zambulleron en largas tardes de verano y cumpleaños en salones y play stations y vacaciones en costas de este país o de otro. Y si así fue y no tuvieron un padre que dijera “negro de mierda” o “maricong”, seguramente tampoco tuvieron un padre que les hiciera darse cuenta o sentir que el otro, por más que no sea de su familia, tiene un valor, por esa ridícula idea, también patriarcal, de que la familia es lo más importante y vale más que lo demás. Porque si la vara es que la vida de los propios, de los de sangre, vale más que la de los demás, vamos fritos y no hay empatía posible y lo psicopático pasa a ser la sociedad y no cada caso individual.

Hace poco más de veinte años en el Sportivo Teatral, la sala de teatro que tenía Ricardo Bartís en el barrio de Palermo, se podía asistir a una velada que se llamaba Teatro proletario de cámara. Eran monólogos con textos de Osvaldo Lamborghini dichos por un selecto grupo de actrices y actores. Todo sucedía en un espacio no más grande que una habitación no demasiado grande. El espectador estaba confinado, expuesto a una intimidad aterradora con esos actores, con esas palabras. Uno de los monólogos tenía ese poder que a veces tiene el teatro de trascenderlo todo y dejar de ser teatro y pasar a ser (la) vida y sufrir como si eso que se está contando sucediera y no dejara de suceder en todos lados todo el tiempo. Luis Machín, de smoking negro y camisa blanca impecables, con un cigarrillo en la mano si no me equivoco, ¿encendido, apagado? ¿Era un cigarrillo? Algo tenía en su mano, Luis Machín y sus ojos color de hielo, que acaso ni siquiera lo sean pero en ese monólogo sí, para ese monólogo sí, Luis Machín en esa habitación, decía “El niño proletario”. Era insoportable de ver, era insoportable de oír. Recuerdo el dolor de cada una de esas palabras, lo revulsivo, la impresión. En estos días de seguir el juicio a los victimarios de Fernando Báez Sosa, el cuento de Lamborghini encarna una vez más, y en palabras de Borges en su “Emma Sunz”, aunque las circunstancias, la hora, y uno o dos nombres propios sean otros, es el insoportable relato de El niño proletario, una y otra vez, solo que esto, lo de Gesell, no es alegoría.

En su libro Ante el dolor de los demás, Susan Sontag trabaja, más que nada, sobre la fotografía: el instante que detiene y recorta el, en este caso, sufrimiento o muerte de alguien, y cómo el que mira, consume esa información, ese hecho, esa verdad. Pienso, cuando la leo, que el juicio por este asesinato en grupo se monta sobre varios videos que existen desde el momento del hecho hasta el día de hoy y que absolutamente todos hemos visto una y otra vez. De hecho, son pruebas a las que se recurren en el juicio, y que la justicia obtuvo de los medios, es decir: fue (material) antes público que de la justicia. Y ahora lo que se hace o debe hacer en el juicio, por lo que entiendo, es no darle entidad de “verdad” a esos videos, sino tomarlo como prueba pero no condenatoria, donde hasta puede ponerse en duda la identidad de cada quién, aunque la mayoría estaríamos de acuerdo en que algunas cosas de las que se ven son muy claras, mientras que otras para nada, y se pierden en el universo del pixel. Ahora esas imágenes en el juicio se convierten en palabras y en retórica y acaso lo que creemos haber visto no sea lo que nos digan que estamos o deberíamos estar viendo. Lo que debería juzgar “los hechos” va montado sobre la palabra y la representación. Tan fascinante como doloroso. Y enloquecedor. 

Pienso, también, y siguiendo la línea de Sontag que, a diferencia de la fotografía del partisano en el momento de ser ejecutado, el video es un documento infinitamente más doloroso en la medida en que cubre un lapso de tiempo en que esa muerte podría de algún modo ser evitada y sin embargo no. Me refiero a la de Fernando, pero también a la de George Floyd: en ambos casos no sólo alguien está filmando la secuencia, sino que hay varios testigos en torno al hecho pero nadie hace nada para evitarlo, porque no terminan de entender, de leer, que es eso lo que está por suceder, por parálisis, o por vaya uno a saber qué, nadie detiene a los victimarios, y el crimen se perpetra, frente a sus ojos, los de la cámara, y los nuestros, una y otra vez. Y esos segundos de tensión entre lo inevitable y lo implacable, son segundos ateridos de pánico, de dolor.

En su libro, Sontag, en referencia a una muestra de fotos de víctimas negras linchadas en pequeños pueblos en Estados Unidos, y en torno a la polémica de cuán necesario era exponer y consumir esas fotos, dice que “Se argumentó además que someternos a la penosa experiencia debería ayudarnos a entender que aquellas atrocidades no eran las acciones de ‘bárbaros’ sino el reflejo de un conjunto de creencias, el racismo, las cuales, al definir a un pueblo como menos humano que otro, legitiman la tortura y el asesinato. Pero quizás sí fueron bárbaros. Quizás así se nos aparecen los bárbaros. (Se parecen a todos los demás.)

Señalando lo anterior, lo que es ‘bárbaro’ para unos es el ‘sólo estoy haciendo lo que hacen todos los demás’ para otros. (¿De cuántos podemos esperar que obrarán mejor?) La pregunta es: ¿a quién queremos culpar? Con más exactitud, ¿A quién creemos que tenemos derecho a culpar?

El narrador de “El niño proletario” se presenta como el paroxismo de alguien sin empatía para quién los demás no son más que cosas, de las que puede disponer. “Con el correr de los años el niño proletario se convierte en hombre proletario y vale menos que una cosa”, dice el narrador despiadado en el cuento de Lamborghini. Creo, con fe, en que hay que tratar de evitar o combatir la maldad por la maldad. Creo, también, que el monstruo siempre está mucho más cerca o adentro de lo que nos atrevemos a admitir. Creo que la empatía no puede ser selectiva y si se decide empatizar y ponerse en el lugar del otro, esto tiene que ser válido en todos los casos. Creo que la empatía es un ejercicio, que como tal nunca está sencillamente conquistada. Creo que la empatía se ejerce y también, se enseña. Que es un modo de mirar, primero, de sentir luego y de actuar, después.

RP