La obsesión del espacio
Giovanni Drogo se está vistiendo en el cuarto de su casa materna para ir a ocupar un lugar en la Fortaleza Bastiani, donde, después de ser nombrado oficial, tiene que cumplir con su servicio. Cuando sale de la ciudad a caballo para dirigirse hacia el desierto donde está su lugar de destino, empieza percibir cierta nota amarga en el ánimo. La Fortaleza, de la que tanto le hablaron, parece no estar nunca a su alcance. Como en una aporía griega, se va alejando a medida que avanza. El desierto de los tártaros es una obra maestra de Dino Buzzati, una obra kafkiana sobre la presión que ejerce sobre nosotros cierta fuerza misteriosa que, parece, nos va a atacar de un momento a otro. No tengo mucha experiencia en colapsos nerviosos, pero vi lo que pueden producir.
Buzzati escribe como los dioses. Cuando Drogo está remontando una loma en ese incesante viaje a su lugar de destino, de golpe se hace de noche en el valle: “Miren a Giovanni Drogo y su caballo, qué pequeños sobre el flanco de unas montañas que cada vez resultan más grandes y salvajes. El sigue subiendo para llegar a la Fortaleza de día, pero más ligeras que él suben las sombras. En cierto momento se encuentran justo a la altura de Drogo en la vertiente opuesta de la garganta, parecen disminuir su carrera por un instante, como para no desalentarlo, después se deslizan hacia arriba por riscos y peñascos y el jinete se ha quedado debajo”. Más ligeras que él suben las sombras. Esa frase da una potencia a todo el párrafo.
En un momento, Drogo llega a la Fortaleza y lo que encuentra ahí es una cantidad de gente repitiendo hábitos día tras día, ruidos que no paran de canillas mal cerradas, pasadizos oscuros: no es una Fortaleza para vigilar una zona fronteriza, es una prisión que cierto grupo de hombres elige para soportar la existencia. Del otro lado está el desierto con la promesa de que, tal vez, los tártaros -a los que nadie nunca ha visto por ahí- se decidan a atacar y le den un destino épico a esas vidas metódicas y chirles. Lo increíble es que Drogo ni bien llega pide su traslado, pero cuando se lo están por dar con licencia médica, decide, empujado por una fuerza misteriosa, quedarse. Es como entrar a una religión: el mundo está lleno de dolor y tristeza, lo que más abunda es la impermanencia, el oxígeno y la estupidez. La culpa de todo la tiene el deseo, el deseo engendra dolor. Entonces me alejo de la gente y me voy debajo de un árbol a meditar. La iluminación, el led que se produce, es una forma de volver visible el miedo. Tal vez Buda haya sido el hombre más miedoso que existió.
Siempre te preguntan qué libro te llevarías a una isla desierta. Pero, a una isla desierta, uno tendría que llevarse un revólver, porque los libros se pueden leer en soledad, pero son para estar con la gente, para querer estar con la gente.
Cada uno en su prisión piensa en la llave, dice un verso de The Waste Land, de T.S. Eliot. Y ahora, como Giovanni Drogo, camino por una prisión, por una Fortaleza que ha dejado de existir para lo que fue creada y es un set de filmación. Estoy en la ex cárcel de Caseros un día gris y muy frío. Antes de la pandemia, Rodrigo Moreno me había hablado de una película que pensaba filmar y me había dicho que tenía en mente un personaje que era un profesor de literatura que le da clases de poesía a los presos. Especialmente, Rodrigo estaba maravillado con la obra de Ricardo Zelarayán, con el poema La gran salina. Me preguntó si yo quería hacer de ese profesor. Le dije que sí, porque me gustan sus películas y me agrada su persona. Pasó el tiempo y la película se empezó a concretar y Rodrigo me llamó para que filmemos la escena. La hicimos. Ahora estoy almorzando con todo el equipo en un patio que debe haber sido el lugar en el que los presos podían salir a caminar. Pensando, quizá, que como dice Verónica que “la vida es una cárcel con las puertas abiertas”. Cambiándose cigarrillos, inventando un lenguaje que no pueda ser comprendido por el panóptico policial. En un costado, donde se han montando unas carpas para el catering, hacia arriba, hay un cesto de básquet, o lo que queda de él. La oscura y fría metafísica de la cárcel sigue estando acá. Es como un ser alienígena que está esperando, en letargo, que alguien rompa una pared por descuido y lo saque del encierro y nos envenene a todos.
Me pregunto si Ricardo todavía tiene wifi y busco un lugar de la casa donde pueda volver a escucharlo. Acá, cerca de la cama de mis hijos. Me arrodillo y hago silencio: hay señal.
Cuando vuelvo a casa pienso en Zelarayán. En la amistad que tuvimos. En sus camisas arremangadas en verano, en el pucho al costado de la boca. En el día que me regaló su libro de poemas La obsesión del espacio -una obra maestra- y que me sorprendió porque había tachado la tapa con un marcador grueso porque no le gustaba. Recuerdo cuando leí La piel de caballo, un libro sísmico donde los párrafos se mueven, como lo hace la piel del caballo para espantar a las moscas. Zelarayán escribía como Joyce, cuando los personajes se van a dormir, el lenguaje se va a dormir. Pero mientras cae la noche sobre el balcón de mi casa, no quiero leer a Ricardo sino volver a escucharlo. Lo que más extraño de las personas que se fueron, es su voz. Me pregunto si todavía algo de su cuerpo, algún resto de lo que fue Ricardo sigue aún entre nosotros: en una pequeña tela de araña, en el viento que viene de a ráfagas.
Como decía Spinoza, nadie sabe todo lo que puede un cuerpo. Me pregunto si Ricardo todavía tiene wifi y busco un lugar de la casa donde pueda volver a escucharlo. Acá, cerca de la cama de mis hijos. Me arrodillo y hago silencio: hay señal. Una voz ronca, que se mueve de a saltos, me dice: “La locomotora ilumina la sal inmensa,/ los bloques de sal de los costados/ los yuyos mezclados con sal que crecen entre las vías/ Yo vacilo…/ Y callo…/ porque estoy pensando en los trenes de carga/ que pasan de noche por la Gran Salina”.
FC
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