El otro día conversaba con un hombre que me contaba que estaba agotado por una serie de trámites que había llevado adelante esa semana. Su aturdimiento, contó, provenía de que, todos esos procedimientos, tuvo que hacerlos digitalmente a través de plataformas. En ningún caso pudo hablar con otro ser humano.
Y no es que no lo haya intentado. Parte del malestar estuvo también en que varias veces cayó en la trampa de presionar el botón para que un “operador” lo atienda y quedar colgado en una espera continua con una musiquita saturada que le quitaba las ganas de confiar. No es que se trate de un hombre grande, pero sí de alguien de otra época.
Entiendo que hay personas que disfrutan efusivamente de hacer mil diligencias desde su teléfono y no tener que hablar con nadie. La contracara que seguramente nadie añora es la burocracia infinita que, en otras décadas, hacía que uno fuese a resolver un problema y dado que le faltaba una fotocopia sellada que tenía que conseguir en otro lugar, se fuese con dos o más problemas.
Ni una cosa ni la otra. No obstante, no es el universo de la cantidad de procedimientos en que se desenvuelven nuestras vidas el tema de mi interés. Quisiera escribir sobre la palabra y su función. Me interesa dedicar unas pocas líneas a lo que ocurre cuando hablamos con otra persona y la necesidad que tenemos de que, de vez en cuando, así sea.
El hombre del que hablo es alguien que, curiosamente, tiene mucho temor a la hora de tener que tomar la palabra. Le cuesta hablar en público, a veces también se le hace difícil la charla más íntima. Mientras me contaba su ajetreo, hizo la pregunta: ¿cómo puede ser que algo tan fácil resulte tan complicado?
La respuesta es simple, si tenemos en cuenta que solo secundariamente la palabra sirve a los fines de la comunicación. Siempre es divertido cuando, por ejemplo, los psicoterapeutas dicen que una pareja tiene problemas porque no se comunica bien. La idea de que si tuvieran una mejor comunicación no tendrían los mismos problemas, o incluso unos peores, es de una ingenuidad absoluta.
Solo secundariamente la palabra es portadora de sentido. En su dimensión más esencial, la palabra afecta y conmueve. Recuerdo la situación de una amiga que, con los años, inició estudios de psicología, después de trabajar muchos años en una empresa de reclamos. Esta decisión surgió de constatar que muchas veces no podía solucionar las demandas de la gente, pero si las personas se sentían lo suficientemente escuchadas, se iban conformes.
La palabra llega al otro. Esto es mucho más que transmitir significados. El intercambio significativo es algo que también hacemos con las máquinas. Sin embargo, ni el extremo del desarrollo de la inteligencia artificial va a constituir un vínculo. La palabra es instauradora de la dimensión de la alteridad para cualquier sujeto.
Lo digo de otra manera, porque no quisiera que se entienda hay un sujeto que, dado que habla, funda al otro. Por el contrario, es porque se reconoce al otro como tal que, como consecuencia, uno adquiere el estatuto de sujeto. Si vuelvo a la relación con la IA, creo que lo más interesante no es que se pueda perfeccionar como para reemplazar a un humano, sino que su uso puede destituirnos de nuestra subjetividad humana.
Usar la palabra no es lo mismo que constituirse como sujeto a través de aquella. Esto último implica estar dispuesto a padecer los efectos que la palabra tiene sobre la relación que cada quien tiene consigo mismo. Camino por la calle y me cruzó con un amigo al que se me ocurre preguntarle por su pareja. Entonces, me dice que se separó y está destruido. Luego yo me pregunto quién me mandó a abrir la boca.
Si pienso esta última secuencia, en la vergüenza consecuente a mi intromisión es que se establece para mí la relación de ser sujetado a la palabra. Me deshago en disculpas y a cada intento de corregir lo dicho, me avergüenzo más. Que la palabra puede ser la vía por la que la relación íntima de cada quien consigo mismo se desgarra para abrirle lugar a un síntoma es el descubrimiento elemental del psicoanálisis.
Nadie se avergüenza con la IA. Al contrario, el usuario de esta inteligencia tiene como condición cierta desvergüenza y, sobre todo, una curiosidad específica, la del niño que no se priva de espiar. Es notable cómo, de un tiempo a esta parte, muchas personas consultan por pensamientos invasivos, a veces rumiantes o catastróficos, que no sería extraño reconducir a esa derivación del goce de la mirada –sostén pulsional de la inspección curiosa– cuando no lo afecta la represión.
Nuestras sociedades invitan a la relación instrumental de la palabra. Sus consecuencias sintomáticas están desactivadas, forcluidas. Quizá por eso nos encontramos con ansiedades cada vez más descontroladas y correlativas de una pasión por asegurarlo todo. Van siendo menos las personas capaces de encontrarse en esa disrupción lingüística que surge cuando alguien se permite no saber qué quiso decir.
“Perdónalos, no saben lo que hacen”, es la célebre sentencia bíblica que, en el mundo de la neurosis se traducía como “No saben lo que dicen”, posición que sin duda requería de una disculpa, ya que el neurótico quedaba atrapado en la culpa por esa misma interrupción. El sujeto contemporáneo, en cambio –así como Peter Sloterdijk hablaba de la razón cínica de quienes “saben lo que hacen y, por eso, justamente lo hacen”–, es el que pretende saber muy bien lo que dice y no admite otra cosa. El costo de esta posición, ya no neurótica, es la paranoia.
Nos relacionamos instrumentalmente no solo con las máquinas, sino entre nosotros. Es lo que resume esa frase viral que dice: “Esta reunión podría haber sido un mail”. Es cierto, las reuniones son agotadoras, sobre todo cuando son reuniones eternas en las que no se llega a nada. La reunión por la reunión es el equivalente del trámite que requiere otro trámite. La otra cara está en el empleado eficiente que solo recibe, procesa y emite información, que no sabe que en breve será sustituido. O sí lo sabe, pero no le importa, porque ya está pensando en irse a otro puesto.