Hay algo especialmente fascinante de los árboles y es que están conectados entre sí por una red de micorrizas. Un sistema subterráneo, conocido también como Wood Wide Web, donde las raíces y los hongos intercambian nutrientes y señales de lo más diversas a tal punto que, si un árbol muere, la vegetación que lo rodea recibe el impacto de haber perdido algo propio.
Eso también puede atribuirse a las personas. No pienso tanto en los lazos más evidentes —como llorar a un familiar o un amigo— sino en la trama imperceptible que hace que una figura a la que nunca llegamos a tocar muera y se lleve consigo parte de un tejido colectivo y vital, un material que parece habernos sacado del pecho.
Cuando el 13 de mayo pasado, a punto de cumplir noventa años, murió Pepe Mujica, se llevó con él cosas que no eran solo suyas.
Lo conocí de modo diferido, sin haber estado físicamente a su lado, cuando hace casi quince años, con Pepe recién llegado a la presidencia de Uruguay, viajé para hacer un perfil para la revista Orsai. Llegaba con viento en contra. Si bien yo había intentado acordar una entrevista desde Buenos Aires, su jefe de prensa era esquivo. La razón de esa distancia era que Pepe había hablado de más en un libro, Pepe Coloquios, donde había dicho que Argentina no era “un país de cuarta, ni una república bananera”, pero tenía “reacciones de histérico, de loco, de paranoico”, que en Argentina “tenés que ir a hablar con los delincuentes peronistas, que son los reyes” y que “los radicales son tipos muy buenos, pero son unos nabos”, entre otras expresiones que sacudieron la diplomacia rioplatense y llevaron al gobierno a recalcular de inmediato. Pepe tuvo que relativizar públicamente la mayor parte de sus dichos, salió a pedir disculpas y acató las súplicas de su jefe de prensa, que le pidió que no volviera a abrir la boca por al menos tres meses.
En ese contexto viajé, confiando en que una vez allá podría hablar con él de todas formas. Pero la entrevista no llegó y tuve que apelar a un plan B que, a mi modo de ver, terminó siendo mejor que el A. Porque a falta del personaje principal, terminé conversando con muchas de las figuras más importantes de su entorno y pude entender que Pepe, como los árboles, se mantenía erguido gracias a un sistema solidario que lo alimentaba.
Julio Marenales, quien ya murió pero en ese momento era uno de los líderes históricos del Movimiento de Liberación Nacional - Tupamaros del que venía Pepe, habló de ese entramado que lo había llevado a la presidencia. “El Pepe tenía una ventaja —dijo—. A nosotros en el Frente Amplio no nos querían mucho. Decían que éramos unos palurdos. Pero él tenía tres apoyos: el de nuestras espaldas, porque en el Movimiento lo hemos sostenido como hemos podido. El de su propia historia, porque Pepe viene de trabajar la tierra y nunca sintió la bota del patrón arriba, siempre trabajó más o menos por cuenta propia. Y el de los de abajo. Fueron ellos los que lo llevaron a la presidencia. Por eso el Pepe tiene un gran compromiso con la gente humilde. Y tenemos que ayudarlo a que lo cumpla. Porque no lo está cumpliendo”. Marenales era el guardián de la pureza ideológica de los tupamaros: un tipo con llegada al oído de Pepe, que le decía, cada tanto, lo que un buen amigo dice: “No olvides”.
Eleuterio Fernández Huidobro, escritor y senador en aquel entonces —luego sería Ministro de Defensa: murió ejerciendo ese cargo— contó con detalle, como ya lo había hecho en uno de sus libros, la fuga del penal de Punta Carretas —cuya idea inicial habría sido, dijo Huidobro, de Pepe— y habló de los doce años que, tiempo después, pasaron encerrados en cubículos de un metro cuadrado. Durante ese lapso interminable, contó, Pepe se hizo amigo de nueve ranas y comprobó que las hormigas, si se las oye de cerca, se comunican a gritos.
Mauricio Rosencof, entonces secretario de Cultura de Montevideo y otro de los nueve rehenes que pasaron doce años en una ultratumba, habló del sistema de diálogo que armaron en el encierro mediante golpes en la pared. Lo contó por teléfono: se le había desconfigurado el marcapasos y tenía que ir urgente al médico. Hoy vive.
Lucía Topolansky, su compañera, hoy su viuda, entonces senadora nacional, habló de su relación con Pepe, pero sobre todo revisó el pasado con un criterio que él compartía. “Cuando sos una gurisa pensás las cosas con otra cabeza —dijo—. De repente, a la edad que tengo ahora le hubiera puesto más reflexión al asunto. Pero pertenezco a la generación sobre la que impactó la revolución cubana y las cosas hay que verlas en ese contexto. Estábamos convencidos de que podíamos hacer la revolución. Convencidos. Y cuando tú estás motivado, obviamente el riesgo se ve de otra manera”.
José López Mercao, quien estuvo por ser jefe de Prensa de la presidencia, recordó un episodio de 1970, cuando llegó herido al Hospital Militar y, mientras lo atendían, supo que ahí estaba Pepe, el cuadro político del que solo conocía el nombre. “Un médico con el uniforme militar puesto me dijo ‘Qué huevos que tiene Mujica, se afirmaba en la camilla y decía no me dejen morir, yo soy un combatiente. Le dimos trece litros de sangre, que huevos tiene —contó—. Por eso digo que el Pepe llegó a presidente, primero, porque sobrevivió. Segundo, porque el movimiento armado salió muy honrado frente a la población: siempre estuvo esa idea de que los tupamaros éramos buena gente. Y por último, porque Pepe siempre fue un tipo muy humano, muy enamorado, muy zorro y muy austero”.
Eduardo Bonomi, su ministro del Interior, contó que Pepe, como todos los funcionarios del MPP —el movimiento con el que los tupamaros se integraron al sistema político— tenía tope salarial. Lo máximo que podía ganar eran 1900 dólares, apenas el 35 por ciento del sueldo, y entregaba el excedente a dos fondos solidarios que se usaban para dar ayuda a gente que no necesariamente tenía que formar parte del Movimiento.
—Es muy fácil dar lo que te sobra. La cuestión es dar lo que no te sobra —dijo Bonomi, y pregunté:
—¿Pero nunca te da ganas de comprarte un plasma?
Bonomi —quien también ha muerto— quedó desconcertado.
—Eh… Yo vivo en una cooperativa de viviendas. A esta altura terminamos de pagar la cuota, entonces solo pagamos los gastos comunes. Tenemos un auto del 94… A ver: la austeridad de Pepe es única, pero que Pepe haya llegado no es casual.
—¿No hay ninguna pose por parte de Mujica?
—No, es así. Es así. Él es así. Qué pose. La vida del Pepe es muy sencilla y pasa por la tierra. Cuando uno sale de licencia y se va al monte o a la playa, Pepe se va a trabajar la tierra. Y los domingos, mientras todos descansamos, él madruga para trabajar la tierra. Si no hace eso, no descansa. La tierra es el lugar donde Pepe ordena sus ideas. Cada cual es como es.
Pepe daba conferencias de prensa sin los dientes puestos. Se movía en un auto viejo. No tenía celular ni tarjeta de crédito. Prohibía a los empleados de gobierno usar Facebook o Twitter o cualquier cosa parecida. Tenía por mascota a una perra de tres patas. Si quería pensar, se subía al tractor. Tras los doce años de cautiverio en los que llegó a tener charlas con insectos, construyó una mirada panteista del mundo: una conexión profunda con todo lo que está vivo.
Así fueron pasando los años. Mientras el mundo en algunos aspectos se iba desintegrando —hablo principalmente de política—, él fue surcando las épocas en diálogo permanente con la inmensa red que lo sostenía en la tierra. Y puso en circulación una forma distinta de ejercer el poder y entender la existencia.
No me refiero a su juventud en la guerrilla armada, sobre la que él mismo tuvo una mirada tierna y autocrítica, sino al modo en que logró ecualizar ese pasado con su presente partidario y a cómo le dio a la vida política una humanidad que ya no existe demasiado.
Lo de la falta de verdad está trayendo consecuencias. Cinco días después de su muerte, en Buenos Aires hubo una elección legislativa que mostró que la mitad de la gente no está dispuesta a invertir un minuto de su tiempo en ir a votar. La razón: consideran las elecciones una pantomima parecida a la de ir al supermercado y ver que los diez mil productos supuestamente distintos que se ofrecen están hechos con los mismos componentes y se fabrican en la misma empresa. Desde un lugar pacífico o apático —o las dos cosas— condenaron a su manera un sistema político que no parece tener raíz, ni verdad, ni entramado que lo enlace a la vida. Y en el que solo hay personas con la profundidad de un holograma que emiten palabras de espaldas a lo único que, por ahora, subsiste: nosotros y nuestros muertos.
JL/DTC