OPINIÓN

El Plan Argentina 2030 o algunos logros contra-cíclicos

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¿Cómo podrían 9 millones de argentinos salir de la pobreza en 7 años? ¿Cómo lograrían crearse 3,5 millones de puestos de trabajo en el sector privado? ¿Cuáles serían las alternativas para hacer compatible la duplicación de las exportaciones con el cuidado del medio ambiente? ¿Puede la Argentina volver a crecer de manera sostenida y atenuar a la vez las desigualdades entre las provincias y los géneros? ¿Es posible que el Estado y los hombres de negocios cooperen en pos de ciertas aspiraciones, con senderos y plazos razonables?

Algunos pensarán que para eso hay que dejar de estar aislados del mundo e inspirarse en algún buen ejemplo a seguir. Si los países centrales estuvieron siempre tan lejos y están hoy enredados en sus propias complejidades, ¿corresponde entonces abandonar toda fuente inspiradora y entregarse a la improvisación?¿O pueden naciones que lograron un crecimiento alto y sostenido en las últimas décadas ofrecernos algunas enseñanzas? Y si así fuera, ¿qué caso convendría considerar?. ¿Corea del Sur que viene creciendo al 5% anual desde 1974, apalancada en la industria? ¿Noruega o Finlandia que lo hicieron a un más modesto 2% pero con un fuerte entramado de bienestar y mayor aporte de las actividades primarias? ¿Australia a lo mejor que creció al 1,6% pero fue tantas veces mencionada como equivalente a la Argentina a comienzos del siglo pasado? ¿Qué lecciones podrían extraerse del modo en que cada uno de estos países combinaron las cualidades de su población con la riqueza de sus territorios, la innovación tecnológica con el desarrollo de sus fuerzas productivas?

Para contestar a todas estas preguntas, uno querría que, inspirados en las discusiones internacionales, un grupo de expertos pudiera tomarse el tiempo de elaborar una propuesta. Sería deseable que no lo hicieran sobre la base de discursos grandilocuentes ni de promesas vagas, tampoco de la importación acrítica de modelos que nunca se trasplantan como se promete. Resultaría más creíble si lograran un diagnóstico exhaustivo basado en el acceso y uso de la información estadística que el Estado y los distintos sectores económicos atesoran. Pero, por más minuciosos que fueran los datos, este tipo de análisis no alcanzaría. Sería también indispensable que conocieran la experiencia de otros países y de los protagonistas locales: que fueran al encuentro de las cámaras, los empresarios, los trabajadores, las poblaciones comprometidas en las distintas opciones disponibles. Esa hoja de ruta sería una herramienta poderosa para quien la posea. Por eso convendría que fuera un bien público, sintetizado en un formato accesible no para el oficialismo o la oposición de turno, no solo para los actores afectados por las inversiones y normativas planteadas, sino para la sociedad en su conjunto. Los interesados podrían entonces conocer mejor la situación productiva del país, discutir algunas de sus posibilidades y sus riesgos, confrontar en ciertos puntos y acordar en otros para intentar orientar con mesura, coordinación y perseverancia sus esfuerzos.

Dicho así, parece difícil. Mientras avanzamos a ciegas en un año electoral que no termina de fijar a sus contendientes y limita sus discusiones a la queja por la coyuntura o al temor frente a la marcha triunfal de un candidato de extrema derecha, estas preguntas y la posibilidad misma de intentar responderlas parecen ciencia ficción. No aparenta en cambio resultar costoso discutir los slogans rocambolescos de quien promete romperlo todo y permitir que los ciudadanos crean, como lo propician muchos dirigentes políticos y periodistas, que es él el único capaz de aportar ideas. Menos se dice sobre los réditos electorales y la inmensa comodidad que procura discutir propuestas que todos (incluidos quienes las formulan) saben que no solo son técnicamente imperfectas sino incluso inviables. Mientras la catarsis y la sensación de amenaza parecen saciar a la sociedad de entretenimiento, quienes tienen algo valioso para aportar o defender no tienen espacio para manifestarse. Entrados en la espiral descendente, con la inflación que se dispara y la extrema derecha que crece, parece que no queda más alternativa que echarse a reír o a llorar.

Y sin embargo, contra todo pronóstico, sobreviviendo a tres ministros de economía distintos y a la encarnizada contienda que sobrelleva el oficialismo, un pequeño gran logro fue posible: el Plan Argentina Productiva 2030. Resulta gracioso si no fuera patético que la movilización de decenas de expertos (en economía, derecho, ingeniería, ciencias ambientales, relaciones internacionales, defensa y sociología), el apoyo de la CEPAL y de varias ONGs, la colaboración de numerosas reparticiones públicas, la redacción de 300 páginas de síntesis y de 11 documentos sectoriales específicos, todo eso con recursos y esfuerzos públicos, se considere apenas el plan de un exministro o un documento que, a semanas de publicarse, ya ha perdido vigencia. Para quienes se interesen en los desafíos estratégicos que enfrenta el país y un modo posible de abordarlos, el plan despliega 11 misiones y aborda temas como la situación que enfrentan hoy la agroindustria, las energías no convencionales y las renovables, las innovaciones en salud y en nuevas tecnologías, la producción de alimentos en cantidad y calidad, los riesgos y oportunidades que ofrece la minería, las formas de desarrollar el turismo interno e internacional.

La vocación de diseñar un plan de desarrollo no es nueva, no fue atributo exclusivo de los gobiernos peronistas ni resulta hoy una excentricidad nacional. Los planes de desarrollo anteceden la llegada de Juan Domingo Perón a la presidencia y se corresponden con la profunda crisis que conoció el bloque occidental en los años 1930. Desde entonces, administraciones civiles y militares, peronistas y antiperonistas intentaron planificar el progreso de la industria y con ella, se postulaba, el de todos los argentinos. Es cierto que las reformas de mercado llevaron a los gobiernos a abandonar la planificación y dejar hacer. Pero sería un error concluir que este tipo de planes son una pieza de museo y solo seducen hoy a algunos líderes trasnochados de la periferia. En la medida en que surgen nuevos problemas y reclamos, que la competencia geopolítica se vuelve más encarnizada, muchos países intentan equiparse para darles respuesta. Las capacidades tecnológicas, la transición hacia energías más limpias, la generación de puestos de trabajo son cuestiones demasiado importantes para dejarlas en manos del mercado. No sabemos todavía si es un signo o no de los nuevos tiempos, pero hay planes de desarrollo y defensa en gran parte del mundo que solemos mirar y admirar.

Claro que este plan no solo comparte con los anteriores la inmensa fragilidad política del equipo a cargo de elaborarlo. Al analizar su contenido, saltan a la vista al menos dos grandes debilidades que evidencian la distancia entre un plan técnico y un programa de gobierno. La primera es reproducir la distinción entre el modelo macroeconómico (del que se desentiende y que estaría orientado a dotar de estabilidad y sustentabilidad a algunos pilares básicos de la actividad económica: el valor de la moneda, la tasa de interés, los precios de las tarifas, entre otros) y el plan de desarrollo (en el que se concentra y que aspira a generar condiciones que alienten el despliegue de ciertas actividades productivas que auguran mayores rendimientos económicos y sociales). Es cierto que otros países tienen planes de desarrollo, también es innegable que dejaron atrás problemas más elementales que la Argentina arrastra y no logra resolver.

La segunda debilidad es que, al estar elaborado en un contexto de profunda fragmentación política e institucional, el plan tiene que contentarse con invocar la sola voluntad presidencial sin reclamar el esfuerzo de otros niveles o poderes estatales (las provincias, el poder judicial y el legislativo) y sin explicitar que sus contrapartes del sector privado tienen que asumir compromisos de largo plazo que permitan salir de la rapiña y construir un capitalismo racional. Como tan bien plantea Andrew Schrank, el desarrollo no solo remite a la producción de más y mejor riqueza. También puede ser entendido como la subordinación de las prácticas egoístas al imperio de la ley y la construcción de una comunidad moral que la respalde. Para eso, además de ideas hacen falta acuerdos políticos que desarmen la guerra de todos contra todos y construyan alguna fórmula sustentable de bien común.

Por eso, más allá del contenido, la sola existencia del Plan Argentina Productiva 2030 se inscribe en logros contra-cíclicos que vale la pena visibilizar. Sorprende que la Argentina siga siendo uno de los países más igualitarios de América Latina aunque sea uno de los que más tiempo pasó en recesión del mundo en los últimos 48 años (con excepción de un pequeño país de Oceanía llamado Kiribati). Eso se debe en gran medida a que, como lo revela la inmensa tarea cristalizada en el plan, frente a la ciclotimia nacional, muchos argentinos siguen creyendo en la prepotencia del trabajo bien hecho, en el valor de lo público, en la coordinación de sus talentos, en la perseverancia en tiempos difíciles, en la búsqueda comprometida y razonable de construir un futuro mejor.

MH