“El poder de la poesía no es una ilusión”. Este aforismo de Juan José Saer aparece en “Emily Dickinson y la cuestión de la poesía”, de Ensayos - Borradores inéditos 4, publicado por Seix Barral en 2015. Y más abajo agrega otro: “Se va a la poesía a buscar algo que ya ha pasado en nosotros —que es la poesía misma, como lo quiere Hazlitt— y que esperamos reencontrar”.
El “golpe” de la poesía se produce a través de una “violencia solidaria”, dice Saer. Es lo que puede recibirse de la lectura de “La mayor”, uno de los grandes poemas de todos los tiempos cuya presentación prosaica, lejos de darle el triunfo a una adulteración de géneros, radicaliza su registro de verso libre “compacto”.
La poesía, es decir los acuerdos y las fricciones de las palabras entre sí y de ellas con las pausas, los silencios, los blancos, los cambios de ritmo de la lengua (que son los del ánimo) que abren el texto en una red de canales, está adentro de “La mayor”, y la misión de la lectura es revelarla al modo en que la forma y el “alma” de una escultura es liberada de su bloque de mármol.
La lectura teatral de “La mayor”, con el apoyo del Ministerio de Cultura de Santa Fe, adaptada y dirigida por Juan Coulasso para la compañía La Mujer Mutante con funciones en la Plataforma Lavardén de Rosario y en la Casa de la Cultura de Santa Fe hace unos días, lleva esa revelación al terreno del encantamiento. La extracción de esa materia poética (palabra por palabra, casi letra por letra) es un fenómeno envolvente por el que el espectador entra al poema y el poema al espectador, disolviéndose ambos en una fusión de la sangre con la letra.
Estas inoculaciones mutuas ocurren porque la experiencia de lectura ha invertido su orden clásico, reemplazando la intimidad cerrada de leer en una suma de silencio y soledad por la de “recibir” la lectura en la intimidad abierta de una compañía. Allí donde el lector se entregaba a su propia voz mental (plana, a menudo automatizada por un ritmo y un tono cruceros), ahora hay voces extrañas ocupando sus profundidades.
El cambio parece delicado, apenas un desplazamiento imperceptible de la experiencia ordinaria de lectura, pero en los hechos es drástico. La persona que lee se convierte en la persona a la que le leen, restaurando el esquema en el que la escritura recupera la voz (una voz amada o una voz esperada) y, de ese modo, la escena primaria del encuentro de los seres humanos con la literatura: la madre que duerme al hijo con un cuento, el cazador que habla del oso con el que se hizo el abrigo, el guerrero que cuenta su épica.
“Otros, ellos, antes, podían”. La voz de Victoria Roland comienza a leer y a inocular en los lectores “de oídas' el asunto de ”La mayor“, en el que se revela el móvil artístico de Saer, que es contemplar de manera incesante la oscuridad del Universo, a la que ve en todos lados: en el paisaje y en lo átomos, en la eternidad y en el instante, extremos por los que se unen el paisajista y el microscopista (y el Tiempo con los días).
El anecdotario mental, las peripecias estériles de la memoria, la percepción rebajada a la especulación, las sensaciones que la atmósfera despierta en el cuerpo, todos componentes fijos de “La mayor”, se ponen en movimiento. La voz de Victoria Roland rompe la inercia del silencio, acelera, se detiene, canta, susurra. Tiene perfección animal. En cada modulación la literatura de Saer se hace sentir, orgánica, saliendo del invierno de la escritura. Los mantras “nada”, “todo”, “algo”, “por así decir” corren como animales por lo bajo del texto y “La mayor” es, de pronto, el único mundo en el que está viviendo el espectador, entregado a una escritura “animada” por la lectura.
En frente de esa voz, por momentos en espejo, por momentos como contrapunto de una payada de gemelas, la voz de Guillermina Etkin multiplica la experiencia de “La mayor”, que ya no es cosa de un autor sino el canto universal por el que se accede al desconocimiento total. Hasta que se sienta al piano para “mezclar” a Saer con John Cage y Franz Schubert y darle al texto un mínimo -que es el máximo posible- de desahogo.
Mientras tanto, “por así decir”, “La mayor” va formando en la emulsión sensible del espectador (parado, sentado, acostado, dormido en la sala) una materia inédita de belleza hecha de miedo. Hay algo de tren fantasma para ciegos en este teatro de la voz. Pero las líneas de bajo de Azul Faini, como de cine mudo, muestra una salida momentánea de lo Oscuro hacia la ciudad, en la que los movimientos robóticos de la vida cotidiana productiva suspenden la angustia de vivir.
De pronto, se ha instalado una totalidad en la escena sin escenario que se formó entre dos voces, de la que se saldrá entendiendo -humildemente- que no se puede entender Nada, ni siquiera Algo. Y con una intriga literaria a modo de frivolidad: ¿y si “La mayor” es una evolución de “El Aleph”, de Jorge Luis Borges? ¿Y si es su versión menos cursi y más megalómana -y más punk-, dado que allí donde Borges reduce el Universo, Saer lo expande hasta el desmayo? Además de que en “El Aleph” se contempla la totalidad y, en cambio, en “La mayor”, se experimenta esa totalidad como una nada.
Las voces de Roland y Etkin, que habían estado susurrando la escena en la que el que habla en ellas por trasmutación poética se desviste para entrar a la frialdad de sus sábanas, se encienden de nuevo hasta llegar a las preguntas finales acerca del lugar real, imaginario o delirante en el que suceden las cosas: “¿En qué mundo? ¿En qué mundos?”. El silencio que queda en la sala es un bloque de vacío. Como si al cesar las palabras que hicieron el mundo, el mundo hubiera desaparecido con ellas.