Las revoluciones secretas
Soda Stereo o Los Redonditos de Ricota. Pop o rock, en la particular interpretación de estos dos términos habitual en la Argentina. Es decir, la extensión de un malentendido y su combinación con el espíritu de una época. Por un lado, si los genios eran frecuentemente desprolijos, la desprolijidad denotaba, necesariamente, genialidad. Por otro, en un momento en que las revoluciones parecían no sólo deseables sino también posibles, qué podía haber de valioso en alguien que se detuviera en cuestiones menores (la belleza, por ejemplo) en lugar de dar rienda suelta a su volcánico talento.
Era la época en que la crítica especializada francesa, a través de la prestigiosa revista Jazz Magazine, acusaba a Bill Evans de “pianista blanco” (es decir blando). En que las canciones de Burt Bacharach eran despreciadas, en que valorar a John Lennon implicaba denostar a Paul McCartney, en que la elegancia parecía el peor de los pecados y donde, finalmente, la tribalización de la escucha se llevaba puesto todo lo que no era aparente. Si sonaba desafiante estaba bien, aunque acabara siendo previsible. Y si parecía “complaciente” –palabra con que la revista argentina Pelo había anatemizado lo preeminentemente comercial– se descartaba de manera automática, sin reparar en las posibles corrientes subterráneas. Nada era nuevo en la historia del arte; siempre había habido creadores que declamaban su rebeldía y otros que la disimulaban, o la administraban con homeopática confianza en el efecto de lo mínimo. Y, además, si se escuchaba con atención, ni Soda era elegancia vacía –al fin y al cabo, allí estaba, además de una de las mejores voces de la música argentina y la única cuya dicción permitía la comprensión de las letras en cualquier lugar de habla hispana, un tipo de canción que no se parecía a nada anterior– ni los Redondos eran pura víscera, como lo demuestra la agudeza de muchas de sus letras y la precisión de sus arreglos y de su manera de tocar.
Las polémicas tampoco eran nuevas ni exclusivas de la música popular. Florida y Boedo en la literatura; contenidistas contra formalistas en la pintura; vanguardia o reacción en la música de tradición académica –con la particularidad de que en ese campo el nacionalismo estaba asociado al conservadurismo y no al cambio–. Desde ya, todas ellas se referían a los aspectos más externos de una obra. Y si hay un músico popular que cristalice de manera ejemplar el viejo adagio de que las apariencias engañan, es ese saxofonista que compuso, de manera casi secreta, el tema más exitoso de la historia del jazz, que se rio de cada uno de los lugares comunes del género, que se despidió de la vida con un pequeño solo en una canción de Art Garfunkel y que, con certeza, fue el único músico de jazz reconocible a la primera nota por cualquiera que lo haya escuchado alguna vez.
Paul Emil Breitenfeld se llamó, para el jazz, Paul Desmond. Durante más de veinte años fue integrante estable de los grupos del pianista Dave Brubeck, su sonido, cristalino y melancólico, fue el sello de su cuarteto más famoso y, para ese grupo, compuso, en principio como marco para el solo del baterista, “Take Five”, un improbable hit con un pie rítmico de cinco tiempos.
Sus definiciones, por otra parte, tenían la misma precisión de sus frases musicales. “La simplicidad es la máxima sofisticación en la música”, decía. Y aseguró, en un reportaje, que “el espacio entre las notas es tan importante como las notas en sí”. Una filosofía que, claramente, no tenía demasiado que ver con la habitual valoración del virtuosismo en el jazz –aunque no sólo allí–. “He ganado infinidad de premios al saxofonista alto más lento del mundo y, en 1961, un reconocimiento especial a la quietud”, afirmó alguna vez. Pero, por supuesto, Desmond era un virtuoso. Eso sí, con una clase de virtuosismo hacia adentro. Recóndito. Íntimo. Infinitamente triste. Y absolutamente inimitable.
Su primera grabación registrada es de fines de 1946 o comienzos de1947. El tema era “Serenade Suite”, había sido compuesto por Dave VanKriedt, saxofonista tenor del octeto de Brubeck y formó parte del disco llamado Octet, que se publicó casi una década después e incluye otras piezas con la presencia de Desmond, grabadas en 1949 y 1950.
Lo siguiente fue en 1951, ya con el cuarteto que sería famoso y el título del álbum era explícito: Brubeck-Desmond. El grupo tuvo una vida estable hasta 1967 y luego Desmond regresó para varias reuniones. En 1975, el pianista y el saxofonista tocaban a dúo en un crucero de lujo, el S. S. Rotterdam, entre Nueva York y el Triángulo de las Bermudas, “a cambio de camarote y comida”. Y en una pausa “entre distintos contratos de grabación, lo que sucedía de manera tan infrecuente como un eclipse solar” grabaron un disco perfecto, 1975: The duets. Brubeck & Desmond, la síntesis de la síntesis y el estilo de ambos llevado hasta su misma esencia.
La carrera del “saxofonista más lento del mundo”, de ese que decía a quien quisiera oírlo que “ya estaba pasado de moda antes que nadie supiera quién era”, es sumamente breve si se descarta lo hecho junto a Brubeck. Y también en este caso son notables las sociedades duraderas, llamativamente con dos guitarristas. Con Jim Hall, con quien grabó por primera vez en 1959 –First Place Again, con un cuarteto que integraban dos miembros del Modern Jazz Quartet, el contrabajista Percy Heath y el baterista Connie Kay, una serie de discos para la RCA, registrados entre 1961 y 1965, y dos encuentros tardíos, en 1974, como integrantes del grupo que rodeó a Chet Baker en el notable –y en su momento subestimado– She Was Too Good To Me, y, el año siguiente, en el disco Concierto, de Hall. El otro guitarrista fue el canadiense Ed Bickert, un purista de bajísimo perfil con quien grabó por primera vez en 1974, para Pure Desmond, una inspiradísima reedición del cuarteto (con Ron Carter y Connie Kay) y con quien actuó regularmente en distintos clubes de Toronto, durante 1975, y en el Festival de Edmonton, en 1976, junto con un contrabajista exquisito, Don Thompson, y el baterista Jerry Fuller. Ese conjunto de actuaciones, felizmente registradas en vivo aunque infelizmente ausentes en Spotify, más la participación en un disco de Chet Baker –You Can’t Go Home Again– y su discretísimo y maravilloso solo en la canción “Mr. Shuck'n Jive”, en Watermark, el tercer disco solista de Art Garfunkel (del que también formaban parte Paul Simon y James Taylor) son su testamento. Desmond murió, junto con sus revoluciones secretas, el 30 de mayo de 1977, a los 52 años.
Diego Fischerman es autor del blog “El sonido de los sueños”: https://xn--sonidodesueos-skb.com/
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