El hombre demasiado joven

“Erik Satie, músico dulce y medieval perdido en este siglo para alegría de su buen amigo Claude Debussy”, escribió este último en su dedicatoria de los Cinco poemas de Baudelaire, compuestos en 1892. Cuatro años después, orquestó la primera y tercera Gymnopédies, para que fueran presentadas en la Société Génerale, en febrero 1897. Pero la frase que tal vez mejor defina la amistad entre ambos músicos –y sus posiciones estéticas–, la escribió Satie en una carta. “Hagamos nuestra música, y sin choucroute, si es posible”.
El músico medieval y dulce vivía casi siempre borracho, según dicen. Gastaba todo lo que tenía, que era poco, en trajes de terciopelo y en cuellos nuevos que usaba sobre sus camisas viejas. Escribió unas “Memorias de un amnésico”, compuso “Piezas en forma de pera” cuando en el Conservatorio dijeron que su música carecía de forma, tocó el piano en un cabaret –el mismo Chat Noir que pintó Toulouse Lautrec–y, sin saberlo, inventó varios de los estilos –y de los clisés– del siglo XX. Era cuatro años menor que Debussy pero Ravel dijo alguna vez que era su precursor, lo que enojó a ambos. Cuando se estrenó la versión orquestal de las Gymnopédies, esta fue la parte más aplaudida del concierto. “Uno que no está contento es el bueno de Claude. Si hubiera hecho lo mismo que Ravel –que no esconde la influencia que he tenido en él–, su posición no sería la misma. El éxito de las Gymnopédies en el concierto que él mismo dirigió le ha sorprendido desagradablemente. ¿Por qué no quiere cederme un sitio pequeñito a su sombra?”. El 8 de marzo de 1917, escribió a su esposa: “Querida señora. Decididamente, resulta preferible que el ‘Precursor’ (penosa tontería que ya se repite demasiadas veces), se mantenga a partir de ahora en su propia casa, a lo lejos (…) Escribiré a menudo. Os quiero a todos. Mucho.” A comienzos del año siguiente, el cáncer de Debussy se agravó y el compositor ya no podía levantarse de su cama. Satie le envió una carta de reconciliación. El crítico Louis Laloy, que en ese entonces visitaba al enfermo con asiduidad contó: “Claude la leyó tirado en la cama, de donde no se había movido durante semanas, y en donde al poco tiempo moriría. Sus manos temblorosas arrugaron el papel y susurró: ‘Perdóname’, con lágrimas en los ojos”.
Ese que se presentaba en el Chat Noire como gymnopedista lo sobrevivió siete años. Este 1 de julio se cumplen cien años de su muerte, por cirrosis complicada con problemas pulmonares. Sus admiradores, entre ellos el compositor Darius Milhaud, unos días después visitaron su casa, en el 22 de la calle Cauchy, en Arcueil, una comuna periférica de París. Ninguno de ellos había estado antes allí. “Una cama miserable, una mesa cubierta de objetos disparatados, una silla, un armario casi vacío, donde se apilaba una docena de trajes de terciopelo, nuevos y antiguos, todos iguales; en todos los rincones los bastones, los sombreros viejos, los diarios”, describió Milhaud. El único pariente vivo de Satie que quedaba en Francia era su sobrino. La madre –la hermana del músico–, Olga Satie-Lafosse, después de enviudar lo había abandonado y había huido del país. Vivía en Buenos Aires, donde fundó el Conservatorio Satie y daba clases de piano.
En la antigua Esparta, las gimnopedias –“fiestas de los niños desnudos”– eran bailes y pruebas de resistencia que afrontaban los jóvenes en el marco de rituales religiosos. Satie hizo muchos chistes pero es posible que el mejor de ellos, aunque involuntario, haya sido ponerle ese título a esas tres piezas casi estáticas e inmensamente melancólicas, que el cine (Louis Malle y Woody Allen entre otros) y las clases de expresión corporal se cansaron de usar y a las que el autor se refirió alguna vez como “música escultórica”. Y es que, en efecto, el conjunto de las tres bien podría ser considerado como una misma composición observada desde diferentes lugares. La fuente del nombre, según Alexis-Roland Manuel, un amigo del compositor, había sido la lectura de Salammbô, de Gustave Flaubert. Es más posible que se haya tratado del poema Los antiguos, de Patrice Contamine de Latour, que, de hecho, acompañó, en 1888, la primera edición de la partitura en la revista La música de las familias. Allí se leía: “Un torrente deslumbrante, que se inclinaba sobre las sombras,/fluía en corrientes doradas sobre la losa pulida/ donde los átomos de ámbar, reflejándose en el fuego,/ mezclaban su sarabande con la gimnopedia.”

Quizá Satie nada supiera de las pruebas gimnásticas de resistencia en las que competían los jóvenes espartanos desnudos. De hecho el Diccionario de la música de Peter Lichtensthal, publicado en 1839, hablaba de “danzas de jóvenes doncellas desnudas de Esparta”, algo similar a lo que había escrito Jean-Jacques Rousseau en su antiguo Diccionario de la música de 1767. De lo que se trataba, más bien, era de la idealización de una antigüedad un poco inventada –la misma de la Pavane para una infanta difunta que Ravel compuso en 1899– que parecía ser la mejor alternativa al choucroute, es decir a la sombra omnipresente de Richard Wagner. Ese espíritu arcaizante, que aparece en muchos de los títulos de los preludios de Debussy, era también el de los pintores que circulaban por el mismo ambiente bohemio donde se movía Satie, entre ellos el joven Pablo Picasso, y la Danza, que Henri Matisse pintó en 1906, bien podría ser la traducción de las gimnopedias tal como el compositor las imaginaba.

La evocación de la antigüedad griega aparece también en la otra serie de piezas célebres para piano, las Gnosiennes, creadas entre 1889 y 1897. Tanto si esa palabra creada por Satie se refería a la gnosis (el conocimiento intuitivo y absoluto) como a Knossos (Gnossus para Roma), el palacio cretense ligado a la historia de Teseo y el Minotauro, se trataba de una declaración de principios. Si Wagner había llevado las viejas reglas de la tensión armónica y la variación progresiva hacia su propio límite, Satie –y con él Debussy y Ravel y, más adelante, Milhaud– iba más atrás, hacia escalas y acordes que evitaban las resoluciones obligatorias. Un música sin chan-chan, podría decirse.

Satie suele ser visto, y oído como (solo) un humorista. Y, desde ya, títulos como “Preludios fláccidos”, “Embriones disecados” o “Cosas vistas a derecha e izquierda (sin anteojos)” no dejan demasiado lugar a dudas. Sin embargo es mucho más que eso. Tanto su discusión acerca del tiempo en la música –esa aparente quietud de las Gymnopédies y las Gnosiennes pero también las 840 repeticiones de una breve pieza exigidas en Vexations– fueron inmensamente influyentes para compositores como John Cage y Morton Feldman. Pero no fue eso lo único que la obra de Satie puso en entredicho. Sus canciones y piezas como La bella excéntrica problematizan otra de las grandes remezones del arte del siglo XX: el resquebrajamiento de las distancias entre “Lo Alto” y “Lo Bajo”. Una de sus frases más citadas es “llegué al mundo demasiado joven en una época que era demasiado vieja”. 100 años después, la época sigue siendo vieja y su juventud sigue intacta.
DF/MF
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