QUÉ ESCUCHAR

Sonata para el fin del tiempo

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Hay una novela que encierra todas las novelas. Y una sonata que encierra todas las sonatas. La novela menciona una sonata para piano y violín y esa obra, y las reflexiones acerca de lo que la música produce en los personajes, articula un relato complejísimo que no sigue otra cosa que el complejísimo curso de la memoria y que habla de una búsqueda, la del tiempo perdido. La novela, Á la recherche du temps perdu, consta de siete tomos y su autor, Marcel Proust, comenzó a publicarla en 1913.

Es, más allá de la mención a esa sonata de un compositor imaginario llamado Vinteuil, una obra musical. Wagneriana, para más detalle. Una heptalogía. Y, también, un mapa de la sociedad parisina, de los snobs y de sus consumos en los finales del siglo XIX y comienzos del XX. Allí aparecen 80 pintores, 170 escritores y 40 músicos -Richard Wagner a la cabeza con 35 menciones, Ludwig Van Beethoven con 25, y Claude Debussy con 13- y eso sin considerar adjetivos como “wagneriano” y títulos de obras como Lohengrin, la ópera de ese autor que habla del príncipe del cisne y, por primera vez, de la leyenda de Parsifal.

Wagner, en su afán totalizador, guarda las semillas del antiwagnerismo. O, dicho de otra manera, pocas cosas resultan más wagnerianas que el antiwagnerismo de Debussy, aquel a quien Erik Satie, entonces su amigo, reclamaba, en una carta, “hagamos música pero sin choucrut”. Y es que el vuelco que dio la música en ese fin de siglo no hubiera sido el que fue sin los wagnerianos franceses, sin el lazo -¿invisible, como la música?- del simbolismo, del lenguaje de sombras y reflejos del impresionismo, y sin esa novela que, como El anillo de los nibelungos, transcurría sin transcurso, o edificaba su propio transcurso, fuera del tiempo, en su búsqueda del que se había perdido. De ese texto que inventaba como principio rector una sonata imaginaria.

Ese nuevo siglo no hubiera sido el mismo sin Gabriel Fauré y sus melodías aéreas, flotantes sobre el tiempo. “Conozco tu obra lo suficiente como para escribir un libro de trescientas páginas sobre ella”, le dijo Proust en una carta. Y, sobre todo, sin el verdadero eslabón perdido: la wagneriana –y anti wagneriana, y pre debussysta, sin saberlo– sonata para piano y violín que encerraba todas las sonatas, la de César Franck. La Sonata de Vinteuil y su “pequeña frase que tanto le gustaba a Swann” hacen su aparición en el primero de los siete tomos, Du côte de chez Swann (las traducciones varían pero la más cercana en sentido es Por el camino de Swann). Poco importa si la Sonata de Franck fue o no la única fuente. Todo hace suponer que no. Pero ninguna otra obra expresa en sonido, de una manera tan claro, lo mismo que su relato.

Proust mira (escucha) a Wagner en su monumental novela. La Tetralogía brinda a sus siete partes un modelo de organización interna y la suspensión del tiempo del operista fluye como río subterráneo de la “Recherche…” proustiana. Y esa mirada, esa lectura de Wagner, es profundamente personal -y francesa-. Está atravesada por la musicalidad de esa lengua, por la idea de los reflejos más que por la de los contornos, por los pequeños salones burgueses y no por los grandes teatros imperiales. Esa visión de Wagner y su tiempo sin tiempo es la misma que la articulada en la Sonata en la mayor de Franck, ese organista nacido en Bélgica y nacionalizado francés –el Conservatorio de París no admitía extranjeros– y que pronto asumiría la presidencia de la Sociedad Nacional de música, en reemplazo de Camille Saint-Saëns.

Su rivalidad con este compositor, que acababa de estrenar allí su propia Sonata Op 75 para ese mismo instrumental, no es, por otra parte, un dato menor. Y su decisión de escribir su propia sonata para piano y violín no fue un hecho inocente.

La primera sonata para piano y violín de Saint-Saëns aparecía con nombre y apellido en Jean Santeuil, una novela inacabada anterior, y también en los primeros borradores de Á la recherche …Proust la había escuchado repetidamente, en una reducción para piano, tocada por su amigo y ocasional amante, el venezolano Reynaldo Hahn. En la dedicatoria que escribió a Jacques de Lacretelle, cuando le envió una copia de Por el camino de Swann, dice: “En la medida en que la realidad me ha sido útil (que no es mucha, la verdad), la pequeña frase de la Sonata -y nunca se lo he contado a nadie- es (para empezar por el final), en la velada de Saint-Euverte, la encantadora pero finalmente mediocre frase de una sonata para violín de Saint-Saëns, un músico que no me gusta.”

En realidad, si se le cree a Proust –y no hay motivo para no hacerlo– no hay misterio alguno. Con su amigo Antoine Bibesco, hijo de la dueña de uno de los salones que frecuentaba, fue detallista al extremo: “La sonata de Vinteuil no es de Franck (…) la pequeña frase es una frase de la sonata para piano y violín de Saint-Saëns que tararearé para ti (¡tiembla!), los trémolos incesantes vienen de un preludio de Wagner, la apertura, su plañidero inicio y final son de la sonata de Franck; los pasajes más espaciosos de la Ballade de Fauré”. La pregunta, en realidad, no es tanto qué escuchó Proust para crear a Vinteuil y su sonata sino cuál es la música que esa novela hace escuchar a quien la lee. Cuál la que, en su ruptura del tempo romántico y sus sistemas narrativos más se aproxima a la recherche, una palabra musical, al fin y al cabo, si se piensa en el ricercare de la antigüedad. Y en otra dedicatoria y otra obra. La que Johann Sebastian Bach escribe para Federico El Grande de Prusia cuando le envía La ofrenda musical, esa composición armada, también, a partir de un leit motiv, un pequeño tema, como el de Vinteuil. Era el rey quien supuestamente lo había  creado para que el músico improvisara sobre él. “Regis Iussu Cantio Et Reliqua Canonica Arte Resoluta” (el tema dado por el rey, con agregados, resuelto en el arte del canon), dice bajo su título. Y ese texto es un acróstico. Las primeras letras de cada una de esas palabras forman entre sí otra palabra: ricercar. Y, en tren de lacanianismos al paso, bien podría pensarse a ese Swann que se enamora de Odette, con esa doble “n” tan alemana, como una alusión al cisne wagneriano (Schwan).

“Por debajo de la línea del violín, delgada, resistente, densa y directriz, se elevaba como en líquido tumulto, la masa de la parte del piano, multiforme, indivisa, plana y entrecortada, igual que la agitación malva de las olas, hechizada y bemolizada por la luz de la luna. Pero en un momento dado, sin poder distinguir claramente un contorno ni dar nombre a lo que le agradaba, seducido de golpe, quiso coger una frutilla o una armonía -no sabía exactamente lo que era- que al pasar le ensanchó el alma”. En efecto, la descripción de las sensaciones de Swann no se refiere a una sola obra sino al sonido de toda una época. A un canto del cisne, el del romanticismo. A algo que proviene de Wagner pero, a la vez, ya se ha extinguido con él y renace, como el cisne de Lohengrin (como Swann), con una forma diferente. Otro pequeño tema más, la insistente melodía de violín de Franck, que surge una y otra vez, con cambios de color pero no de sustancia, y ese piano que lo genera, con un acorde al borde de lo inaudible en el comienzo, pero que luego fluye desde allí, turbulento.

El mundo sonoro de Á la recherche… es el de Fauré y el de Debussy; el de la difuminación de los trazos y los contornos. 1913, el año de la publicación del primer tomo, es el del estreno de Juegos, de Debussy, la obra que rompe de manera radical con el sistema narrativo de la variación progresiva del Romanticismo. Y hay un elemento más. El arcaísmo que impregna en esos años la obra de Pablo Picasso y que se transparentará frecuentemente en la de Maurice Ravel. Esa combinación entre lo nuevo y las relecturas de lo antiguo se manifiesta en los gustos del escritor, de los que queda como documento el programa del concierto que organizó, como colofón de una cena en el Ritz de París, el 1 de julio de 1907: Sonata para violín Nº 1 de Fauré, un Andante de Beethoven (no se especifica cuál), un Preludio de Fréderic Chopin (también sin especificación), “Des Abends” de Robert Schumann, el Preludio de Los maestros cantores de Wagner (en reducción al piano), “Idylle” de Emmanuel Chabrier, “Les Barricades mystérieuses” de François Couperin, un Nocturno de Fauré (no dice cuál), la Muerte de amor de Isolda de Wagner, en la versión para piano de Franz Liszt, y la Berceuse de Fauré.

La Sonata de Vinteuil es una obra colectiva; es la que imagina, como a los personajes de la novela, con un poco de cada uno de los que conoce –y espía–. No obstante, la composición que, a su manera, cuenta la misma historia que Á la recherche… es esa sonata cíclica en dos partes, cada una de ellas formada por dos movimientos, compuesta por Franck en 1886. Allí está su juego con el tiempo, desde ya. Pero, lejos del último lugar en importancia, la fascinación con Wagner y su posible traducción al francés.

Esos dos polos –Wagner y Francia– marcan la oscilación de las versiones de una de las obras más interpretadas del repertorio. En el primero de esos extremos bien puede situarse la histórica interpretación de David Oistrakh y Sviatoslav Richter en el Conservatorio de Moscú en 1968. En el otro podría ubicarse a Joshua Bell –cuyo maestro, Josef Gingold, fue discípulo de Eugène Ysaÿe, que estrenó la obra y fue su dedicatario–, y que la grabó junto con el pianista Jean-Yves Thibaudet. La Sonata, que inicialmente no había estado pensada para Ysaÿe sino para Armand Parent, que lo había ayudado a terminarla, fue registrada por todos los grandes violinistas del último siglo y no siempre por pianistas a su altura, quizás olvidando que, como las sonatas de Beethoven –y como la de Vinteuil– habían sido concebidas “para piano y violín” y no al revés. La excepción es Martha Argerich, desde ya. Ivry Gitlis la registró con ella dos veces, en estudio, excelente, y en Beppu, en vivo, olvidable. Itzhak Perlman, con ella, aparece quizás demasiado plácido y el notable Renaud Capuçon no logra corresponder del todo la intacta vitalidad de la pianista, en vivo en el Festival de Aix de 2022. 

Entre las grabaciones ejemplares –por distintos motivos– resultan imprescindibles la de Arthur Grumiaux –otro heredero de Ysaÿe por línea directa– con György Sebok, la de Catherine Courtois y Catherine Collard –un modelo de contención–, la de Agustin Dumay con Jean-Philippe Collard  y la que para mí resulta, entre las recientes, no solo perfecta sino de una profundidad y un equilibrio admirable, la registrada por Alina Ibragimova, una de las grandes violinistas de la actualidad, con el pianista Cédric Tiberghien. La irrupción de la parte solista del piano –“se elevaba como en líquido tumulto […], multiforme, indivisa, plana y entrecortada, igual que la agitación malva de las olas, hechizada y bemolizada por la luz de la luna”, escribía Proust–, el exquisito crecimiento del tema del violín, sus pequeñas diferencias de timbre y de color, la idea del retorno y del tiempo sin tiempo, no podrían haber encontrado una traducción mejor. Las obras  que completan el disco  –el Poème Elegiaque de Ysaÿe, la Sonata en sol menor de Louis Vierné y el Nocturno para violín y piano de Lili Boulanger– aportan, además, una nueva capa de significado.

Como apéndice, existen tres discos que rondan de manera brillante el mundo de la sonata de Vinteuil y de los salones proustianos. En uno, titulado Proust, le concert retrouvé, Théotime Langlois de Swarte, en un violín Stradivari “Davidoff” con cuerdas de tripa y Tanguy de Willencourt en un piano Érard del siglo XIX reproducen, en gran medida, aquel concierto de 1907 en el Ritz. El gran cellista Steven Isserlis, junto con Connie Shih en piano, interpreta la transcripción de la Sonata de Franck para su instrumento en Music from the Proust’s Salons, donde incluye además piezas de Hahn, Fauré, Saint-Saëns, Augusta Holmes y Henri Duparc. Y en La sonate de Vinteuil, las hermanas Maria y Natalia Milstein interpretan todas las posibles obras inspiradoras de Proust incluyendo, además de Hahn, Saint-Saëns y Debussy (aunque no a Franck), su propia -e improbable, aunque bella- hipótesis: la Sonata en re menor de Gabriel Pierné.

DF/MF