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PSICOANÁLISIS

La virtualidad en la sesión analítica

Es frecuente que un paciente mencione que anotó un sueño en su celular, o que quiera leernos los mensajes que intercambió con su pareja.

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Los teléfonos celulares han adquirido suma importancia en nuestro vivir cotidiano, y la sesión analítica no es ajena a eso. Muchas veces me preguntan por las interferencias que los smartphones podrían producir durante las sesiones y, en particular, sobre la persona del analista. 

En términos generales, el teléfono portátil y las pantallas implican formas de presentificar algo de lo que, sin embargo, permanece ausente: el cuerpo del otro, real, encarnado. Por empezar, advertimos un efecto de mayor sujeción a las demandas. Sabíamos, por ejemplo, que nuestros hijos no estaban en casa sino en la escuela hasta tal horario. Recibíamos novedades y las anunciábamos solamente a través del cuaderno de comunicaciones, no desde o hacia otro celular en cualquier momento y circunstancia. Las demandas laborales se extienden fuera de los horarios contratados y -cuando se trata de una relación asimétrica-, resulta cada vez más dificultoso fijar ciertos límites. Y a la inversa, la leyenda Este es un celular de empresa, no siempre excluye la presión por responder fuera de los horarios de apertura y cierre. “Si no contesto, se puede arrepentir de la compra o acude a la competencia”, dice alguien dedicado al comercio virtual, que casi no puede separarse del móvil y ve cada vez más reducidas sus horas de sueño. En la sesión.

Una sesión es un espacio íntimo, que transcurre entre dos, encuentro de dos cuerpos, hablantes ellos. El lazo transferencial se sostiene en las palabras del paciente y el analista, pero también implica un lugar tercero, orden simbólico, que hace posible una lectura de las manifestaciones del inconsciente.

Además de ese “diálogo entre tres” hay una función fáctica de la palabra, pues el paciente trae las figuras de sus otros significativos, madre, pareja, etcétera. Esta presentación de los ausentes mediante la palabra los constituye ya, de algún modo, en versiones virtuales, pues no se trata de ningún otro concreto sino de figuras investidas por los fantasmas de cada uno. 

Entonces, si sólo consideráramos la dimensión de la palabra, pareciera no haber obstáculo a que un análisis transcurra en la virtualidad. Sumemos a esto que Freud –allá en los comienzos–, no se privó de hacer ocasionalmente sesiones transitando por jardines, o que realizó lo que llamó su autoanálisis a través de cartas. Sin embargo, tanto él como Lacan han marcado la importancia de la presencia de los cuerpos en el espacio de la sesión. Tema de otra nota. 

Para tomar dimensión del cambio que se ha ido produciendo, precisemos lo que se considera el dispositivo “clásico”.  El cuerpo del analista está presente, para ser retirado al lugar de un semblante. El uso del diván, cuando su indicación lo amerita, excluye la mirada de confirmación de eso que se dice, dejando opaco el deseo del analista, para que sea el sujeto quien responda con las versiones de sus fantasmas. Desde el momento que avalamos la relación de un sujeto a su inconsciente, explicitamos ciertas reglas. Abstinencia, neutralidad, atención flotante, son términos que indican las posiciones de cada uno en la partida. Hasta aquí lo tercero, en el dispositivo clásico, se reduce a esos tres lugares: Analista, sujeto, Otro simbólico. 

¿Cómo ingresan hoy, estos aparatos, en ese tiempo y espacio determinado que es la sesión analítica? 

Desde hace tiempo, a las condiciones recién comentadas teníamos que añadir: “Apagar el celular durante las sesiones”.

No obstante, los cambios en hábitos se introducen una y otra vez por la ventana. En el caso del análisis de niños, las pantallas se venían incorporando en forma combinada con la “caja de juegos”. En cuanto a los adultos, el privilegio de la palabra sigue siendo la regla. Algunos pacientes se anuncian a través del celular y esperan sin respuesta hasta que recuerdan que deben tocar el portero eléctrico. El hábito excusa el olvido. Otros resisten apagarlo por razones varias, y a veces válidas. Es frecuente que un paciente mencione que anotó un sueño en su celular, o que quiera leernos los mensajes que intercambió con su pareja. Desde cierta ortodoxia, podría considerarse como una transgresión al “encuadre estándar”. 

La orientación de Lacan, siguiendo una ética acorde a la singularidad, removió esos estándares introduciendo, por ejemplo, la sesión de tiempo variable para hacerla más afín a la sorpresa, al hallazgo. 

Durante el aislamiento de la pandemia, la tecnología se convirtió en un instrumento para alojar angustias y malestares que no podían esperar. Apelar a las sesiones telefónicas o virtuales fue un valioso recurso. He podido comprobar como un corte en la señal transformó un lapsus cibernético en una verdadera formación del inconsciente para un sujeto, o como en otra generó un equívoco que nombró lo más singular de su síntoma, que le permitió un uso virtuoso de aquello que antes producía padecimiento.  

Atravesada la emergencia, notamos la tendencia a proponer la alternancia ocasional de sesiones presenciales y virtuales; sea por razones de salud física, distancias geográficas, e incluso por imprevistos que impiden llegar a horario. 

La pregunta que subyace es: Si funcionó, ¿cuáles serían las razones para contraindicarlo? 

Esta situación interroga a los analistas acerca de qué imposible se juega tras las posibilidades que la tecnología aporta. 

En ocasiones, el poder fáctico que se les asigna, quiere añadirse al tercero simbólico de la palabra. Es el caso cuando alguien pretende justificar su ira esgrimiendo como prueba un mensaje que alguien dejó en su celular.  

Ahora bien, la pregunta sobre las interferencias que los smartphones podrían producir durante las sesiones analíticas me permite hablar sobre la posición del analista en los análisis que dirige. ¿Qué dirige? La orientación de la experiencia, no al paciente. En su acto, no parte de ningún ideal, sigue el curso de lo real, hace valer su versatilidad, no estandarizable.

El punto respecto a la introducción de este elemento tecnológico, es cómo alojarlo o excluirlo en cada caso, sin habituarnos a que lo excepcional se transforme en norma al punto de dificultar la lectura de esas “interferencias”. En un caso puede ser un recurso valioso, en otro una resistencia, un acting dirigido al analista, o una forma más de sujeción a los imperativos superyoicos. 

La pregunta del comienzo, incluía también cierta curiosidad sobre esas interferencias “en la persona del analista”. 

Fuera de sesión, diría que, como cualquiera, el analista puede quedar más o menos bajo los efectos de estos artefactos. Vaya como testimonio el fallido que cometí al momento de agendar la fecha en la que saldría esta nota.  Me encontraba en viaje, enviando desde mi celular algunas contribuciones para un trabajo colectivo. El intercambio se dificultaba según el parpadeo en la señal que suele producirse en ciertos puntos geográficos. El resultado fue que, al agendar los compromisos siguientes, trastoqué la fecha de entrega del trabajo colectivo con la de esta nota. Efectos de esta nueva “psicopatología de la vida cotidiana”.

Pero en su práctica, un analista ocupa su posición en la transferencia a condición de restarse como sujeto. Excluye su yo (por ende, su mundo) para activar la atención flotante necesaria que permite captar el chispazo de verdad que surge en lo que escuchamos, y regresarla al sujeto como interpretación. Dentro del dispositivo, las interferencias quedan tomadas por el discurso analítico y se juegan desde el lugar que el analista ocupe en relación a cada sujeto. 

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