La pandemia y el invento de la responsabilidad individual
La pandemia colocó la dimensión ética de nuestras vidas en un lugar central. Todos y todas nos vimos en algún momento tensionados por los dilemas que nos planteaba el deseo o la necesidad de retomar algo parecido a una vida “normal” en un escenario que no lo es. ¿Hasta dónde tomar recaudos para cuidarnos y cuidar a los demás? ¿Cuánto es suficiente, cuánto excesivo?
En estos tiempos hemos visto de todo. Tendemos a recordar con indignación actos de irresponsabilidad imperdonables, como el de esas personas que siguieron yendo a atender sus comercios en Córdoba a sabiendas de que portaban la temida mutación Delta, que la provincia intentaba entonces contener. Pero es fácil olvidar que lo contrario fue más bien la norma. En estos años millones de personas actuaron responsablemente, cuidando a los demás de mil maneras, incluso en el agotamiento y corriendo altos riesgos, como el personal de salud.
Lo mismo vale para el terreno político. Las irresponsabilidades abundaron, desde la fiesta del presidente en Olivos, hasta la incansable campaña de sabotaje de las medidas sanitarias que impulsó la derecha cuando alertó sobre absurdas “infectaduras”, denunció que las vacunas eran “veneno”, informó que el COVID no representaba ningún riesgo y un largo y vergonzoso etcétera. Pero también en este terreno podríamos dar ejemplos de dirigentes de uno u otro signo que actuaron con responsabilidad y que acaso hayan sido los más. Hay que agradecer que no nos haya tocado al frente de los ejecutivos nacional o provinciales ningún negacionista del tipo de los que debieron soportar brasileños o estadounidenses. Fue pura suerte: podría haber sucedido.
Como nunca antes, la cuestión de la responsabilidad fue objeto de debates públicos. Quiero detenerme en una expresión que escuchamos de boca de dirigentes de todo signo: “responsabilidad individual”. Todos apelaron a esa fórmula (incluyendo Alberto Fernández) cuando se vieron en la necesidad de justificar el levantamiento de medidas de aislamiento duras. La expresión aparecía como una especie de fórmula mágica, un conjuro que no hace falta explicar. Se pide responsabilidad y listo, a confiar. Pero ¿qué significa?
Una de las primeras veces que la escuchamos fue en boca de Macri en julio de 2020. Acababa de aterrizar en París y puso en palabras el alivio que sintió por estar en un país en el que “se vive con libertad y con responsabilidad”. Aprendan, torpes argentinos. Justo en ese momento no había restricciones en Francia. Poco después las habría, severísimas, incluyendo toques de queda patrullados por la policía. Pero justo en ese momento no las había.
Nadie podría estar en contra de la responsabilidad individual. Pero ¿qué sería? Ciertamente no parecía consistir en respetar las normas. Macri viajó varias veces al exterior y al regresar nunca cumplió los días de aislamiento dispuestos. Podría haber significado eso, pero “responsabilidad individual”, en su boca al menos, no era acatar las medidas de cuidado de los demás. Era otra cosa. La expresión aparecía más bien como talismán contra las regulaciones estatales: hay que dejar que cada individuo haga lo que le parezca y confiar en que el resultado será el mejor posible. Cada cuál sabrá cómo cuidarse. Cualquier otra cosa es limitar la libertad.
La definición de responsabilidad, en boca de Macri, parecía retomar las ideas de su autora favorita, Ayn Rand, la escritora que cautiva a quienes hacen sus primeros pasos en el liberalismo extremo. En ella encuentran la confirmación de que cada unx es independiente, responsable de su propio destino y que el emprendedor es la figura paradigmática de esa libertad individual concebida como principio y fin de la existencia humana. Responsabilidad es eso: hacerse cargo de la propia libertad, darle curso, sin esperar nada de nadie ni aceptar limitaciones. Forjarse el propio destino. Ser responsable de sí. Hacerse cargo de las acciones propias y de las consecuencias que tengan para uno mismo.
Ayn Rand concebía la responsabilidad justamente como lo opuesto al deber: detestaba la idea de que existan deberes a los que unx deba someterse, códigos éticos que nos pongan límites, obligaciones que un individuo no elija. Más aún, predicaba lo que en filosofía se conoce como “egoísmo racional”, el principio según el cual las únicas acciones racionales, para una persona, son aquellas orientadas a perseguir su interés individual y las que maximizan su propia satisfacción. Aborrecía el altruismo. Uno de sus libros se titula La virtud del egoísmo. Nada menos.
Desde este punto de vista no hay contradicción alguna entre ser responsable de las propias decisiones y reunirte con colaboradores apenas llegado de viaje o ir a abrir tu negocio a sabiendas de que portás la Delta. Quien es responsable de sí hace bien en perseguir su propio interés. El resto no importa: cada cuál debe definir cómo se cuida a sí mismo. No hay ningún deber ni obligación que nos ate a los demás. Cada cual para sí. Punto.
La pandemia, justamente, nos permitió ver el sinsentido de esa visión. Porque al virus lo tienen totalmente sin cuidado los bordes que supuestamente delinean y separan a un individuo del otro. Se mete sin pedir permiso. Si algo no le interesa es la supuesta soberanía del individuo sobre sí. Anda por el aire, salta de cuerpo en cuerpo y, para contenerlo, no alcanza con cuidarse unx mismx: más importante es que nos cuidemos unas a otros.
Lo que la pandemia ilustra de manera dramática vale, en verdad, para todo lo demás. Tal como con el virus, también nos afectamos unos a otros con las decisiones que tomamos, con nuestras actividades, con lo que omitimos hacer o decir, con nuestras palabras, con nuestros cuerpos. Aunque muchos fantaseen con ello, no somos individuos aislados. Somos personas viviendo como parte de una comunidad y, de hecho, no existimos sin ella. Además de responsabilizarnos por nuestra propia vida, somos responsables de los modos en los que afecta a los demás lo que hacemos o dejamos de hacer. Para bien o para mal, estamos todxs conectadxs.
Con o sin pandemia, vivir responsablemente es fundamental. Pero, en sentido estricto, no existe tal cosa como la “responsabilidad individual”. La responsabilidad es, por definición, interpersonal. Lo indica la propia palabra: responsabilidad viene de “responder”. El responsable es quien responde por algo frente a los demás, el que carga con el deber de dar respuesta frente al otro. El propio término lleva implícito al otro, al que (nos) demanda una respuesta.
Lo planteó hace cien años Mijaíl Bajtín, el gran filósofo ruso, mientras planeaba un libro que se iba a titular Arquitectura de la responsabilidad y que no llegó a concluir. La existencia personal solo es posible en la interacción con el otro: es solo por obra de la imagen, del cuerpo, de la mirada y de la palabra del prójimo que existimos como personas completas. Una existencia ética es, por eso, dialógica: involucra a personas que se saben en la obligación de responder ante el otro por lo que son, por lo que hacen y por lo que omiten.
Y para que el corolario de esta nota no sea santulón, aclaremos que nadie está nunca a la altura de esa ética. Todos y todas balanceamos como podemos nuestros deseos y necesidades personales y lo que los demás esperan o necesitan de nosotrxs. Algunos lo hacen mejor, otros peor. Todos y todas en esta pandemia debimos, en algún momento, violar alguna de las disposiciones públicas o correr algún riesgo, aunque fuera mínimo, de contagiar a otrxs. Pero lo que importa, más allá de ese hecho en alguna medida inevitable, es no olvidar que debemos responder ante el otro. Que no podemos sustraernos a ese imperativo. Importa sostener una ética pública (y una práctica personal) de la responsabilidad y no permitir que la reemplace esa pedagogía del egoísmo que nos conduce a actuar como si el prójimo no existiese. Que no es otra cosa que una pedagogía de la barbarie.
EA
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