Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.
OPINION

Capitalismo implosivo: dos historias playeras

Veraneantes en la Costa Atlántica argentina.

0

Hay pequeñas historias a través de las cuales se puede comprender el mundo. Les cuento dos que ocurrieron este verano en la costa Atlántica. No tienen nada de particular, son bien cotidianas.

La primera ocurrió en Santa Teresita, un balneario popular. Gente en la playa tratando de pasar un buen rato. Una familia pone la música demasiado alta, otra familia le pide que la bajen. La discusión sube de tono. Ambas se creen con derecho: la una a relajarse un rato sin ser aturdida, la otra a relajarse un rato con la música de su antojo. Después de todo la playa “es de todos”, lo que parece lo mismo que decir que “no es de nadie”, así que ¿quién tiene derecho a decirme que no escuche lo que se me antoja? Si no les gusta que se corran a otro lado. El problema es que la playa está bastante llena. No hay mucha escapatoria. Dondequiera que uno vaya hay algún idiota con un parlante, o algún histérico que no quiere escuchar la música ajena, depende como uno lo mire. El desacuerdo termina a las trompadas. Batalla campal. Tuvo que intervenir la policía y el asunto motivó una nota en el diario Clarín, que además informa sobre hechos similares por todas partes: un bañista que le pega a un guardavidas porque le indica que no debe ingresar al agua, un vendedor ambulante que pelea con otro por vender en el mismo rincón, etc. La policía trata de mediar pero no sabe bien cómo. No está prohibido escuchar música en la playa. ¿No podrán aplicar sentido común y respetarse? Ciertamente, si hubiese menos gente o la playa fuese más amplia podría decirles que se alejen y evitarse tales conflictos. Pero espacio ya no hay. Demasiados intereses en juego sobre un espacio demasiado limitado.

La segunda historia transcurre en Mar del Plata, donde se desarrolla un conflicto entre propietarios. Por una parte, empresarios inmobiliarios. Por la otra, vecinos de uno de los barrios más tradicionales de la ciudad. Ambos están tranquilos con sus derechos de propietarios. Y aun así se encuentran disputando el patrimonio común de la ciudad. Los empresarios pretenden erigir torres frente al mar, con lo cual arruinarían el paisaje urbano, le quitarían la vista a las casas que quedan detrás y demolerían chalets históricos con valor patrimonial. Se suponía que no podían hacerlo porque el código urbanístico no lo permitía. Pero en Mar del Plata gobierna la derecha y, al igual que en Buenos Aires, todos los días aprueban alguna excepción para sus amigos empresarios. De nuevo, todos se sienten con derecho. Los empresarios, porque adquirieron una propiedad y, se sabe, el propietario es rey. Pero los vecinos también son propietarios. Como los bañistas de Santa Teresita, reclaman poder definir cómo se usa un patrimonio que es de todos y parece no ser de nadie. ¿De quién es la vista? ¿Derecho de quién es preservar una ciudad linda, que no sea un amontonadero horrible de torres? Un juez acaba de apiadarse de los vecinos y concedió una cautelar. Por ahora no habrá torres. Pero es obvio que la historia no terminará allí.

El espacio que se agota es un punto en común entre ambos episodios. La gente se aprieta, el espacio falta, todos quieren poder aprovecharlo o sacarle su tajada. El individuo soberano exige libertades personales a su antojo: te meto la música a todo lo que da, jodete. El capital presiona, necesita ganancias como sea: te meto una torre donde quiero, jodete. La presión que estas historias demuestran se viene intensificando cada vez más. El capitalismo ingresó en su fase implosiva: no tiene ya ningún “afuera” donde expandirse, ningún espacio exterior para colonizar. Ya lo ocupó todo y sin sostener su tasa de ganancia muere. Para mantenerse en pie solo le queda chupar más del territorio que ya ocupó, sacarle más jugo al patrimonio común, meter una torre más al lado de la que ya erigió el año pasado. El espacio personal se comprime. Los recursos se acaban, la explotación se intensifica, no hay lugar para que cada cual haga su vida sin molestarse. Las tensiones que estas microhistorias muestran tienden a intensificarse.

En los tiempos políticos en los que vivimos, nada contribuye a encontrar maneras razonables de lidiar con ella. Al contrario: los dirigentes favoritos son los que le dicen al individuo que tiene derecho a hacer lo que se le antoja y, al empresario, que se convierte en héroe si mete una torre más, si vuela una montaña más para extraer minerales, si consigue hacer trabajar más a sus empleados y pagar menos impuestos. Irónicamente, puede que no haya diferencias políticas entre los involucrados en estas dos historias. Posiblemente los bañistas de Santa Teresita hayan votado a Milei, lo mismo que todos los involucrados en el conflicto inmobiliario, tanto los vecinos del coqueto barrio Stella Maris como los empresarios. En Mar del Plata, de hecho, Milei tuvo uno de sus mejores resultados. Votaron a un topo que quiere destruir el Estado desde adentro, posiblemente imaginando que va a poner orden y decirle al de al lado que deje de hacer eso que me molesta a mí, eso que interfiere en lo que considero que es mi derecho individual.

Todos, sin embargo, necesitaron del Estado para dirimir sus problemas privados. Lo necesitaron para que las trompadas no terminaran en sangre, para conseguir una excepción a la ley o, al contrario, una cautelar que la defienda. No es difícil imaginar cómo podría haber terminado la trifulca en Santa Teresita si no hubiese habido algún mecanismo de mediación entre las partes. Y todos imaginamos cómo terminará el tema en Mar del Plata: los empresarios merodearán juzgados y oficinas de concejales y habrá sobres que ablanden voluntades o consigan remover obstáculos.

Hay una condición de posibilidad para que todo esto ocurra, que sin embargo permanece invisible, fuera de nuestra vista. Si estamos en una dinámica que multiplica las tensiones entre nosotros, que nos oprime, que nos quita espacios y nos empuja a la conflictividad, es porque quienes más la promueven pueden librarse de sus efectos. Porque, claro, a los verdaderamente ricos el espacio personal no se les acaba. Con su actividad económica o las medidas de los presidentes que apoyan intensifican esos problemas para los demás, pero no los padecen ellos mismos. Pueden tener mansiones con playa propia, en las que ninguna torre les tape el sol. O vacacionar en islas del Caribe en las que ninguna doña en chancletas te pone cuarteto a todo lo que da, ni hay vendedores ofreciendo pirulines, ni bañeros que osen decirte qué hacer. No dependen de lo común, ni necesitan leyes que los amparen. Ellos mismos imponen su ley.

¿Cuánto tiempo más resiste la ley (supuestamente) igual para todos, lo común, a la presión implosiva del capitalismo y a la creencia de que cada cual puede apropiarse de su metro cuadrado e imponer allí su deseo individual como sea? ¿Cuánto más resiste la vida civilizada subjetividades que se creen con derecho a llevar su vida desentendiéndose de toda responsabilidad colectiva?

Seguramente no sean preguntas que podamos responder en esta época boba que nos toca. Quedarán para mejores momentos, si sabemos conseguirlos.

EA/DTC

Etiquetas
stats