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ENSAYO GENERAL

Esta noche no, Josefina

Josefina y Napoleón

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Desde hace un par de días que mi tuitósfera gringa está repleta de alusiones a un neologismo que aparentemente tiene un par de años pero que acaba de ponerse de moda a partir de una de esas notas mitad autobiográficas mitad sociológicas que se hacen más famosas por las personas que las critican que por quienes las celebran: la palabra de la semana, entonces, es heterofatalismo. Los medios más progresistas la tratan como una suerte de rama del lesbianismo político; si las “lesbianas políticas” eran las mujeres que decidían ser lesbianas no por gusto o espontaneidad sino por razones políticas, las “heterofatalistas” serían las que no dan ese paso, pero sí llegan a pensar que hay algo fundamentalmente maldito en sentirse atraída por hombres y tener que lidiar con ellos en el sexo y el romance (la nota que se viralizó en estos días, de hecho, se llama The Trouble With Wanting Men, “el problema de desear a los hombres”). No es que siempre me interesen los pseudoconceptos que van inventando los periodistas para pegar quince minutos de fama (no tengo objeciones; todos tenemos que vivir de algo, y hoy vivimos fundamentalmente de la atención); si este me interesó fue porque, como casi todas las palabritas que logran efectivamente viralizarse, identifica un sentimiento o un ethos que está circulando en ciertas esferas hace una buena cantidad de tiempo.

“Una buena cantidad de tiempo” bien podrían ser treinta años; a los conocedores de la teoría queer el heterofatalismo les recuerda a las lesbianas políticas, pero a mí me recuerda a Los hombres son de Marte, las mujeres son de Venus, ese libro que se regalaban las treintañeras de los noventa; al “ya no hay hombres” que en esa época ya repetían las amigas de mi mamá. La liberación sexual no sucedió en los sesenta; es un proceso larguísimo que empieza antes de esa época y dura hasta nuestros días. Lo que siento que no termina de circular es que este heteropesimismo es de alguna manera consecuencia del cambio de relación de fuerzas que produce la revolución sexual, o más específicamente, la liberación sexual de las mujeres. Una vez que desaparece la virtud de la castidad, una vez que el sexo deja de ser algo que las mujeres custodian como un tesoro por el que los hombres tienen que luchar, se produce una suerte de desequilibrio que, en el libre mercado del sexo afecto, solo se resuelve con la magia del amor. Los hombres ya no necesitan esforzarse para acostarse con una mujer, ni siquiera necesitan pagar; y las mujeres ya no podemos dar por hecho, como parecían darlo nuestras madres y abuelas, que todos los hombres nos desean por default. Puede ser muy duro; sobre todo si te educaron con la idea de que había que cuidarse de los hombres porque todos te iban a querer coger.

Cuando escribí El fin del amor me di cuenta de que en la masculinidad hegemónica tradicional convivían, por ponerlo en términos poéticos, dos demonios contrapuestos: el de la violencia, que lo conocemos muy bien, y otro un poco más difícil de nombrar, al que le pondré el nombre transitorio y cacofónico de “compulsión evitativa”. Me lo han hecho, pero sobre todo lo he visto cuando no soy yo la evitada: el varón recibe un mensaje que no sabe cómo responder. No está loco de amor, pero tampoco está seguro de querer renunciara a toda chance de alguna vez salir con esa chica; de modo que pospone la respuesta. Tira el celular, cierra la ventana, lo que sea: pone el asunto en un cajón. No está enamorado, de hecho, y ya sabemos lo que pasa cuando uno no está enamorado de alguien y no contesta un mensaje en el momento en que le llega: no lo contesta nunca jamás. Tres semanas después, algo (una foto en Instagram, muy probablemente) le recuerda que esa chica es linda, que está disponible y que en el fondo no tenía ninguna objeción contra ella: entonces le escribe. ¿Qué le pasa, piensa esa chica? ¿Qué quiere? ¿Qué no quiere? ¿Por qué un día no me contesta y otro día me escribe como si nada?

Deslizo dos hipótesis, entonces, en lo que me queda de esta columna: la primera es que esta pulsión por evitar decidir, evitar ser molestado, evitar incluso molestarse en decir que no, es algo mucho más antiguo de lo que creemos. Hoy lo sufren las solteras porque las solteras desean y proponen. Antes, cuando eso estaba socialmente prohibido, lo sufrían las casadas; el tipo se iba a comprar puchos, o se metía abajo del auto a arreglar quien sabe qué, o se sentaba a leer el diario y no había que molestarlo; así evitaban planteos, discusiones, demandas de amor, divorcios incluso. De hecho, la frase “Esta noche no, Josefina” se la decía supuestamente Napoleón a su mujer, famosa por su apetito sexual incontrolable. Mi segunda hipótesis (y por hipótesis en este contexto quiero decir “intuición”) es que llegamos a un acuerdo social más o menos amplio (énfasis en “más o menos”) de que la violencia es mala, incluso si todavía nos faltan herramientas políticas, públicas y privadas para combatirla, pero no es mucho más complejo el asunto de la condena de esta compulsión evitativa: ¿es necesariamente mala esta conducta masculina? ¿Es algo a erradicar? ¿Tienen ellos pocas ganas de algo, o somos nosotras las que tenemos demasiadas ganas de cualquier cosa? Es muy difícil tener una conversación honesta y no moralizada sobre esto. Mientras así sea, circularán el heterofatalismo, los libros sobre planetas y la obsesión por encontrarle una solución política a algo que quizás no tenga ninguna clase de solución.

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