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QUÉ ESCUCHAR

La distancia, el tiempo, la voz

Dino Saluzzi  junto a su hijo, José María Saluzzi, y Jakob Young.
26 de julio de 2025 12:42 h

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Capítulo 1

Zambas y chacareras. La “Canción de lejos”. La “Zamba de la distancia”. Ese arriero que iba “como sombra en la sombra”. El andar, la soledad ante el paisaje, el extrañar, son la materia de mucha de la más bella música de tradición rural compuesta en la Argentina durante el siglo pasado. De ese repertorio que un salteño nacido en Campo Santo tocaba en un instrumento llegado dos veces desde lejos. Desde Alemania, donde a un inventor y artesano llamado Band se le había ocurrido que podría utilizarse en las pequeñas iglesias luteranas, allí donde no cabía un órgano. Y desde Buenos Aires, donde llegó por azar –o por destino– y había todo un género, el tango, que ya no pudo imaginarse sin su presencia.

Dino Saluzzi tocaba el bandoneón y tocaba eso que en los 60s fue parte de un “boom” y se llamó “folklore”. Pero llegó a la capital y fue parte de la orquesta de Alfredo Gobbi y tocó tangos y empezó a extrañar. Y grabó para el sello RCA discos extraordinarios de folklore. Y, no mucho después, empezó a buscar otros sonidos y otras formas musicales más abiertas, en algunas grabaciones que incluyeron a Manolo Juárez, a Rodolfo Alchourrón, o a Litto Nebbia. Y a un grupo notable que después se llamó Alfombra Mágica –Quique Sinesi, Matías González y Horacio López– y con quienes grabó el álbum Vivencias –donde también participaron su hermano Félix “Cuchara” Saluzzi, Lázaro Méndolas, Beto Satragni y Pedro Aznar. Y viajó a Europa, donde lo escuchó el productor Manfred Eicher y donde tocó con la orquesta de George Gruntz y, después, grabó un disco fundante llamado Kultrum donde encontraban su sonido la soledad y el extrañamiento. Esa palabra que también usaron los formalistas rusos, a comienzos del siglo XX, para hablar del arte. Para nombrar la posibilidad de que algo fuera visto como por primera vez.

“En mi forma de tocar el bandoneón está lo que aprendí en Salta y lo que aprendí en el tango y, después, tocando con músicos de todas partes y de muchos géneros diferentes. Pero hay, también, cosas que son sólo mías. Yo no me doy cuenta. No podría decir ‘esto viene de allá y esto viene de acá’, ‘esto lo aprendí en tal lado y esto es personal’. Pero seguro que está. Y eso es el estilo”, me decía hace años Dino Saluzzi, tal vez el único que creó un estilo –y un género– nuevo para un instrumento signado, como él, por la distancia. Distancias recorridas en el espacio, en los géneros y en los compañeros con que fue transitándolos, desde Charlie Haden o el Cuarteto de cuerdas Rosamunde hasta sus hermanos y su hijo, los trompetistas Enrico Rava y Tomasz Stanko, o el contrabajista Marc Johnson –un ex del trío de Bill Evans–. Pero, también, distancias atravesadas por el tiempo. Dino Saluzzi tiene noventa años y acaba de sacar un nuevo disco. Tal vez el más sabio y reconcentrado de su carrera.

En El viejo caminante, publicado como la gran mayoría de su extensa y variadísima discografía por ECM, toca con dos guitarristas fantásticos, su hijo, José María Saluzzi, y el noruego Jakob Young. El título es también el de una de las piezas incluidas y, como otros (“Y amó a su hermano”, “Tiempos de ausencias”, “Mi hijo y yo”, “Buenos Aires 1950”) traza una suerte de autobiografía. Otros temas, clásicos, también hablan, además de la historia del jazz, de la propia. “My One and Only Love”, por ejemplo, ya había sido incluido en Ríos, un disco originalísimo registrado hace tres décadas junto al contrabajista Anthony Cox y David Friedman en vibráfono y marimba. En estos retratos de recuerdos, de travesías de un viejo caminante, no se trata de fotografías sino de acuarelas, difuminadas, borradas –o enriquecidas– por las distancias. Ese aire contenido por un fuelle (“fueye”, en la mitología del tango) y sostenido en el ritmo de su propia respiración, es el sonido mismo de lo siempre extrañado y de lo que nunca deja de provocar extrañamiento.

Capítulo 2

Se trata de una voz única. Y, también, de viejos lenguajes y de nuevas palabras. Hay una tradición, en las cantantes de jazz, que se remonta a las primeras artistas afroamericanas que grabaron blues –Mamie Smith, Alberta Hunter, Bessie Smith– y se cristaliza en la santísima trinidad de Ella Fitzgerald, Billie Holiday y Sarah Vaughan, y en una dinastía que incluye a Carmen McRae y Betty Carter y, un poco más cerca, a la gran Cassandra Wilson. Y esa tradición marca a la vez un sostén, los cimientos de un lenguaje en común, y un desafío, cómo hacer para encontrar allí una nueva voz. Y algo aún no dicho para decir con ella.

Samara Joy

Samara Joy, una figura de aparición tan repentina y brillante como la de un rayo –toda su discografía, excelente, abarca apenas tres álbumes publicados a lo largo de tres años– es, en todo caso, una de las muy pocas que, a la vez, honra esa herencia y es capaz de hablar con ella su propio lenguaje. Votada en la reciente encuesta de críticos de la revista especializada Down Beat entre los músico (o músicas) del año y elegida allí como una de las dos mejores cantantes del jazz actual, este martes llegará por primera vez a Buenos Aires para cantar en el Teatro Coliseo junto con una orquesta que incluye a Connor Rohrer en piano, Paul Sikivie en contrabajo, Evan Sherman en batería, al trombonista Donavan Austin, el trompetista Jason Charos, David Mason en saxo alto y flauta y Kendric McCallister en saxo tenor. Ganadora en 2019 del Concurso Vocal Internacional de Jazz Sarah Vaughan, su último disco, Portrait publicado el año pasado, en una buena manera de acercarse a la nueva estrella de un cielo con poderosas constelaciones.

DF/MF

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