Cuando tenga 65

Hubo, a fines de diciembre de 1963, un artículo escandaloso. En el Times londinense, el crítico musical William Mann, jefe de la sección en ese periódico y ya una leyenda por ese entonces, escribió: “John Lennon y Paul McCartney, los talentosos jóvenes músicos de Liverpool, son los compositores ingleses más importantes del momento”. El momento señalado fue el de la grabación, en enero, del Requiem de guerra de Benjamin Britten, dirigido por él mismo, que cuatro meses después mereció tres premios Grammy, y el de la composición de su bellísimo Nocturnal after John Dowland, que estrenó el guitarrista Julian Bream. Britten, por otra parte, cumplía 50 años y recibió, en 1963, homenajes múltiples y tres otros autores, Richard Rodney Bennett, Nicholas Maw y Malcolm Williamson, escribieron una obra colectiva, “Reflections on a Themeby Benjamin Britten”, estrenada por el Melos Ensemble el 25 de octubre.
Otros grandes de la escena inglesa, por su parte, seguían creando. Michael Tippett compuso el Concierto para orquesta y Willam Walton su A Shakespeare Suite from Richard III. Pero, para The Times y su crítico estrella, en el año en que el Daily Mirror usó por primera vez la palabra “beatlemanía”, en que el cuarteto de Liverpool se despidió de The Cavern y llegó al primer puesto de ventas con tres singles –“Please Please me”, “I Love You” y “I Want to Hold Your Hand”– y con su primer LP, llamado también Please Please Me, los principales compositores ingleses eran Lennon y McCartney. Y, de manera desafiante, justificaba su aseveración en el uso de “clusters pandiatónicos”, “submediantes bemolizadas” y “cadencias eólicas”.
El juicio de Mann, profético si se tiene en cuenta el riesgo estético, la originalidad, experimentalismo y creatividad puestos en juego por The Beatles en los seis años posteriores –y, en particular, a partir de 1966– fue escandaloso, sobre todo, porque, a comienzos de los sesenta –y hasta mucho después– a nadie se le ocurría discutir la primacía de la llamada música clásica y de su sistema de valor para medir y juzgar al universo musical en su totalidad –tal vez con la única excepción, aunque parcial, del jazz–. Aún quienes no escuchaban esa clase de música “sabían” que era superior. Que si un músico popular tocaba Bach o Chopin –como John Lewis, del Modern Jazz Quartet, o el Mono Villegas u Horacio Salgán–, ésa, y no la belleza de su música, era la prueba irrefutable de su valor. Es decir, a nadie sorprendería que hoy alguien escribiera que Taylor Swift es la mayor compositora de canciones posterior a Schubert y no porque tal sentencia fuera menos discutible que la escrita por Mann en relación con Lennon y McCartney sino porque, sencillamente, el universo de la “música clásica” dejó de ser universal. Y si la idea de que la música artística de tradición académica europea era la que aportaba un sistema único de valor, capaz de medir cualquier hecho sonoro, entró en crisis fue, precisamente, por The Beatles, aquellos a los que el sentido común –aún en lugares tal lejanos como la Argentina y en boca de una niña porteña de clase media y cabellera hirsuta llamada Mafalda– le otorgaba el status de clásicos, por su calidad, y acabaron siéndolo en el otro sentido que la palabra conserva, como aquello que trasciende a su tiempo.
The Beatles anunciaron, con ironía, que a los 64 años serían viejos. Dos de ellos no llegaron a cumplir el vaticinio. Pero el grupo llegó a cumplir los 65 siendo joven. En 1960, un cuarteto de rock’n roll llamado The Beatals pasó a llamarse The Silver Beetles a partir de mayo, en junio cambió su nombre por The Silver Beatles, haciendo un juego de palabras entre “beetle” (escarabajo), el nombre con el que se conocía popularmente el Volksvagen Tipo 1, y el “beat” de Mersey (merseybeat), el género musical que florecía a orillas de ese río, en la ciudad de Liverpool. Y a mediados de julio, hace exactamente seis décadas, se convirtieron en The Beatles. El repertorio, en esos comienzos, estaba compuestos por éxitos –o descubrimientos– del Rhythm & Blues norteamericano y las canciones que los próximos compositores más importantes de Inglaterra comenzaron a crear y que decidieron, más allá del grado de colaboración que pudiera haber en su composición (que lo hubo), firmar en conjunto. El grado de originalidad que el grupo llegó a tener en el futuro oculta, en alguna medida, el que ya tenía desde sus primeras grabaciones. Conviene reparar en las diferencias entre esas canciones ajenas que ellos tomaban para sí y lo que hacían con ellas, en la electricidad y sensualidad que tanto Lennon como McCartney imprimían a su manera de cantar, el extraordinario empaste de sus voces, en el hecho de que esas voces eran explícitamente jóvenes –y no adultas como era habitual–, el efecto propulsor de la batería, los acentos a contratiempo en las guitarras y, por qué no, es esos pequeños deslizamientos de la norma que el bueno de William Mann supo distinguir y que hicieron de The Beatles, ya en 1963, un grupo único.
Toda la historia de The Beatles cupo en nueve años escasos, con una discografía distribuida en siete de ellos. En ese tiempo revolucionaron la manera de presentarse en vivo –y luego de no presentarse–. Cambiaron el lugar de los jóvenes en el mercado del entretenimiento y cambiaron las costumbres. Cambiaron los protocolos de grabación: el ingeniero de sonido Geoff Emerick contó en sus memorias, traducidas como El sonido de los Beatles, cómo el grupo salió en su defensa cuando lo quisieron echar por haber grabado al cuarteto de cuerdas de “Eleanor Rigby” desde más cerca de lo que indicaban las normas. Pero, además, cambiaron para siempre los tiempos de mezcla y edición. Hasta ellos, los músicos no participaban de ese proceso. Grababan y una vez que el sello aprobaba lo registrado eran otros los que se ponían a trabajar (y no demasiado) con ese material. En el caso de ellos, empezaron a componer en el estudio, a cortar y pegar sonidos provenientes de distintas tomas y de distintas fuentes. A experimentar con procedimientos inéditos –e impensables hasta ese momento para grupos de música pop y mucho más si ya tenían éxito y no parecían necesitar agregar nada más a lo que ya había. Revolucionaron el concepto de canción y, de paso, el de grupo pop que, en canciones como “Yesterday”, “Eleanor Rigby” o, más adelante, “She’s Leaving Home”, desaparecía en favor de cuartetos u octetos de cuerdas o arpas y convertía el acompañamiento, como en las canciones de Schubert o Fauré, ya no es un mero agregado o un detalle sino en una parte esencial de la obra. ¿O es que acaso esa historia de una mujer solitaria recogiendo de la vereda el arroz arrojado para festejar una boda podría ser la misma sin esa extraña cita que George Martin hizo de la música que Bernard Herrmann había escrito para el film Psicosis, de Alfred Hitchcock?
Si hiciera falta una sola prueba del espíritu aventurero –y de la disposición favorable a las sugerencias más disparatadas que pudieran surgir de cualquiera de ellos cuatro o de Martin, alcanzaría con los golpes de un timbal de orquesta en el estribillo de “Every Little Thing”, un tema incluido en el cuarto álbum del grupo, Beatles for Sale, publicado en 1964. Los dos golpes de timbal se hacer escuchar por primera venque aparece por primera vez entre los 29 y los 30 segundos. Y la pregunta obvia es “por qué”. Nada del uso pop de la canción ni de la fama del grupo o del posterior éxito de la canción –que además ocupa el anónimo antepenúltimo puesto del lado B– necesita esos timbales que, además, nadie vaya a notar y mucho menos en los tocadiscos de la época o, peor, en las transmisiones. ¿Entonces? Entonces, de lo que se trata, es del arte. Para ser más precisos, en aquello que desde la grabación del sonido y la aparición del disco, alguna de la música de tradición popular comenzó a compartir con la llamada clásica: la búsqueda de la obra en sí. Por la misma razón que no hay ningún motivo utilitario para que, en el estribillo de “Guardia vieja”, grabado por el sexteto de Julio De Caro en 1926, todos los instrumentos toquen en su registro grave o para que Duke Ellington, en su grabación de “Mood Indigo” en 1930, utilce al trombón en sobreagudo tocando la melodía por sobre la trompeta, también con sordina, y, en la voz más grave de ese trío, el clarinete, para buscar un timbre totalmente nuevo. Hegel dice, en sus conferencias brindadas en Heidelberg y Berlín y recopiladas como Estética, que el arte aparece cuando muere el ritual. Tal vez no sea totalmente cierto pero, en el arte popular, hay un momento –un momento Beatle, quizás– en que sucede algo que no se condice con lo utilitario. Con el ritual. En que se crea una nueva función además de la reunión colectiva, del baile, o de lo identitario. En que aparece un timbal innecesario. Ese es el momento del arte. Ese es el momento en que los Beatles se vuelven clásicos.
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