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ENSAYO GENERAL

Sobre la camaradería peneana

Iván Schargrodsky y Malena Pichot

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La semana pasada escribí sobre Viudas negras y dejé afuera, a propósito, la discusión que había inaugurado Malena Pichot sobre el concepto de la “camaradería peneana” en una entrevista con Iván Schargrodsky. Lo hice con intención, justamente, por eso mismo que dije en la columna de la semana pasada: las obras de Pichot encaran los debates políticos de la época, pero siempre de una manera oblicua, sin “opinar”, y por eso no tiene ningún sentido mezclar el análisis de esas obras con el de sus opiniones. Pero eso no significa que sus posiciones no sean también valiosas e interesantes, sobre todo por esa frontalidad que le permite hacer entrar a la esfera pública posiciones que estaban en el aire pero nadie se animaba a enunciar de manera explícita y, sobre todo, en los ámbitos pertinentes. Cuando digo “nadie” hablo también por mí; hay que tener la piel gruesa en un sentido muy particular para deslizar una opinión justamente frente a la gente a la que esa opinión se refiere, dándoles así la posibilidad de contestar en tiempo real. Yo no tengo tanto coraje para el conflicto y por eso escribo acá, en diferido y en un lenguaje mucho más impersonal, incluso si a veces estoy personalmente más cerca de la posición polémica que de la cortés y moderada.

En esa entrevista con Schargrodsky, entonces, Malena esboza este concepto de “camaradería peneana”, en clara referencia al registro de las conversaciones que streamers y periodistas progresistas tienen en sus plataformas con colegas o políticos de derecha; la conversación empieza desde el reconocimiento de la distancia ideológica, dice Malena, pero rápidamente empiezan los chistes y todos se sienten cómodos, porque cada uno se da cuenta de que el otro es “otro chabón” y “antes que las izquierdas y las derechas, está la verga”. No me interesan quienes se enojaron ni quienes negaron que esto fuera así: la que me interesa es la discusión que se armó con quienes afirmaban que eso es efectivamente cierto pero que representa un rasgo valioso de la masculinidad, uno que hace posible conversaciones con “el que piensa diferente” que fortalecen el debate público y, así, la democracia.

Entiendo a lo que se refieren; y en defensa de muchos de estos muchachos (sobre todo los jóvenes, como el ya mentado Schargrodsky) en general su entendimiento de la masculinidad, en la práctica conversacional, es mucho más cultural que biologicista. Quiero decir: si una se sienta a charlar y les habla culturalmente “en idioma de varón” (con humor, sin susceptibilidades, exponiéndose al chascarrillo y proponiendo un registro de descanso mutuo) es muy probable que efectivamente concedan el trato de varón. Lo sé porque lo hago; mejor, modestamente, creo, que muchos varones más tímidos o aparatos que yo. El que pierde es el solemne, porte el género que porte; y los varones (y las mujeres blancas de clase media como yo) tienen en general más chances de no llegar a una entrevista con una posición sensible o defensiva sabiendo que lo más probable es que los traten bien. Creo que es cierto en la práctica, entonces, que este sesgo hacia el registro del humor y la camaradería beneficia a los hombres, y a cierto particular de hombres. Pero no es eso lo que más me preocupa del asunto.

Es valioso que exista la conversación entre personas de distintos partidos, sectores políticos, ideológicos o sociales; pero hace falta descomponer esa afirmación, entender qué es lo que nos parece valioso de esa conversación, para qué nos importa que exista, qué queremos que produzca, para entender si cualquier conversación entre distintos es en efecto igual de valiosa. Hay dos tipos de respuesta a esta pregunta que circulan y tienen, además, mérito. La primera es la que dice que la conversación entre dos personas que son muy otras la una para la otra es valiosa porque hace que ambas reconozcan a la otra como un ser humano. Personalmente creo que esto es importante, y por eso mismo como progresistas queremos alternar ámbitos de socialización pública lo más diversos posibles: queremos una escuela pública en la que se crucen los credos y las clases sociales, espacios de ocio en los que interactúen personas que nacieron en circunstancias muy diferentes. Lo que no sé es si cuando hablamos de reconocer la humanidad ajena nos interesa que estas personas, de hecho, puedan construir consensos y tener discusiones sobre justicia y política pública. A veces creo que sí, que de hecho queremos eso de la sociedad civil en general; y otras veces pienso que no, que para la vida en común alcanza con menos, y nos conformamos con ese respeto a la humanidad del otro que viene de conocerlo en persona, aunque eso no derive en ninguna elevación del nivel del debate (como cuando en un barrio, por ejemplo, interactúan con una persona que vive en la calle y lo defienden y cuidan porque “no es un fisura” como esos otros anónimos).

Es cierto que estamos en un momento en que el odio está muy banalizado (al menos como expresión discursivo) y la discusión política muy moralizada: puede que hasta nuestros periodistas y funcionarios necesiten reconocer que la persona que tienen enfrente puede ser una buena persona y un buen ciudadano con el que sencillamente tienen desacuerdos profundos, pero eso solo habla de la pobreza intelectual de nuestros referentes. Dije que había dos tipos de cosa que podíamos esperar de esa discusión entre diferentes: una sería ese reconocimiento de la humanidad ajena, y otra, la más difícil, sería la posibilidad de construir consensos sobre los desacuerdos, de comprender esos desacuerdos hasta intentar o bien superarlos o bien pensar cómo construir una sociedad que haga lugar a ese disenso, que sea igual de justa con unos y con otros. Creo que si se trata de lo primero, las charlas de camaradería peneana son perfectas; si se trata de lo segundo, en cambio, que es lo que solemos esperar de una conversación entre personas informadas y socialmente reconocidas como referentes políticos, los chistecitos sobre si se puede aprender a manejar, a hacer política o a coger después de la primera juventud se quedan un poco cortos. El registro del humor cínico, el que niega las diferencias en asuntos cruciales para maximizar los acuerdos en otros banales, es perfecto para pasar una comida con tu tío fascista y que sea más un evento que un calvario; pero difícilmente produzca algún tipo de aprendizaje o nueva idea, difícilmente construya un consenso donde lo que había era una diferencia irreconciliable; más bien deja todo como está, más allá del aplauso que podamos granjearnos por haber logrado sobrevivir una cerveza con ese que todos nuestros amigos detestan.

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