La leyenda del príncipe maldito

Algunas fuentes aseguran que la asesinó con sus propias manos. En otras se afirma que se limitó a dar la orden. Y están las que combinan ambas versiones y dicen que encargó el crimen pero acudió a mirar. También hay dudas acerca del hecho en sí. El texto del informe procesal de la Gran Corte Vicaria de Nápoles menciona heridas de arma de fuego, pero los testigos hablaron de un apuñalamiento múltiple. Todos coinciden, no obstante, en que la víctima fue la bellísima María D’Avalos, su prima y primera esposa, y junto con ella, su amante, Fabrizio Carafa, Duque de Andria, sorprendidos en el lecho. Y en que el delito, notorio sobre todo porque había muerto también un hombre y para colmo noble, no sólo no mereció castigo alguno sino que acrecentó la fama del homicida, el compositor Carlo Gesualdo, Príncipe de Venosa y Conde de Conza.
“Los músicos debemos salvar a Gesualdo de los musicólogos, pero los segundos lo han hecho mejor hasta ahora. Todavía hoy es poco respetable para las academias, todavía demasiado excéntrico y cromático, todavía difícil de cantar”, escribió Igor Stravinsky más de tres siglos después, al tiempo que orquestaba algunas de las viejas canciones de amor del noble criminal. La leyenda de su vida servía para explicar las rarezas de su obra. Pero, en rigor, fueron los musicólogos y luego los músicos, en conjunto, quienes demostraron que las excentricidades no eran tales. O no lo eran tanto. Que se trataba de una moda y que, simplemente, Gesualdo había sido uno de sus mejores cultores.
La teoría, hasta el siglo XIX, definía la disonancia como aquello “desagradable al oído”. Pero lo cierto es que esos conjuntos de sonidos en que sus componentes –los armónicos– competían entre sí en lugar de acoplarse mansamente como en los acordes cantados por Los Tres Chiflados, no sólo se usaban desde siempre para lograr mayor tensión y expresividad sino que, en las pequeñas cortes italianas de comienzos del siglo XVII se habían convertido en el signo mayor de refinamiento y buen gusto. Un buen ejemplo de esa sofisticación es el comienzo de “El lamento de la ninfa”, una canción incluida por Claudio Monteverdi en su Octavo Libro, “Madrigales guerreros y amorosos”, publicado en 1638. “No había Febo aún/ dado al mundo el día/ que una doncella fuera/ de su propio albergue está./ Sobre el pálido rostro/ afloraba su dolor”. La música es, en el primer verso, la de una alegre danza. En el momento es que se dice que la doncella está fuera de su casa, los graves extremos introducen la tensión. Cuando se canta acerca del rostro pálido cambia totalmente el carácter y, con las palabras “su dolor” hace su aparición eso que las antiguas teorías –nunca respetadas por los creadores– caracterizaban como “desagradable al oído”. Una de las más bellas, expresivas, dramáticas e intensas disonancias de la historia.
En 1995, el cineasta Wener Herzog filmó para la red ZDF de la televisión alemana el documental –o semi documental– Gesualdo: Muerte a cinco voces. “Uno de los films más cercanos a mi corazón”, según su director. Allí se abunda, desde ya, en las habladurías, los misterios y la relación entre su música y el dolor, el tormento, la culpa y la soledad.
Más que el reflejo de los tormentos interiores de Gesualdo –la hipótesis de Herzog– una serie de documentos muestran otra cosa. El estilo de otros compositores, como Luca Marenzio o Nicola Vicentino, la reveladora frase de Luigi Rossi que, hablando de sus propios madrigales escribió que estaban “llenos del artificio necesario para gustar a los públicos más nobles” o la introducción a sus Madrigales guerreros y amorosos, donde Monteverdi se jactaba de que los asistentes al estreno del Combate de Tancredi y Clorida habían sido movidos al llanto por sus “invenciones”, revelan un espíritu de época y de lugar. Una manera de entender el arte que algunos llamaron “manierismo” y que, en todo caso, es el mismo de las luces y sombras –y el voluptuoso tormento– de los cuadros que, en esos mismos años, pintó otro asesino, Michelangelo Merisi da Caravaggio.

Los textos de las canciones de Gesualdo oponían, habitualmente, dolor y alegría o vida y muerte. También aquí se trataba de explorar los contrastes. Las luces y las sombras. En uno de sus madrigales del Quinto Libro, “S’io non miro non moro”, dice, por ejemplo: “Si no miro no muero, / no mirando, no vivo; / por lo tanto muerto estoy, pero no de vida privado. / Oh milagro de amor, ah, extraña suerte, / que el vivir no da la vida y el morir no da la muerte”.
En otras de sus canciones las palabras “grito” o “llanto” son las llaves para entrar en un mundo casi expresionista que, evidentemente, no era extraño a los oídos nobles del 1600 pero sí lo fue poco después. Un mundo que recién el Siglo XX redescubrió, aunque necesitó explicarlo –como en el final de Kaspar Hauser, otro misterio contado por Herzog– y lo hizo con la locura y las leyendas. Entre las historias que circularon acerca del músico asesino, estuvo la de que no podía defecar salvo que lo azotaran. Y la del encierrro en su habitación, “vecina a la cámara del cembalo”, hasta el 18 de septiembre de 1613 en que murió, según se dijo, en el medio de espantosos dolores intestinales (o, según otros, a causa de la infección de las heridas provocados por los latigazos que se había hecho propinar).
Lo cierto es que su carrera no tuvo nada de azaroso. Gesualdo era sobrino de tres cardenales, San Carlo Borromeo, Alfonso (Arzobispo de Nápoles) y Federico Borromeo, nieto del Papa Pío IV. Y esta cercanía con la jerarquía eclesiástica fue decisiva en su segundo matrimonio, con Eleonora d’Este, sobrina del Duque Alfonso II, el 21 de febrero de 1594. Pare el músico significaba accedera una de las cortes más refinadas en materia musical, donde el propio duque supervisaba un grupo de cantantes virtuosos –entre los que estaban las famosas damas para quienes se componía la musica reservata o segreta, Tarquinia Molza, Anna Guarini, Livia d’Arco y Laura Peverara– y revistaban compositores como Luzzasco Luzzaschi. Para el Duque Alfonso, la boda significaba una posible intercesión del influyente cardenal Alfonso Borromeo en un litigio por tierras que la casa d’Este mantenía con la Iglesia. Habían pasado tres años del crimen y Don Carlo Gesualdo llegó a la corte de Ferrara acompañado por Ferdinando Sanseverino, Conde de Saponara, por el Conde Cesare Caracciolo y el músico Scipione Stella. Las festividades, descriptas en La máscara de Bottrigari, incluyeron la representación de I fidi amanti, una favola boscareccia compuesta especialmente para la ocasión por Ercole Pasquini. También escribieron versos para los festejos varios poetas locales, y Vincenzo Rondinelli dedicó al príncipe su tratado de acústica De soni, e voci. Don Carlo y Eleonora no se conocían. Y según la mayoría de las versiones, apenas llegaron a conocerse después. Vivían en castillos distantes pero eso no preocupó al compositor que, entre marzo de 1595 y el mismo mes del año siguiente, publicó sus Libros III y IV y después estableció su capilla musical y una imprenta en su propio castillo.
Desde que Stravinsky reparó en él hasta el presente, pasando por la ópera que lo tuvo como protagonista y que el posmodernista ruso Alfred Schnittke estrenó en Viena en 1995, la música de Gesualdo ha sido objeto de varias ediciones discográficas, algunas de ellas modélicas. Ya no resulta “difícil de cantar”, como se lamentaba Stravinsky, por lo menos para grupos especializados como Concerto Italiano, La Venexiana, La Compagnia del Madrigali y Les Arts Florissants, que han registrado versiones extraordinarias de su (todavía) enigmática obra. Entre las ediciones más recientes se destacan la que el coro Gesualdo Six realizó de las Responsoria et alia ad Officium Hebdomadae Sancta spectantia, el pareo entre alguna de su música religiosa y los motetes de Anton Bruckner que grabó el Monteverdi Choir, dirigido por Jonathan Sells, el disco dedicado a su música de laúd –y otras de su época– por el gran intérprete Bor Zulian y la edición completa de sus seis Libros de Madrigales por Les Arts Florissants con dirección de Paul Agnew.
DF/MF
0