Juana y sus fantasmas
En la novela Eclipse, John Banville se pregunta si los fantasmas están todo el tiempo o sólo cuando uno los ve. Si viven en esos espacios o si se trata de alguna clase de representación. Escenas destinadas –y dedicadas– a un espectador en especial. En ese texto, su personaje, Alexander Cleave, un actor que se ha retirado a la casa de su infancia, abandonándolo casi todo, averigua además otra cosa: que los fantasmas habitan, eventualmente, otra dimensión y no necesariamente llegan desde el pasado. Algo similar a lo que descubre Chuck en su biografía trazada por Stephen King.
Entre 1963 y 1965, la serie televisiva Rumbo a lo desconocido (originalmente Outer Limits), advertía, al comienzo: “No hay nada mal en su televisión. No trate de ajustar la imagen. Nosotros controlamos la transmisión…” Y lo que se veía, entre otras alteraciones, era algo a lo que cualquier telespectador de esa década estaba acostumbrado: el fantasma. La imagen se duplicaba, o se triplicaba o aún más y cada una de esas reproducciones, era más borrosa. Esos fantasmas de la imagen se superponían con ella con un leve desplazamiento. Pero siempre junto a ella, como esos perros fieles que siguen a sus humanos a todas partes.
Juana Molina acaba de publicar su primer disco con canciones nuevas en ocho años. En la tapa, una perra lanuda tiene su cara. Una cara dada vuelta hacia el otro lado y apenas entrevista. Su título es Doga. Y, como en aquel álbum de King Crimson en el que, de adolescente, escuchaba una mujer gritando, allí están los fantasmas. O sus hermanas.
En el disco de King Crimson, el grito de la mujer no existía. Era fruto de la distorsión y, como contó en una entrevista para el suplemento cultural Radar, en Página/12, recién lo descubrió mucho después al escuchar la versión remasterizada de Larks’ Tongues in Aspic. La mujer que gritaba en la ventana, y a la que ella le había puesto las palabras “no, dejame, te dije que no”, era en realidad un solo de guitarra de Robert Fripp. O, por supuesto, su fantasma. Y es que Juana Molina, que contaba que veía sus propios programas de televisión “con fantasma”, era una especialista. ¿O es que acaso esa calculada, exacta desafinación con que desplazaba las alturas de cada sonido en sus desopilantes dúos de Sandra y Judith junto con Inés, su verdadera hermana, no era la más exacta traducción musical de esas imágenes espectrales de la TV?
Tres cosas, el disco que publicó en 2002, que circuló poco a poco y que, en 2004, fue elegido por el New York Times como una de las mejores ediciones de rock del año, planteaba como principio constructivo el arte de los pequeños ecos, de las distorsiones virtualmente imperceptibles y, sobre todo, de que nada fuera, nunca, exactamente lo que se esperaba. Después llegaron Rara, Un día y Halo, otros tres álbumes ejemplares dentro de una producción más amplia, que incluyó dos Eps (Forfun y Exhalo) y la grabación de una actuación en México (Anrmal). Y, desde ya, hubo cómplices necesarios: el productor Emilio Haro; el tecladista Odin Schvartz.
Doga presenta, como hilo conductor, la leyenda de la luz mala. Como en los textos de Mariana Enriquez, lo inesperado –y lo terrorífico– puede ser criollo y así como no hay brujas solo en Salem tampoco los fantasmas habitan solamente en las mansiones de Henry James, en las casas costeras de Banville o en los alrededores de Maine. Y si hay un territorio que les ha sido fértil es el del rock-pop argentino. Basten como ejemplos esa voz del más allá que reclama “no me olvides” en la versión de “Gricel” incluida por Luis Alberto Spinetta y Fito Páez en La la la, o el “Vietnam” de Andrés Calamaro –con la ayudita de sus amigos (fantasmas), Gustavo Cerati y, nuevamente, Fito–. “Uno es árbol; uno no es árbol dormido” canta, como desde otra dimensión Molina, superponiendo la languidez hipnotizante de su voz con un entretejido de rítmica insistente y, sí, pequeños corrimientos de la altura. En “La paradoja”, una enumeración à la cadáver exquisito preludia una especie de declaración de pareja –o de posible relación entre dos, o tres si se considera al perro–. “La paradoja del tiempo que se detiene –dice la letra– no se detiene sino que pasa volando. A veces en un beso el tiempo se suspende; no se suspende sino que na, na, na…” y la distorsión toma el lugar del significado.
Uno de los méritos de Molina en general y de Doga en particular es que letra y música se interceptan. Juegan a decir lo mismo o lo contrario y cada una de ellas releva por momentos a la otra y, siempre, es la que acaba dándole un sentido. Las melodías en ocasiones remiten a vidalas extrañadas, las palabras a veces son muy pocas, apenas las vibraciones de consonantes y vocales, y a veces se funden en una cascada, como en “Desinhumano” –un término que Spinetta hubiera envidiado–: “Y nacerá un mono del huevo de una piedra/ Hijo del sol del cielo la luna y la Tierra/ Aprenderá a andar a trepar y agradecerá/ De sus ojos rayos poderosos a los dioses llegarán/ Desinhumano/ Desinhumano nacerá”. Y está, claro, la autobiografía íntima. El retrato a solas. “Alguna vez las formas del espacio me sugirieron planos y dibujos/ esa historia que conté me la robé de un libro de embrujos…”, canta en “Va rara”. Nuevamente, en la mención al libro de embrujos (o al mundo infantil) son los teclados y las sombras agregadas al sonido los que inseminan al texto. Un texto que luego dirá: “Y critiqué a quienes escriben bien porque yo escribo versos anodinos”. Aseveración que desmiente con sentencias como “te abandoné esa noche que dormías busqué mi nombre en el abecedario no encontré ni la inicial quizás esté en un escapulario/ Y en el árbol las doncellas ¡Qué destreza! ¡Qué destreza! Ganas de comerlas las podré con flores en la mesa”. María Elena Walsh leída desde el otro lado del espejo, podría decirse. Y es que, al fin y al cabo, como mostraba Alejandro Amenábar en un memorable film de hace ya un cuarto de siglo, los fantasmas siempre son los otros.
DF/MF
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