La voz a ti debida
“A la noche se empiezan a encender las preguntas. Las hay distantes, quietas, inmensas, como astros: preguntan desde allí siempre lo mismo: cómo eres”. Así comienza el español Pedro Salinas uno de los últimos poemas del libro La voz a ti debida, publicado en 1933. Su título remite a un verso de Garcilaso de la Vega, citado a su vez en el Quijote de Cervantes. Salinas, traductor de Marcel Proust y uno de las grandes poetas de la Generación del 27 (Federico García Lorca, Miguel Hernández y Rafael Alberti, entre ellos) ancla su visión de lo moderno en el clasicismo.
Rosalía, otra voz poética de España, funda su cuarto álbum –un disco con voces, algunas explícitas y muchas otras subterráneas– en el mismo principio. Tanto los elogios recibidos por Lux como las diatribas –mucho más secretas si se piensa en la unanimidad de la crítica del pop al respecto o en los más de 42 millones de escuchas que acumuló en el día de su lanzamiento– se refieren a lo mismo: la utilización de una orquesta y la referencia a la música clásica. Ni unos ni las otras reparan en que allí lo más importante es, precisamente, el uso, y no sus materiales. Hay allí, en todo caso, una respuesta –contradictoria, como todas las respuestas verdaderas– a la pregunta que Salinas podría fromularle: “¿cómo eres?”
The New Yorker, Pitchfork y Rolling Stone, entre muchas otras publicaciones de todo el mundo, han coincidido en considerar a Lux entre lo mejor del año que termina. Abundan allí las menciones a la expansión del mundo del pop, a la inclusión de una orquesta sinfónica –como si eso garantizara el refinamiento y la calidad–, y al riesgo y el experimentalismo –que los arriesgados y experimentales de otros géneros, como la música de tradición académica o el jazz, naturalmente más arriesgados y experimentales que el pop, se apresuran a desestimar–. En los mundos casi secretos que, como la pequeña aldea gala de Asterix intentan resistir el avance del imperio –en este caso de la homogeneidad de la prensa “especializada” y de las redes virtuales– , las críticas más frecuentadas aseguran que Rosalía no expande el pop sino que contrae las múltiples referencias que forman parte de Lux, achatándolas y haciéndolas grammyficables, y que el alborozo a su alrededor no es otro que el de ignorantes festejando la (nueva) invención de la rueda. El reparo podrá ser cierto en relación con el periodismo del pop que, en efecto, en su gran mayoría desconoce cualquier cosa que no sea el pop y suele deslumbrarse ante “novedades” como un acorde aumentado, unas cuerdas à la Vivaldi o la terminación de una cadencia en modo menor con un acorde mayor, que cuentan con varios siglos de existencia. Pero de ninguna manera alcanzan a un disco brillante (y sí, se trata de un disco, ya se verá por qué) en el que si algo no sucede es la utilización de materiales históricos como guiño o mera marca de prestigio.
No se trata del manejo ingenuo de procedimientos académicos sino de una gramática externa –la del pop pero llevada a un límite imaginativo inusual– para la que lo académico funciona como una masilla maleable. En Lux las pocas citas textuales –la orquesta clásica entre ellas– son reutilizadas, transformadas y llevadas a un territorio en que resultan novedosas. Es cierto que una orquesta que remite inevitablemente a Vivaldi no es revolucionaria, ni riesgosa ni experimental en sí. Pero “Berghain”, en cambio, sí es algo nuevo. La orquesta vivaldiana no es la razón de su valor; el secreto es aquello en que esa orquesta, a pesar de su apariencia, no es vivaldiana en absoluto. Y, sobre todo, la manera en que ese vivaldismo, lejos de ser una totalidad, se convierte en pieza de un rompecabezas exquisito. El otro reparo que merece ser descartado de plano es el del achatamiento. Lux no es un disco plano. No incurre en el famoso sonido de pizzería, sin sobresaltos, donde todo transcurre en una franja muy estrecha de intensidades, sin nada inaudible ni nada que ensordezca. Aquí hay fortes –y hasta fortissimos– y pianos y pianissimos –algunos, admirables, de la voz de Rosalía sola, o casi sola, en sobreagudos–.
Si bien lo moral no tendría por qué entrar en un juicio estético, se trata, además, de un disco honesto. Y no porque las preocupaciones místicas, su uso de varias –muchas– lenguas y la apelación a mujeres de la iglesia –erróneamente la crítica habla de santas y la abadesa Hildegard de Bingen, una de las primeras compositoras de las que se tiene conocimiento, no lo es– sean legítimas en sí sino porque las legitima la música –y las letras, desde ya–.
Todo suena natural, sin impostación. El magma unificador es el flamenco, que aparece aquí y allá no como cita ni como reclamo de autenticidad sino, sencillamente, como gesto inevitable. Los timbales de la orquesta no aparecen, tampoco, como gesto ampuloso o sobreactuado –al fin y al cabo la historia de estos instrumentos en el pop empieza con “Every Little Thing” de The Beatles–. Y la voz del grupo de Liverpool –y sobre todo de su quinto elemento, George Martin– es estructural. La escritura de las cuerdas, asimilándolas al estilo de las canciones, sirviendo de puntuación, o de subrayado, y sin imponer su peso –o su clasicismo– es, sin duda, deudora de Martin.
Otra de las voces ocultas –y fundamentales– en Lux es la de la compositora y cantante estadounidense Caroline Shaw, alguien que transita con fluidez entre el campo de las tradiciones académicas y del pop y, sí, de la experimentación y de lo que los auto percibidos como (únicos) músicos contemporáneos consideran música contemporánea. Ganadora de un premio Pulitzer por su Partita para 8 voces –que se utilizó en parte para musicalizar la serie Dark– e integrante del grupo vocal Roomful of Teeth, Shaw también compone y canta canciones y es una de las compositoras –y orquestadoras– de este disco.
Y, como se dijo antes, se trata efectivamente de un disco. La gráfica de la edición física no existe en su versión digital pero, además, una y otra no contienen exactamente la misma música. El CD real contiene secciones y pasajes que en su encarnación virtual están ausentes. Por otra parte hay otras grandes voces presentes, las de los niños de la Escolania de Montserrat y el Coro de Cámara del Palacio de la Música Catalana, la de Björk y la de Carminho, una de las figuras más destacadas de la canción portuguesa actual, que interpreta junto con Rosalía la bellísima “Memoria”.
No se trata, en todo caso, de que Lux tenga una orquesta –Ray Conniff y Caravelli también la tenían– ni de que se acerque al mundo clásico –Waldo de los Ríos lo hizo antes, y fue espantoso–. Tampoco de que este disco vaya a cumplir una improbable función redentora y logre que el público del pop acabe rindiéndose a los pies del arte sutil y evanescente de Hildegard de Bingen o de los coros de iglesia. Lux es, apenas, un disco de poderosa originalidad, plural y complejo en el mejor sentido, que utiliza intensivamente recursos del pop –reverbs, procesos electrónicos, distorsiones, enmascaramiento de timbres– para lograr lo que toda obra maestra: que los materiales, independientemente de su procedencia, se transformen y organicen en un todo capaz de contar algo tan incrustado en la historia –como la poesía de la Generación del 27– como definitivamente nuevo.
DF/MF
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