El reciente fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación que revocó la condena a 25 años de prisión del ex sacerdote Juan José Ilarraz, acusado de abusar sexualmente de al menos siete menores entre 1988 y 1992, en el seminario de Paraná, genera una profunda preocupación jurídica, social y ética. Más allá de su fundamento técnico, la sentencia interpela a toda la sociedad: ¿puede haber justicia cuando se desoye el sufrimiento de las víctimas y se ampara al victimario en la frialdad de la norma?
Cuerpos marcados por la violencia
El fallo de la Corte Suprema que sobresee al ex cura condenado por abusos sexuales, aplica estrictamente la norma penal más benigna vigente al momento de los hechos, declarando prescripta la acción penal. Pero en este caso, el sentido común y jurídico indica que no se trata de delitos comunes, sino de violaciones graves a los derechos humanos cometidas contra menores bajo custodia institucional, en el marco de relaciones asimétricas de poder, manipulación espiritual y silencio impuesto.
Desde la perspectiva de los derechos humanos, la prescripción debería interpretarse restrictivamente cuando existen obstáculos estructurales, como el temor reverencial, el sometimiento eclesial o la culpa inducida, que impidieron que las víctimas pudieran denunciar en su debido momento. Lo que el fallo omite es la pregunta esencial: ¿cómo pedirle a un niño que hable cuando su abusador se presenta como guía espiritual y figura de autoridad absoluta?
El rol de la Iglesia
A lo largo de la causa judicial, el rol de las autoridades de la Iglesia Católica en Entre Ríos quedó marcado por una postura de encubrimiento y silencio institucional. Durante años, la jerarquía eclesiástica evitó actuar con contundencia frente a las denuncias internas contra Ilarraz, optando por su traslado a otras diócesis antes que someterlo a investigación o sanción. Incluso cuando los primeros testimonios comenzaron a circular dentro del ámbito religioso, no se realizaron las denuncias correspondientes ante la justicia civil. Esta conducta no solo protegió al abusador, sino que prolongó el sufrimiento de las víctimas y obstaculizó el acceso a la verdad. Recién en 2018, tras una extensa lucha impulsada por exseminaristas y sectores de la sociedad civil, el ex sacerdote fue condenado, y recién en 2023 el Vaticano lo expulsó del estado clerical. Sin embargo, la falta de autocrítica pública y de mecanismos reales de reparación por parte de la Iglesia entrerriana continúa siendo una deuda pendiente.
La trampa de la neutralidad
El fallo judicial, al aplicar una lógica neutral y formalista, reproduce esquemas que históricamente han silenciado a las víctimas y vuelven a violentarlas. No interroga el contexto en el que ocurrieron los abusos, ni se hace cargo del encubrimiento institucional por parte de la Iglesia, que durante años protegió al sacerdote y negó los hechos.
Como lo señala el psicoterapeuta Enrique Stola, referente en temas de violencia sexual: “Este tipo de decisiones legitiman la narrativa del agresor y consolidan la impunidad. La justicia no puede ser un simple cálculo de plazos, sino que debe mirar la desigualdad estructural y el daño subjetivo que estas violencias provocan”.
Testimonios que no prescriben
En los testimonios recogidos durante el juicio —y en entrevistas posteriores— las víctimas relataron abusos reiterados en sus camas, durante la noche, dentro de una institución que debía cuidarlos. Algunos manifestaron que “no podían dormir porque sabían que Ilarraz podía meterse en sus camas en cualquier momento”. La condena, dictada en 2018, había representado un hito reparador para quienes cargaron con el trauma de esa situación durante décadas.
En perspectiva de derechos humanos este fallo es un retroceso. No sólo para las víctimas, sino para toda la sociedad. Desconoce leyes que intentan adecuar el derecho a los tiempos reales de las víctimas, como la Ley de Respeto a sus Tiempos y las revictimiza al decirles, una vez más, que la justicia no está hecha para ellas.
Una oportunidad perdida para el cambio
El fallo no sólo clausura una causa penal. Clausura también una oportunidad de construir justicia transformadora. No interpela al poder eclesiástico que facilitó los abusos, no promueve ninguna medida preventiva, ni reparatoria, ni siquiera simbólica. Peor aún: envía el mensaje de que, si el delito sexual no se denuncia pronto, el paso del tiempo garantiza la impunidad.
Lejos de ser un caso aislado, esta decisión sienta un precedente peligroso para otros juicios por abusos en contextos institucionales, muchos de los cuales aún esperan una respuesta judicial.
La justicia no es sólo la aplicación de la ley. Es también el reconocimiento del daño, la escucha activa a quienes han sido históricamente silenciados, y el compromiso de no repetir.
En este sentido, la exsenadora Sigrid Kunath, autora de la Ley 27.206 que establece que la prescripción de los delitos sexuales contra niños, niñas y adolescentes se suspende hasta que la víctima pueda denunciar, cuestionó con firmeza el fallo que sobreseyó Ilarraz. “Es un retroceso enorme que desconoce el espíritu de una norma que nació para poner en el centro a las víctimas y sus tiempos reales para poder hablar. No podemos exigir celeridad a quienes fueron silenciados por el miedo, la culpa o el abuso de poder”, sostuvo Kunath.
Para la legisladora, la decisión de la Corte no sólo contradice avances normativos en perspectiva de derechos humanos, sino que también “envía un mensaje desalentador a quienes aún no han podido denunciar”.
Para Stola “cuando un tribunal dice ‘esto prescribió’, lo que escucha la víctima es ‘tu dolor no importa’. Pero lo cierto es que el cuerpo no prescribe, el trauma no prescribe, la injusticia tampoco”.
En una sociedad que aún lucha por visibilizar las violencias sexuales y erradicar el abuso de poder, este fallo no es solo un error jurídico. Es una herida colectiva que nos interpela como país y como democracia.
SM/MG