OPINIÓN

¿Cuándo narramos la violencia?

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“No se pudo comprobar la consumación del acceso carnal” porque “no fue narrada ni siquiera al día siguiente de los hechos”. Así, la justicia brasileña determinó la absolución del actor Juan Darthés al considerar que, más allá de los “actos libidinosos” perpetrados contra Thelma Fardín, no hay suficientes pruebas para demostrar la violación con penetración con el pene. Thelma tenía 16 anos cuando, de gira con un show infantil en Nicaragua, Darthés, de 45 años, la abusó sexualmente. 

¿Por qué Thelma no contó al día siguiente que un hombre 29 años mayor, quien era también su compañero de trabajo y un actor reconocido en el país, la había penetrado con su pene? No solo Thelma calló su historia de violencia. Como ella, miles de mujeres. Antes no se hablaba. Es un tema ahora, pero antes no era que vos lo hablabas como un tema dice Clara, una mujer de 53 años cuyo testimonio aparece en el libro “Nunca seremos las mismas” (Ediciones LEA). Y entonces, ¿qué hace que algo sea o no un tema de conversación? ¿Cómo convertimos a la violencia en un tema? No fue hace mucho que las feministas peleaban porque se dejé de hablar de crímenes pasionales para ponerle nombre a un problema social que se cobra la vida de una mujer cada 32 horas: femicidio. Ni nos libramos aún de tener que explicar por qué el largo de la pollera, el consumo de drogas o nuestra identidad de género no son justificativos para que nos violen. Tengo aún muy fresco en la memoria un caudal de preguntas nada inocentes: ¿dónde estabas? ¿qué hacías? ¿qué hiciste mientras? ¿qué le dijiste? Después de que me abusaron, le conté a mi mamá y me mandó a bañarme porque estaba sucia, cuenta Ana, otra de las entrevistadas que tenía 17 años en ese momento. Todavía me baño después de tener sexo, por la suciedad. 

No es porque la violencia está naturalizada que no la nombramos. No. Es porque la violencia es la norma en la que nos socializamos a fuerza de silenciamiento. La normativización presupone un aprendizaje sobre lo que está bien o mal, refiere a un sistema social, cultural, económico, político y simbólico que legitima una práctica o un discurso. Antes no se hablaba porque la violencia y la violación no se habían configurado como temas de conversación posible. Siempre existió, confirma Clara, pero antes no era que vos lo hablabas como un tema. Entonces si alguien lo vivía, no te lo contaba tampoco. ¿Quién te va a contar? No era de hablarse, y de decir ‘uy’. 

¿Y por qué no era un tema del que habláramos? Porque era obvio, como dice Micaela, era obvio que te iba a pasar: Antes, cuando éramos pibas y salíamos al boliche o caminábamos por la calle y era obvio que pasaba un chabón y te tocaba el orto y por ahí no hacías nada. Y de repente tengo ese recuerdo en la cabeza de estar con mis amigas tomando mate, quejándonos de una noche que habíamos salido y que a todas nos habían tocado el culo, y yo en mi cabeza pensaba pero esto pasó siempre, o sea, ¿por qué lo estamos hablando ahora y no lo hablamos antes? o ¿por qué lo estamos hablando?

Hablar o no de la violencia tiene relación con la validación detrás del ejercicio de esa violencia que experimentamos. Es decir, uno de los mayores obstáculos para su enunciación y denuncia es la banalización y despolitización que se hace de la violencia de género. En los medios de comunicación, en las redes sociales, en el trabajo, en los discursos políticos, en los chistes cotidianos, y un largo etc. Porque la violencia es la norma es que nos faltan a veces palabras para nombrar aquello que la sociedad patriarcal produce y reproduce desde las sombras, por detrás de lo que reconoce discursivamente. Thelma lo dijo claramente: “Nos dicen que vayamos a la justicia y vamos a la justicia pero…” y ahí empieza la duda, ahí la prescripción de los hechos que no se condice con los tiempos del hablar, ahí la revictimización, ahí las amenazas. 

Suele ser, entonces, difícil narrar la violencia y narrarnos a nosotras mismas como sujetas desde una norma creada para que no podamos narrarnos coherentemente. Y entonces la vergüenza, la culpa. Y entonces, también, el silencio y hasta el olvido. Quien sostenga que un testimonio de violencia tiene que ser un relato coherente, detallado y libre de vacíos nunca escucho un relato de violencia.

El hablar es praxis feminista. Y para muchas mujeres, el hablar aparece como posibilidad en el contexto de movilización del Ni Una Menos. Aparece estando bajo la lluvia frente al congreso gritando por aborto legal, seguro y gratuito, y marchando en el medio de un paro nacional nacido de la bronca por otro femicidio. Vivimos un punto de quiebre, que marcó un «antes» y trazó un «ahora» en la manera en que comprendemos, significamos y hablamos sobre la violencia contra las mujeres. El quiebre no solo como punto de inflexión, sino como muestra máxima de la tensión que se estaba soportando. El quiebre como la manifestación de una fuerza ejercida sobre un punto, que aplasta hasta que la presión deriva en un clic, una ruptura que es definitiva en el sentido de que altera la forma inicial del objeto. Algo hizo clic y me desperté dice también Anahí en el libro. Las movilizaciones son un quiebre en tanto habilitaron un espacio que visibilizó la indignación, el hartazgo, el sentimiento de “basta ya” que se venía gestando, que se venía soportando. Hay un «antes» donde el posicionamiento subjetivo de las mujeres se enmarcó en la condición del silenciamiento y desconexión de sus experiencias, momento al que describen desde el “no hablábamos”. Y hay un «ahora» donde su posicionamiento subjetivo está influenciado por la reflexividad y deconstrucción: ahora todas lo hablamos porque todas entendemos lo que nos pasó, sostiene confiada Luna de 22 años.

Hablar es un ejercicio político y así lo reconocemos y defendemos hoy. El «ahora», al igual que el «antes», se construye sobre un contexto sociocultural. La denuncia de Thelma se entrelaza con los relatos de violencias vividos por todas esas otras mujeres, esas Claras, Micaelas y Lunas. Son testimonios, narraciones de las propias experiencias que se resignifican y deben ser leídas en consonancia con los avances sociopolíticos en materia de derechos, con la movilización que supo ser marea y hoy es un ejercicio de resistencia, también con la continuidad de situaciones de violencia diarias y su espectacularización y banalización. Como no pudo decir que mentía, tuvo que decir que no alcanzaba. Nunca alcanza, sentenció Thelma. Ahora que hablamos, el problema es qué decimos, cuándo, cómo. Y quienes hablan lo pagan, y caro. Como la periodista Luciana Peker que denunció sufrir amenazas por acompañar la denuncia de casos de abuso sexual como el de Thelma. 

No hay nada más político ni ejercicio de poder más explícito que la división entre lo posible y lo imposible de narrar, entre lo legitimo y lo ilegítimo de existir. La reacción que manifiesta el quiebre es sobre la presión de lo que podía o no articularse como el relato de la propia experiencia, en este caso, de la violación. Las voces de las mujeres, estas narraciones de sus experiencias han tenido que luchar contra constantes intentos de desvalorización y ocultamiento. Las movilizaciones dieron un contexto para desafiar las condiciones en las que su voz era sinónimo de exclusión. Thelma habló con la fuerza del movimiento feminista gritando ¡basta ya! a su lado. Exigirle hablar en otro tiempo que no era el suyo es, también, una forma de violación. Porque no solo quieren controlar nuestros cuerpos, sino también nuestros relatos. Hoy vemos cómo se recrudece la violencia contra las mujeres y diversidades. Hoy, los discursos antiderechos se jactan de ser revolucionarios mientras atacan los estándares más básicos de la libertad y la autonomía. Hoy estamos haciendo sonar las alertas, una vez más. No permitamos que el silencio vuelva a ser la norma.

Agustina Rossi  es Socióloga. Autora de “Nunca seremos las mismas. La vida de las mujeres a partir del Ni Una Menos: testimonios de una transformación”.