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Historias de vida

Cómo es perder derechos en el corazón de Europa: testimonios de la prohibición de la marcha del Orgullo en Budapest

Krisztian Marton, retratado en el puente Lánchíd de Budapest.

Marta Borraz

Budapest —
27 de junio de 2025 11:13 h

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Flóris Balta mira fijamente el café que reposa sobre la mesa y suspira. Necesita algo de tiempo para acertar a encontrar las palabras con las que resumir lo que significaron para él los últimos años del Gobierno de Vikctor Orbán. Da un sorbo al líquido humeante que, a pesar del sofocante calor que hace en Budapest, pidió en una de esas modernas cafeterías que fueron reemplazando a los negocios de toda la vida en esta parte de la ciudad: “Fue muy duro e inesperado. No creí que el Gobierno tuviera el valor de dar este paso y cuando lo hizo sentí que era el final de mi vida”.

En 2020 este joven trans nacido en la capital húngara, estaba a punto de solicitar el cambio de nombre y sexo legal cuando el primer ministro eliminó de un plumazo esta posibilidad. Antes Flóris podía haber modificado la N (de női, femenino en húngaro) que actualmente figura en su documento de identidad aportando varios informes médicos que ya tenía en su poder, pero la prohibición lo alcanzó en medio del proceso. “Sentía que tenía que arreglar mis problemas con mi familia, tener un estado de salud mental más estable y acabar la universidad, pero cuando fui a hacerlo lo prohibieron. Había esperado tanto por ello...”, recuerda.

Con el nombre, Flóris logró una “solución a medias” que lo acerca mínimamente a quién es: haciendo uso de la libertad de elección que da el país, eligió otro nombre femenino –está obligado a ello– que “en húngaro mucha gente confunde con uno masculino”, al igual que un apellido –Flóris– que es también un nombre, el nombre que le gustaría adoptar. Aun así, su vida cotidiana “sigue siendo complicada” porque simples trámites como “sacar dinero del banco o viajar” se convierten “en un interrogatorio”. Por estas horas fue a hacerse unos análisis médicos “y la enfermera miraba el carnet muy extrañada, yo intenté actuar con la mayor confianza posible y finalmente no dijo nada, pero esta ansiedad sigue formando parte de mi vida cotidiana”.

El camino no se detiene en la calle Arany Janos, en el corazón comercial de Pest, una de las dos zonas en las que el Danubio divide la ciudad. Un hombre en plena faena descarga cajas de una camioneta y dos mujeres conversan tranquilamente a un lado de la calle. Nada, ninguna bandera arcoíris hace presagiar aquí que estamos en pleno Orgullo, pero todos los ojos de la Unión Europea miran estos días a Hungría, donde Orbán escaló su ofensiva contra la comunidad LGTBIQ hasta el punto de prohibir la marcha de este 28 de junio. Aun así, los colectivos mantienen la protesta con el apoyo del Ayuntamiento de Budapest, que como cada año desde 2019, izó la bandera.

Es el último capítulo del desmantelamiento de derechos iniciado por el partido Fidesz, que ganó las elecciones de 2022 con un 54% de los votos. Empezó en 2013 introduciendo en la Constitución que el matrimonio es la unión “entre un hombre y una mujer” y siguió prohibiendo el reconocimiento de género. Después limitó la adopción a las parejas casadas –y solteras si cuentan con un permiso especial–, lo que en la práctica excluye a las del mismo sexo, que pueden acceder a uniones civiles pero no al matrimonio. Una nueva reforma de la Constitución añadió que “la madre es una mujer, el padre es un hombre” para después dar luz verde a la llamada por el Gobierno Ley de Protección a la Infancia –y por los colectivos Ley de Propaganda antiLGTBIQ–.

Prohibidos por ley

La norma, heredera de una similar aprobada por Putin en Rusia, restringe la exposición de contenidos que “propaguen o retraten una divergencia de la autoidentidad correspondiente al sexo al nacer, el cambio de sexo o la homosexualidad” a menores de 18 años, lo que tiene repercusiones en librerías, medios de comunicación y centros educativos. “El impacto es muy fuerte y busca intimidar. Aunque la comunidad LGTBIQ es muy resiliente, la retórica estatal que presenta los derechos y la visibilidad como un peligro puede amplificar la hostilidad social y conducir a un mayor estigma”, sostiene Eszter Mihály, abogada de Amnistía Internacional Hungría.

Krisztian Marton, de 35 años, vivió en su propia piel la aplicación de la ley al ver el pasado otoño cómo su primer libro, Bőgőmasina (Llorón en húngaro), que narra la vida de un chico gay racializado, fue retirado de una feria celebrada en Budapest. “Mi editor recibió una llamada de los organizadores diciéndole que debían sacar los ejemplares porque la legislación prohíbe vender libros con contenido LGTBIQ a menos de 200 metros de una iglesia o escuela y la feria lo estaba”, explica todavía sorprendido. No es su única experiencia: “Cuando trabajaba para programas de televisión como guionista no podíamos mencionar a personas homosexuales antes de las diez de la noche”.

Krisztian cree que lo que está pasando en Hungría, convertida en la meca de la ultraderecha global, “demuestra que los derechos no pueden darse por sentados”. “Supongo que simplemente pensábamos que no podían perderse en una democracia o en el seno de la Unión Europea, pero nos equivocamos. Creímos que nunca podría pasarnos a nosotros, pero ocurrió”, reconoce el hombre, que desde hace cinco años tiene las puertas cerradas a la adopción: “Siempre pensé en hacerlo, ahora no creo que quiera tener hijos, pero no sé si es una verdadera falta de deseo o solo es que me he dado por vencido porque se ha vuelto imposible aquí”.

La “normalización” del odio

Ningún cartel indica en la gran puerta marrón que da entrada a Háttér Society que aloja la organización LGTBIQ más antigua del país. A una media hora caminando del centro de la ciudad, en este discreto lugar hay abogadas que están peleando por lograr que los recortes se reviertan. Eszter Polgári es una de ellas: “La falta de reconocimiento legal del género es una clara violación de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, pero tenemos que vivir años con ello hasta que emita una sentencia y luego hay que tener un Gobierno que la ejecute. Nos estamos quedando sin opciones en Hungría, lo que necesitamos es una Unión Europea que haga más”, reclama.

La organización lleva años documentando los efectos “devastadores” de las reformas legislativas de Viktor Orbán, que además de provocar casos específicos de sanciones a librerías y medios por supuestamente incumplir la Ley de Propaganda, ha enarbolado una retórica “discriminatoria y estigmatizante” contra los colectivos LGTBIQ, a menudo acusados de “servir intereses extranjeros” o “corromper” a los niños. “Orbán ha normalizado el discurso de odio y ya forma parte de nuestra vida cotidiana”, afirma Polgári, que reconoce que las organizaciones están siendo objeto de fuertes “campañas de desprestigio”.

Algunas vienen del propio Gobierno, otras de grupos de extrema derecha que siempre estuvieron ahí pero a las que ahora “nadie condena”. Entre ellas, las auspiciadas por el grupo ultra Movimiento Juvenil de los 64 Condados, que ha acusado a las ONG de fomentar “actividades nocivas” para el país o ser “amenazas para la seguridad nacional”. No es poco habitual que estos sectores lleguen a denominarlas organizaciones LGTBIQP –añadiendo la P de pedofilia– siguiendo un discurso al que Orbán contribuyó, según Amnistía Internacional: de hecho, la Ley de Propaganda es en la práctica una reforma de varias normas bajo el argumento de “proteger a los niños” y bajo un título que menciona también la adopción de “medidas más severas contra los pedófilos”.

“Orbán está utilizando a los niños como una excusa para sus motivaciones políticas”, dice contundente Zsófia (nombre ficticio), que tiene hijos adolescentes y vive junto a su pareja, también mujer. Son una familia arcoíris, como se autodenominan, aunque a ojos del Gobierno no sea posible. “Me da miedo que no solo estén censurando nuestra crianza como progenitores LGTBIQ sino la propia existencia de nuestros hijos. La ley afirma que estos niños no deben existir y eso es muy grave, porque puede hacer que no se sientan seguros en el país en el que viven”, lamenta la mujer, que prefirió hacer la entrevista sin revelar su nombre e imagen.

Zsófia cuenta los obstáculos a los que ha tenido que enfrentarse como familia en el centro educativo al que asisten sus hijos. “Tuve un pequeño desacuerdo con uno de los profesores y eso les sirvió para empezar a dar de baja a mi mujer de los correos electrónicos”, denuncia. En general, los centros educativos húngaros tienen también enfrente la Ley de Propaganda, que favoreció la cancelación de programas de educación en diversidad, coinciden todas las personas entrevistadas. Flóris, que estudió veterinaria y ejerció como docente en un colegio, asegura que esta es una de las situaciones que más le preocupan: “Yo también fui un niño LGTBIQ y sé lo duro que es sentirse solo”.

Aun así, cree que los jóvenes húngaros crecen “con más referentes” que los que él tuvo en su momento, que desde niño supo “que era diferente” y empezó su transición a los 18 años. Krisztian Marton coincide en ello. “Cuando yo era pequeño eran tiempos muy diferentes, no había ninguna representación queer, así que fue difícil aceptar mi sexualidad. Ahora mismo, si eres adolescente en Hungría, tienes más posibilidades de reconocerte, existen las redes sociales y la producción cultural”, sostiene el hombre, que describe una realidad poliédrica en la que estos mismos jóvenes “viven en un país en el que todo ello se criminaliza y es demonizado” por Fidesz.

Las ranas que se cuecen lentamente

Casi cae la noche en Budapest y el bullicio del día prácticamente se ha suspendido, aunque muchos turistas siguen merodeando por sus vías emblemáticas. Es justo la hora a la que Krisztian se pararía a pensar un momento si salir de casa con los calcetines arcoíris que compró hace varios años. “Especialmente aquí en la capital no es para tanto ser gay. Podés ir de la mano, vivir en el mismo departamento... pero al mismo tiempo me planteo más algunas cosas. Tengo una calcomanía de una bandera del Orgullo en mi cartera y constantemente me encuentro cubriéndola cuando pago en algún sitio, por ejemplo”.

Pese a todo, las encuestas más recientes que entidades como Háttér publicaron dibujan un escenario paradójico, con un aumento de la retórica antiLGTBIQ por parte del Gobierno pero un incremento al mismo tiempo de la visibilidad y la aceptación: así, la proporción de quienes aceptarían a sus hijos si lo fueran escaló del 50% de 2019 al 71% de 2024 mientras que el 60% de los encuestados afirmó conocer a alguien LGTB frente al 24% registrado entonces.

“Esperábamos que ocurriera lo contrario, pero no fue así. Creo que hay un proceso también de reafirmación de nuestros propios valores y la gente se hace más visible en sus propias comunidades y entornos, lo que hace que al final más gente conozca a alguien gay, bisexual o lesbiana y eso hace que se reduzca el miedo y la discriminación”, explica Polgári. Para Krisztian Marton, las cifras “demuestran” que la sociedad húngara, que en general “es muy conservadora” –en palabras de todas las voces entrevistadas– “es mucho más tolerante de lo que el Gobierno quiere hacernos creer”. “Ni siquiera creo que Orbán lo haga para ganar votos, sino porque es ruido que tapa los problemas que de verdad le importan a la gente, como la sanidad o la vivienda”.

La situación en el país “es límite” en muchos sentidos, coinciden Krisztian, Flóris, Zsófia y Eszter, que conocen todos ellos al menos a una persona que haya huido de Hungría en los últimos años. Es algo con lo que Flóris sueña y que Krisztian se plantea, aunque prefiere esperar ante lo que vislumbra como “una oportunidad de cambio” en las elecciones de 2026, ante las que Péter Magyar, un exmiembro de Fidesz líder del partido Tisza (Respeto y Libertad), se está erigiendo como alguien que puede poner contra las cuerdas a Orbán.

“No sé qué pensar porque el partido que puede sustituirle no tiene ni un mensaje para nosotros. Por supuesto, espero que el Gobierno actual cambie, y si eso me lleva a dar mi voto a una formación que no me ha dirigido la palabra, lo haré, porque todo es mejor que seguir igual”, dice por su parte Flóris, que actualmente participa en el proyecto Wishing Well de Háttér, un programa para contribuir a mejorar la salud y el bienestar de las personas trans.

“Esto ya ha sucedido antes en la historia, ya ha pasado que un Gobierno encuentra a un pueblo, a una minoría, en la que proyectar los problemas del país. Las personas LGTBIQ somos las ranas que se están cociendo lentamente, pero a los demás les están diciendo que estamos generando el calor que nos matará a todos”, advierte Zsófia, que recuerda que recientemente Orbán ha calificado de “chinches” a sus adversarios. “¿Cómo no tener miedo cuando te comparan con un parásito, con algo que debe ser aplastado? Es aterrador, no solo como madre sino como ser humano. Pero no voy a huir del país, nuestros hijos están aquí y nosotros lo estamos, es nuestra casa. No seremos desplazados, hay que desplazarlos a ellos”, concluye.

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