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Notas sobre los finales

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No tenemos un lenguaje para los finales.

Roberto Juarroz

I. Cuando pensé en esta edición del Newsletter, pensé en escribir sobre el desamor. Entonces, como estoy de vacaciones -tuve que anticiparme-, me traje algunos libros que había leído y que, podría decirse, tratan sobre eso. Pero algo interceptó esa idea, algo la desvió hacia el asunto sobre el que estoy escribiendo ahora: los finales. No sé bien qué fue, no podría precisarlo. Pero supongo que fue algo que leí -esta edición de Mil Lianas seguramente está incluida en eso que leí- o que escuché en alguna canción. Es que así surgen los asuntos del Newsletter: a partir de la ocurrencia chiquita, efímera, disipable. Suele ser algo que me encuentro pensando cuando no estoy pensando en nada en particular -exactamente como la atención flotante, por eso le puse ese nombre al Newsletter-. Pero una vez que aparece esa ocurrencia, aparecen las demás, las notas, los hilos de los que tirar. Por eso no funciona cuando pretendo anticiparlo. Las notas sólo funcionan en la medida en que no sé lo que voy a escribir, en la medida en que no se trata de un “tema”. O es un tema en el sentido en que Nathalie Léger lo dice según lo subraya Mercedes Halfon en su precioso y sutil prólogo a En busca del cielo -editado por Chai-: “Un buen tema siempre te toma por sorpresa, te arrastra” y “Una no escoge el tema, el tema te escoge a ti”. Y un poco más adelante: “El tema es simplemente el nombre de lo que no es posible decir”. Y es que es un libro sobre pérdidas, finales. Mercedes Halfon también se detiene en el asunto cuando dice: “decimos final pero no hay un final, una conclusión, un cierre, sino más bien un punto de lo que en el título ella llama búsqueda. A partir de aquí y como en todo texto que valga la pena, se inician nuevos itinerarios, esta vez propios, que la lectura habilita”.

II. La cosa es que ahora pienso que escribir sobre el desamor iba a ser un poco acotado, porque es una figura demasiado singular. En cambio, los finales incluyen el desamor, aunque también lo exceden. No todo final es un desamor. Y además hay finales, en plural. Lo dice así Raquel San Martín en Un año sin amor -editado por Pánico el pánico-:

30.

Hace un tiempo tuve

una vida que se hizo pedazos

contra el piso.

Tuve otra que se destiñó

despacio

a la intemperie. Y otra más que quise

y que abandoné.

III. Desde hace varios años veraneo en el mismo lugar, en la misma casa. Una casa que encontramos un poco de casualidad -como estos asuntos- y que luego elegimos año tras año -me doy cuenta ahora de que el año pasado escribí sobre este lugar-. Llegar acá es, para mí, la felicidad instantánea, súbita, involuntaria. No tengo felicidad, sino que la felicidad me pasa. A mí me gusta mucho la vida que tengo durante el año. Pero lo que siento acá no me pasa en ningún otro lado, en ninguna otra circunstancia. Y entonces todos los años me pasa también que este tiempo acá -que es bastante- llega a su fin. Para mi gusto, pienso demasiado pronto en ese final. Lo empiezo a anticipar, me pongo mal varios días antes, tengo que hacer un esfuerzo para olvidarme del tiempo que resta. Ese final no es sólo el final de las vacaciones, implica que otra vez me invada la incertidumbre de si voy a poder volver a este lugar al año siguiente. Es un lugar al que no quiero dejar de volver, al que siempre quiero volver y sin embargo, sé que no puede ser ni eterno ni definitivo -como casi todo-. Me abruma un poco la idea de no saber si cada vez es la última vez -porque casi nunca sabemos cuándo es la última vez de nada-. Me abruma menos el final que la inminencia del final. Entonces me acuerdo de La transitoriedad, un texto que Freud escribió en 1915 -en plena guerra-, y que además lleva el germen de sus nociones alrededor del duelo. Freud sale a caminar por la campiña en pleno verano con un poeta y un joven taciturno. Dice Freud: “El poeta admiraba la hermosura de la naturaleza que nos circundaba, pero sin regocijarse con ella. Lo preocupaba la idea de que toda esa belleza estaba destinada a desaparecer, que en el invierno moriría, como toda belleza humana y todo lo hermoso y lo noble que los hombres crearon o podrían crear. Todo eso que de lo contrario habría amado y admirado le parecía carente de valor por la transitoriedad a que estaba condenado”. Freud dice que de la caducidad de lo bello y lo perfecto se derivan dos mociones del alma: la del poeta y su hastío del mundo, y la revuelta contra la facticidad de lo perecedero: algo así como un optimismo un tanto negador -no puede ser que esto se termine y se diluya en la nada-. Freud, en cambio, tiene una posición que supera la dicotomía pesimismo/optimismo. Dice: “le discutí al poeta pesimista que la transitoriedad de lo bello conllevara su desvalorización. ¡Al contrario, un aumento del valor! El valor de la transitoriedad es el de la escasez en el tiempo. La restricción en la posibilidad del goce lo torna más apreciable. Declaré incomprensible que la idea de la transitoriedad de lo bello hubiera de empañarnos su regocijo”. No hay belleza ni goce, sino en la medida en que no son ni absolutos ni eternos. No hay belleza ni goce, sino en la medida en que están bajo la égida de la transitoriedad. No hay placer ni felicidad sin alternancia. Y sin finales, tampoco habría humor. Por eso es tan perfecto uno de los epígrafes -el de Romain Gary- con el que Delphine Horvilleur comienza su libro Vivir con nuestros muertos, editado por Libros del Asteroide, que dice: “En el fondo, si no existiera la muerte, la vida perdería su carácter cómico”.

IV. Ricardo Piglia dijo alguna vez que la literatura y el cine tienen finales limpios, puros; la vida, en cambio, no. En la vida, “los finales son imperceptibles o son confusos. Uno se da cuenta después de que algo ha terminado o sufre el final como algo incomprensible”. La ficción tiene esa posibilidad: cortar limpiamente, sin enchastres, sin empastamientos, sin superposiciones. Corte. ¿Acaso las ficciones no están hechas así? ¿De montajes, de cortes? El corte limpio, el corte limpia, desmaleza la espesa selva de lo real y deja paso a otra cosa. Mientras que en la vida los cortes no son así. Los finales, en la vida, nunca se producen en el mismo momento en que el director grita “corte”. Se producen antes, mucho antes, o después, mucho después. Están un poco desfasados, desencajados, desquiciados. Time is out of joint -como en un duelo-. ¿Qué viene primero? ¿La decisión del final o el final? No lo sé y hasta me parece una pregunta un poco tonta. Pero creo que algunos finales no pueden anticiparse, mientras que otros estaban escritos desde el comienzo y resultan ineluctables. Los finales son siempre un poco sorpresivos por eso, porque una cosa es dar por terminado algo y otra, muy distinta, es que esa terminación, ese final se haga carne, se haga acto, se haga marca. A veces el final irrumpe inesperadamente y entonces se puede leer, como final, sólo retroactivamente. Todo final implica un corte. Un final es corte, ausencia y olvido: “Son pérdidas que escanden, escinden la experiencia”, dice Piglia. A veces el final se presenta al mismo tiempo que la posibilidad de perder algo que antes se creía especialmente valioso. Los finales también llegan, a veces, con la pérdida del valor que algo tenía.

V. Dice Piglia: “Para evitar enfrentarnos con este lenguaje imposible (que es el lenguaje que utilizan los poetas) en la vida se practican los finales establecidos. Los horarios entre los que nos movemos cortan el flujo de la experiencia, definen las duraciones permitidas. Los cincuenta minutos de Freud son un ejemplo de ese tipo de finales. La literatura en cambio trabaja la ilusión de un final sorprendente, que parece llegar cuando nadie lo espera para cortar el circuito infinito de la narración, pero que sin embargo ya existe, invisible, en el corazón de la historia que se cuenta”. Cuando Lacan cuestionó el dogma de la institución psicoanalítica, subrayó, entre otras cosas, la duración que se prescribía para una sesión. Los cincuenta minutos preestablecidos eran absolutamente incompatibles con la noción de inconsciente en la lógica del acontecimiento, de la sorpresa. Si al inconsciente lo asediamos con la ortopedia de la cronología, impedimos, justamente, la sorpresa, lo inesperado. Una sesión llega a su final, no por el tiempo transcurrido cronológicamente -aunque a veces puede suceder que sí, que es por el tiempo, o por el timbre del siguiente paciente-, sino por un tipo de corte que no se rige por el tiempo. Y quizás, podríamos tirar más del hilo y decir, con Florencia Angilletta, que “todo empieza en un corte. El tiempo, más. El tiempo solo existe cuando lo cortamos”. Las cosas terminan porque hay corte pero, sobre todo, pueden empezar porque hay corte. A lo que se opuso Lacan es a la estandarización del tiempo de las sesiones. La sorpresa sólo puede acontecer en la medida en que no se la espera. Ese corte no puede anticiparse. Lo inesperado como lo otro de lo establecido. Un análisis no es una ficción, pero sí implica una narración, una verdad hecha a la manera de un montaje. Por eso lo que dice Piglia del final de las narraciones, podríamos decirlo de una sesión, de un análisis.

VI. De las ficciones que valen poco -según ciertos parámetros algo elitistas- se dice que tienen finales felices. Happy ending es la cifra de todo un género y de una ideología también. El género que da por finalizada una narración eternizando la felicidad. Una parálisis, un congelamiento de la imagen. El happy ending es el artificio llevado al paroxismo. Por eso siempre me gustó el procedimiento de François Ozon en la película 5 x 2 (Cinq fois deux) (que se tradujo como Vida en pareja). Relata la historia de un matrimonio que termina, y lo relata en 5 escenas de esa vida. Pero el detalle es que la película empieza con el divorcio y va hacia atrás, y a medida que transcurre la pareja es cada vez más feliz. De modo tal que la película termina felizmente. Uno sabe que la pareja termina, pero el final no deja de ser feliz y, por eso mismo, por el procedimiento de Ozon, es un final desgarrador. Como si la película, además de narrar el final de una pareja, narrara lo que hay después del final de una pareja: los recuerdos, los pocos, los cinco, esos que resultan las escansiones de una vida entera. “Hablamos de empezar, pero entre el final y el principio ya ni sabemos cuál elegir”, escribe Nathalie Léger.

VII.

Es de noche

no vas a volver,

los oídos siguen escuchando

nuestra canción vieja

y los ojos flotan por esta casa

en la que dormimos juntos.

Esta tarde vi hombres y mujeres

que no eran vos

moviéndose por las calles del centro

y pensé

que aunque sea tenemos un cuerpo,

pero después me desconocí

en el reflejo de una vidriera y supe

que los cuerpos ascienden

para seguir la curva de su caída,

buscan volver

como todas las cosas a la tierra.

Me apoyo sobre mis piernas

y me levanto: voy a llegar

hasta mi cama

para intentar dormir

y dejar de pelear

contra el ansia del amor

Unos versos del poema Tengo fe en ser fuerte, de Santiago Venturini, incluido en Una forma de llegar al futuro, editado por Gog & Magog.

Al final, también escribí sobre el desamor.

AK

No tenemos un lenguaje para los finales.

Roberto Juarroz