1. El recalentamiento que vino del frío
Sin estar a la par, aunque en vías paralelas, en 1972 el Primer y el Segundo Mundo rodaban en la progresión benéfica de una posguerra cada vez más lejos del fin de la guerra. En la distensión de la coexistencia pacífica, nada haría descarrilar la seguridad providente asegurada por el Estado y la saciedad de una sociedad consumista entretenida por la productividad industrial. En el verano de la fría Escandinavia, en la Primera Cumbre de Medio Ambiente organizada por la ONU, en el Estado de Bienestar modélico que era Suecia, se convirtió en término familiar el slogan que definía y sintetizaba la situación coyuntural y el vértice del drama del medio ambiente amenazado: ‘recalentamiento global’. La consigna era también programa: había que bajarle a la atmósfera esa fiebre que le había hecho subir la combustión de carbono. La crisis del petróleo de 1973 estaba a la vuelta de la esquina, pero rara vez vemos lo que no tenemos delante, y nunca lo que no queremos ver.
En el siglo XXI, los polos geopolíticos mutaron hasta lo irreconocible. Sn embargo, ni diagnóstico, ni pronóstico, ni medicación ninguna de Estocolmo 1972 se verán dejadas de lado por Glasgow 2021. La base está. Que los países ricos pueden pagarse las reformas energéticas necesarias, sin empobrecerse por ello. Y a la vez evitar que los países pobres ingresaran en esa vía que había hecho de cada país rico un país más contaminante a medida que se hacía más rico. A cambio de renunciar a las décadas de crecimiento impulsado por el carbono de que habían disfrutado las potencias occidentales, el entonces llamado Tercer Mundo obtendría tecnología y dinero en efectivo.
2. Caído el Muro, en 1995 Berlín celebra con la primera COP que ya no haya más Segundo Mundo
La primera Conferencia de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático (COP) eligió como sede la nueva capital de Alemania. La consumada reunificación del antiguo régimen de Bonn con el comunismo oriental desaparecido en 1991 al fundirse en ese abrazo era propuesta como ejemplo y recuerdo de la posibilidad de llegar al buen éxito. O al menos, de forzar hechos consumados irreversibles. Las superpotencias prefirieron ver un acicate para la precaución en el compromiso antes que un estímulo a la confianza recíproca. Durante una semana debatieron sin valerse o no de una voz tan drástica, tan prusiana como ‘reducción’. Cientos de horas de reuniones a puertas abiertas, entreabiertas o cerradas, donde en la línea del frente ganaban o perdían territorio las tropas hostiles de la persuasión y la disuasión. No redujeron a ‘reducción’. Otra semana debatiendo si debían fijarse objetivos y si debían anunciarse un cronograma.
Al final, hasta los países más escurridizos advirtieron que no hay por qué temerle a las palabras inequívocas; bastaba con envolverlas en la nebulosa de las mejores intenciones. El Documento de Berlín declara la necesidad ineludible de reducir los gases de efecto invernadero, consigan cuáles han de ser los objetivos impostergables, y después plantea un calendario de no menos inevitables y escalonadas postergaciones. La firmeza inquebrantable con la que se adherían a una evaluación descriptiva y a una valoración ético-política no condescendía a cuantificar obligaciones medidas y fechadas. Ni a planificar intrusivos controles mutuos. Que es lo que querían los verdes de línea dura, y recomendaban los científicos del clima.
3. El Protocolo nipón, 1997
En Japón, ni el compromiso formal fue víctima de evasivas, ni las urgencias declaradas desmentidas por un documento sin fechas fijas. La COP3 concluyó con la firma de un tratado internacional sobre la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero. Es el Protocolo de Kyoto. Un texto que establece y discrimina, en una lista donde comparecen país desarrollado tras país desarrollado, objetivos y plazos determinados y acordados para cada reducción nacional. Las potencias se apuraron a mostrarse entre los primeros signatarios. No habían retaceado detalles, obligaciones, consentimientos, firmas, ni el nombre de los meses ni el número de los años.
4. El futuro es un país extranjero
La diligencia para firmar el texto del Protocolo atenuó sólo muy parcialmente el desprestigio y desencanto que crecía por las demoras para que entrara en vigor. Hubo que esperar hasta 2005 y la COP11 celebrada en Canadá. Un vigor disminuido antes que fortalecido por esa larga espera que no había sido la de una maduración. Además, sufrió el golpe de que no fue ratificado por EEUU, primer emisor mundial de gases invernadero. China era considerado todavía en 1996 un país en desarrollo, por lo tanto no figuraba en la lista con obligaciones taxativas. Aunque en 2005 la República Popular no fuera número dos en nada, salvo con respecto a EEUU. Por añadidura, la minuciosidad en la determinación de cuánto y cuándo debían haber cumplido sus metas, consentida por cada uno de los países desarrollados firmantes, no se veía acompañada en el Protocolo por la previsión de mecanismos de sanción en caso de incumplimiento, por flagrante y absoluto o descarado que acabara siendo. Poco augura que la COP26 de Glasgow arbitre los medios para liberarse del callejón sin salida de la obligación sin retribución ni sanción.
5. Los rojos, los verdes, y la Casa Blanca
EEUU en 2005 hiciera tachar del Protocolo de Kyoto la firma que había estampado en 1997no sorprendió. En EEUU, las discutidas elecciones de 2000 habían arrebatado la presidencia al partido Demócrata y a su candidato. Al Gore, un ecologista militante, fue derrotado. Un republicano negacionista del cambio climático, George W. Bush sucedió a Bill Clinton en la Casa Blanca.
Un dinamismo nuevo empezaba a animar los vínculos entre Cumbres Climáticas y políticas nacionales. El buen éxito relativo de cada COP dependía de la orientación rectora del gobierno de entonces en cada potencia. Pero a su vez el desempeño de un gobierno en las COPs gravitaba a su modo en su supervivencia política En una medida difícil de cuantificar pero imposible de minimizar, la sorna de Bush con el ‘hippismo buenista’ de su rival verde que comía brócoli no fue ajena a su triunfo electoral sobre el atildado vicepresidente de Clinton.
Era una situación que se iba a reiterar en sus rasgos definitorios. La exaltación sanguínea del perfil carnívoro de un candidato que descreía de los males de todo aquello que proporciona bienestar inmediato a la economía y a su electorado iba a traccionar la victoria de Donald Trump en 2016. El nuevo presidente republicano profesaba una fe robusta en que la pandemia de Covid-19 (que en octubre 2021 computó 5 millones de muertes), en que los desastres meteorológicos, los huracanes, las sequías, inundaciones y tormentas arrasadoras, aun cuando castigan con máximas violencias, son fenómenos naturales normales. Y por lo tanto, es casi impío, y ciertamente ridículo, que el hombre trate de corregir a la Naturaleza. Esta creencia, anti-intelectual y anti-elitista, tampoco fue en absoluto ajena a su popularidad.
Como trasfondo, un corrimiento ideológico: la amenaza de los rojos se había convertido en amenaza de los verdes, un nuevo enemigo de América había remplazado a otro obsoleto en el inventario del eje del mal popular. Ayudaba a ganar elecciones y simpatía a los republicanos. Y para los demócratas, de Al Gore a Joe Biden, era fuente de derrotas.
Este año, el obstáculo insuperable que enfrentó Joe Biden para la aprobación en el Senado de su mega paquete de estímulo de 3,5 billones de dólares fue Joe Manchin, del carbonífero estado de West Virginia. Con nueve meses de gobierno, la aprobación de Biden en 2021 es de 42%, la misma de Trump con nueve meses en 2017. La Casa Blanca se inquieta, porque un 48% se manifestó muy en desacuerdo con Biden y sus políticas, mientras que sólo un 18% dijo estar muy de acuerdo con el presidente ecológico y su gobierno.
6. Una COP menemista, Buenos Aires 1998
Dos semanas de conversaciones de mal humor“. Así resumieron la COP5 los periodistas de The Observer enviados al país gobernado en su segundo período por el presidente que se había reconciliado con el de ellos después de la Guerra de Malvinas y cuyo canciller había deseado relaciones más carnales con EEUU. La misma cobertura señalaba una nueva orientación, brotada en la conferencia celebrada en la Argentina del peronismo versión neoliberal de Carlos Menem: el entusiasmo de las grandes potencias industriales en la posibilidad de comerciar las emisiones de carbono, de comprar el derecho a emitir a cambio de dinero o servicios. Para bien o para mal, el mercado y sus fuerzas habían llegado para quedarse a las cumbres climáticas.
7. La COP6 en el país de las bicicletas, La Haya 2000
Los desacuerdos sobre los detalles diabólicos de Kyoto sobre los que faltaba consenso llevaron a un punto muerto. EEUU logró, en el año anterior al ataque a las Torres Gemelas, encender las llamas de la furia internacional. En unos intentos que a nadie convencieron, y que resultaba afrentoso aceptar que Washington pensara que podían convencer, insistieron en que tenían el derecho de rebajarse los objetivos de reducción de emisiones de carbono, porque los bosques norteamericanos ya habían probado que podían hacer la mitad del trabajo, reabsorbiendo la mitad de las emisiones nacionales. Las conversaciones fracasaron, se pasaron las decisiones para más adelante.
8. Milagro en Milán, 2003
En la COP9 se alzó una voz vibrante que a partir de ahora será siempre de las más nítidas y audibles. Los países chicos buscan mecanismos firmes que les aseguren fondos que financien su adaptación al cambio climático, que es a costa de su crecimiento económico y de la rentabilidad de sus explotaciones y exportaciones. El reclamo de que todo monto decidido acaba por demostrarse exiguo, y que las actualizaciones continúan siéndolo, además de llegar a destiempo, no faltará a la cita de ninguna COP, y todo anuncia que será especialmente sonoro en el COP26 de Glasgow en el año que sigue al de la crisis sanitaria y la recesión económica de la pandemia.
9. El anecdotario pintoresco al rescate de la irrelevancia de la historia, Bali 2007
La COP11 en la ciudad franco-canadiense de Montreal había sido la que en 2005 festejó, a pesar de la defección de EEUU, la entrada en vigor del Protocolo de Kyoto. En la capital keniana de Nairobi en 2006, la COP 12 fue un anticlímax de realismo africano. Que reconocía que había poco motivo para la exaltación en un Protocolo que sólo tenía validez por cinco años y del que estaban ausentes con aviso EEUU y China, las dos nuevas hiperpotencias globales. Al año siguiente, la reunión fue en la isla tropical de Bali. El destino balneario estimulaba la afluencia de representantes. En los medios occidentales, el personal periodístico se destacó por el enardecimiento de la pasión profesional por viajar y cubrir esa Cumbre.
Con fuertes desacuerdos sobre objetivos específicos, los negociadores de 2007 apelaron a una palabra favorita de esa década. Un término que designa una situación en la que todos están de acuerdo con que hay que superar, pero nadie puede ponerse de acuerdo sobre cómo ni cuándo empezar a salir de ahí: así nació la ‘hoja de ruta’ de Bali.
La inauguración de la sesión de más alto nivel esta Cumbre climática fue interrumpida por una invitación a disfrutar de una de las canciones del presidente indonesio. El video de la canción, con niños sonrientes sobre un fondo de selvas devoradas por las llamas, fue transmitido desde una pantalla gigante y un funcionario presidencial incitaba a los jefes de Estado y de Gobierno presentes a cantar los estribillos y unirse en el coro. El presidente Susilo Bambang Yudhoyono es una estrella menor del pop en Indonesia.
La COP13, que empezó con este asterisco musical, terminó con llanto. Ante las airadas acusaciones de los chinos de que estaba permitiendo discusiones paralelas fuera de la sala, el austríaco Yvo de Boer, principal funcionario de la ONU sobre el clima, rompió a llorar. Si no lo ayudaban, se caía desde el podio. Una oleada de aplausos de apoyo se convirtió en una ovación de pie, una rara epifanía de unidad: pocas horas más tarde, los políticos del mundo pudieron ponerse de acuerdo en que había llegado el momento de volver a casa.
10. De 2015 a 2021, o desde la alegría parisina hasta las flemas británicas
En los meandros de las decisiones cumbre, desde 1995 la sede de la COP tardó dos décadas en desplazarse desde Berlín hasta la capital de su histórica rival en Europa Occidental. El 12 de diciembre de 2015 en París, a las 19.30, Laurent Fabius, presidente de la COP21 y ministro de Relaciones Exteriores francés, golpeó sobre su pupitre con un pequeño martillo de cabeza verde, como los que usan los rematadores: terminada la votación 195 países y la UE habían adoptado un texto de 32 páginas. Se comprometían a sofrenar el aumento de la temperatura mundial promedio a un nivel “por debajo de dos grados”. Y continuar avanzando hasta quedar “por debajo de 1,5 grados centígrados”. Todos los países, y no sólo los más desarrollados, se comprometían. Cada Estado debía presentar su propia ‘hoja de ruta’. (El término estrella de Bali mantenía su rating de prime time, pero el diccionario de las Cumbres del Clima se había enriquecido con términos de creciente precisión en su uso interno, que no había ido sin embargo de la mano con el interés en ganar transparencia e inteligibilidad para el público internacional y los electorados locales). Cada país gozaba de libertad para fijar sus NDCs, sigla en inglés de sus Contribuciones Determinadas a Nivel Nacional. Cada cinco años tendrían que dar cuenta de ellas, y revisar el viejo objetivo fijando uno nuevo. Con el don verbal que caracterizó al político socialista, Laurent Fabius anunció, con metáfora premonitoria de las de 2020, que “no existe vacuna contra el cambio climático, pero sí eficaz antídoto: la estricta observancia del Acuerdo de París”.
Ansioso en 2021 por ser anfitrión de la Copa América, en 2019 al presidente Jair Bolsonaro, con un negacionismo que hoy disimula, había faltado entusiasmo por honrar la obligación contraída por sus antecesores en la presidencia y comunicó que la COP25 no se celebraría en diciembre en Brasil como lo habían pactado. No le resultó difícil a Chile la aprobación como sede sustituta: prevalecía el consenso de que debía volver a celebrarse en el Sur una Cumbre en los últimos años lo había evitado. Pero a Sebastián Piñera le resultó imposible cumplir con este compromiso, y anunció que la Cumbre no se celebraría en Santiago. En una de las primeras humillaciones internacionales a las que durante dos años se expondría el presidente más débil de la democracia chilena, se vio forzado a reconocer que después del ‘estallido social’ que explotó en octubre era incapaz de garantizar la seguridad pública. La sede regresó a las certezas del Norte, y fue en Madrid, donde encontró pocos participantes dispuestos a proponer objetivos más ambiciosos para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero a fin de cumplir con los términos del acuerdo de París de 2015.
Entre 2015 y 2021, el Brexit aisló aún más a las islas británicas. En las últimas semanas un doble conflicto de Londres con París, por el acuerdo estratégico AUKUS con Washington y Canberra contra Beijing, que le birló a Francia la venta de submarinos a Australia, y la guerra comercial por la pesca en el Canal de la Mancha, ahondaron el aislamiento a la vez que prometen distraer las conversaciones.
Hasta un mes antes de la Cumbre, los países signatarios del Acuerdo de París debían presentar a la ONU la rendición de cuentas de sus NDCs. Decenas todavía las presentaron, y ninguno del G20, reunido en Roma el domingo 31, como preludio a Glasgow, cumplió con lo que había creído posible, o al menos prometido, en 2015.
Ni el chino Xi Jin Ping, ni Vladimir Putin, ni el Papa, ni la Reina de Inglaterra, asistirán a la cita de Glasgow. Al predicar ese fervor climático que lo aúna con el Pontífice romano, pero con el que no comulgan todos los senadores de su partido, el católico Biden enfrentará una feligresía diezmada: las homilías del presidente demócrata resonarán sin encontrar contradicción, y sin encontrar eco.
AGB
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