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Año nuevo, ¿culo nuevo?

Breve historia del fervor humanos por los traseros

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Del latín culus, el castizo y sonoro vocablo del título es más apropiado que el -localmente- usual (cola) cuyo significado en su primera acepción concierne a ciertos animales: rabo, rabadilla, apéndice. Palabra considerada vulgar pero nunca una palabrota, culo, según la gran lexicógrafa María Moliner (Diccionario del uso del español) sería simplemente “conjunto de dos nalgas en una persona”. Y luego, claro, tenemos la larga serie de aplicaciones, más en contra que a favor, empleadas en frases hechas tanto en la Argentina como en otros países, que no hace falta traducir: “quedar con el culo al aire”, “caerse de culo”, “lameculos”, “tener culo”, “ser culo fruncido”, “estar como el culo” y, sin agotar el repertorio metafórico, tenerlo limpio o sucio… (Los culos de vasos o botellas son otro cantar, que no viene a cuento).

También hay una seguidilla de refranes protagonizados por este sustantivo, entre los que en esta nota se escogerá uno que le viene al pelo a la temática a tratar a continuación: “Culo veo culo quiero”, expresión de origen incierto “con que se moteja de sumamente antojadiza a una persona”, nos despeja el  Diccionario Enciclopédico Hipano-americano, de 1890. Pero en esta oportunidad, no será citado en su sentido figurado sino literal, con referencia a la cantidad de gente -mayoritariamente mujeres- que acuden a distintos recursos para realzar, redondear, remozar sus traseros, ya mediante injertos de su propia grasa, ya rellenándolos con prótesis de siliconas o inyectando ácido hialurónico. Todo ello formando parte de la próspera industria de la belleza que incita sobre todo a las mujeres a responder a patrones de belleza y juventud a costa de riesgos, molestias e importantes desembolsos. Y hay que reconocer que contadas son las feministas que, como Susan Faludi con su ensayo Reacción (Planeta, 1991) han investigado y denunciado esa presión invasiva que se intensificó en los años ’80 en los Estados Unidos, cuando eran muchos los cirujanos plásticos que necesitaban cuerpos y surgieron lemas como, por caso: “Si te querés, te operás”. Y mucho se está hablando ahora en buena parte del mundo occidental del derecho a una belleza otra, de la gordofobia y temas afines, pero muy poco de lo que Faludi denomina la “belleza médica” que, a su manera, vulnera y a veces petrifica rostros seriados, chupa grasa y la redistribuye, introduce materiales ajenos al organismo sin otra justificación que la de negar el paso del tiempo y acatar modelos estéticos en el candelero.

Nalgas bajo control masculino

Curiosamente, esto de ampliar el nalgamen adquirido artificialmente y tan promovido por la mediática Kim Kardashian, podría relacionarse con antecedentes muy lejanos en el tiempo, cuando aún no existía la escritura (ni, mucho menos, la cirugía estética), en las venus del Paleolítico -una de las más conocidas es la de Willendorf, hallada en Austria a comienzos del siglo veinte-, de unos ¡30 mil años antes de Cristo! Ese apelativo que se les adjudicó caprichosamente remite a la diosa romana sustraída a la mitología griega llamada en su origen Afrodita, protectora del amor. Dichas estatuillas, aparecidas en diversos lugares de Europa, también denominadas esteatopígicas precisamente por el gran tamaño de sus asentaderas, fueron esculpidas en piedra caliza, hueso, marfil o modeladas en arcilla. Y se distinguen en general por la generosidad de sus pechos, de su vientre, su vulva destacada (cosa que no volvió a suceder con cierta frecuencia tan explícitamente, con pelos y señales, en el arte quizás hasta que en 1866 Courbet pintara El origen del mundo). Rasgos que han llevado a asociar estas figuras con la fertilidad, a que se las llamara Diosas Madres (nada que ver con KK en esta lectura). 

Saltando en el tiempo y aterrizando en la Antigua Grecia, se advierte en la escultura -y se entiende, por poco que se conozcan aquellos usos y costumbres sexuales- un predominio del culo masculino garboso y bien musculado. En los templos de la India todavía perduran sinuosos traseros de varones y mujeres enredados en artes amatorias, mientras que en las estampas eróticas japonesas del período Edo, siglos 17 al 19, francamente gráficas, las posaderas se hacen ver. En este viaje raudo y arbitrario podemos recalar en los nalgatorios celulíticos de Rubens, entre el 16 y el 17, y ya que estamos, repasar las picardías voluptuosas de Fragonard, las señoras apiñadas en un baño turco de Ingres, el lavado del derrière femenino que cautivó a Degas, el suave y discreto culo de Marthe, la amada esposa de Bonnard. Y, cómo no, en la odalisca morena de Boucher, un trasero para tratar de usted… Por cierto, antes de estos artistas, la obsesión masculina por Venus fue la coartada para que Velázquez creara su propia versión de espaldas, luego reversionada por Renoir. Y siguen las grandes firmas de varones enfocando a su gusto traseros, preferentemente de mujeres. Recién en el siglo 20 se empieza a notar otra óptica sobre el cuerpo femenino desnudo, cuando las que toman el pincel son ellas; en algunos casos, desde un punto de vista abiertamente feminista. Pero esa es otra historia.

Y en el cine, cuando las desenfadadas chicas con traje de baño de una pieza, a veces con medias, de Mack Sennett pasaron a la historia y llegaron las pin-up estilo Betty Grable, las estrellas glamorosas tipo Rita Hayworth o Lana Turner, la nadadora oficial Esther Williams, los traseros no se remarcaban como atributo erógeno, o directamente se achataban mediante fajas elastizadas; en Hollywood y asimismo otras latitudes. Hasta que en la segunda mitad de los ’50  atacó Brigitte Bardot, guiada por su pigmalión Roger Vadim, con su bien torneado culete al aire, en diminuto bikini o ajustados pantalones. Culete que llegó a ser comercializado por el mismísimo Godard en El desprecio (1964). Ya en los ’80, esa zona del cuerpo femenino donde la espalda pierde el nombre no solo se empieza a resaltar en el cine: la publicidad -notoriamente la local- produjo recordados avisos como la serie de Hitachi donde las modelos que se contoneaban eran casi solo carnaza de cola, al ritmo del eslogan “Qué bien se te ve”. También, en programas de tevé, Gerardo Sofovich a la cabeza, las curvas posteriores se pusieron de relieve y en famosos casos compensaron la brevedad delantera de “bebotas” o “nenas”.

En la década siguiente, se impuso el cola-less -palabreja argentoanglo se dice que inventada en la redacción de la revista Gente- en las playas locales, así como la gimnasia consagrada al -diría Moliner- conjunto de dos nalgas, que debían tensarse y sobresalir para exhibirse a pleno gracias al hilo dental escondido entre ellas. Ya estaba en alza el aumento de las mamas merced a las siliconas, el lifting facial, el bótox para paralizar el entrecejo, y empezaban a verse algunas sobrebocas. Solo faltaba que se extendiera el relleno y levantamiento del trasero, no únicamente entre actrices -algunas prestigiosas-, conductoras de televisión, vedettes de teatro de revistas: asimismo mujeres anónimas. Cosa que empezó a ocurrir casi secretamente, porque de las otras cirugías se hablaba, se publicaban notas. Pero lo de “ponerse cola”, como se decía en el lenguaje coloquial, se mantenía en reserva. Sin embargo, era creciente el número de mujeres que se sometían al modelo de belleza presuntamente deseado por los varones, a su vez influidos por el mercado que imponía esta rendidora industria que cuenta entre sus precursores al célebre brasileño Ivo Pitanguy, cirujano y escritor que empezó con operaciones reconstructivas en los tempranos ’60, y pasó prontamente a las plásticas con enorme suceso. Varias décadas antes, una de las primeras médicas francesas, Suzanne Noel (1878-1954) se había dedicado a la cirugía plástica reparadora para poder arreglar mandíbulas rotas de los soldados que habían luchado en la Primera Guerra. Más tarde, hizo lo propio con los que volvían de la Segunda Guerra. También ayudó con su bisturí a mujeres que necesitaban mejorar su aspecto para conseguir trabajo, actuando siempre en la forma menos intrusiva posible. Escribió un libro sobre el rol social de estas prácticas y fue, paralelamente, apasionada defensora del voto femenino y de las libertades civiles de la mujer. Hace casi 100 años, en 1924, fue socia fundadora de club Soroptimiste en París, que llegó a tener filiales en otras ciudades europeas. Es decir que la sororidad no es un invento del siglo 21. 

A quien quiera cachetes, que le cueste

En la centuria que cursamos, el realce de nalgas femeninas -incluso masculinas, en menor escala- se ha expandido y multiplicado en Occidente, en sus tres variantes: lipofilling o lipotransferencia de la grasa de la propia/o paciente; implante de prótesis de siliconas; inyecciones de ácido hialurónico. Por otra parte, y ya fuera del consultorio o el quirófano, en Mercado Libre se ofrecen pastillas para agrandar y afirma los glúteos como Larger Fuller, de Elite, que vienen en una promo a $13.3999 los tres frascos.

Según noticias publicadas en el exterior, particularmente en los Estados Unidos, el método más requerido para redondear y endurecer cachetes es el Brazilian Butt Lift (BBL) atribuido al antes mencionado doctor Pitanguy, que habría comenzado a aplicarlo en la década de 1960. A la vez, se trata del procedimiento que registra mayores riesgos: un informe de 2017 publicado en el Aesthetis Surgery Journal, da cuenta de que entre uno y dos de cada 6 mil levantamientos, terminaron en muerte (el índice más elevado para cualquier cirugía de este rubro). En 2018, la Asociación Británica de Cirugía Plástica y Estética aconsejó a los profesionales del Reino Unido que dejaran de practicarla. Empero, hubo mujeres que se resistieron a la negativa de muchos médicos y optaron por viajar a Turquía o Sudamérica, donde además les salía más barato. Según el New York Times, se registraron dos muertes de pacientes británicas en una clínica de Esmirna (Turquía). El peligro de la lipotransferencia reside en la gran cantidad de vasos sanguíneos de la zona trasera, lo que hace que en contados casos la grasa pueda llegar al corazón, a los pulmones. Según el mismo medio, en 2018, la Sociedad de Cirujanos Plásticos de Estados Unidos y otras entidades afines organizaron un grupo de trabajo para dar mayor seguridad al injerto de la propia grasa, se indicó a los médicos dejar de inyectar ese material en el músculo y se les pidió que perfeccionaran el instrumental.

Para efectuar esa lipo, la grasa se extrae de caderas, cintura, abdomen o muslos, lo que suma una lipoescultura en esas áreas adelgazadas drásticamente. El tiempo de recuperación va de 3 a 5 días; según avisos locales publicados en la web, “las células sobrevivientes se comportan como en su ubicación anterior y el disconfort sucesivo se alivia con analgésicos”. La persona intervenida no debe sentarse sobre la parte injertada durante al menos 3 semanas, tiene que dormir panza abajo y usar faja posoperatoria e ingerir dieta hiperproteica.

Un anuncio en la web francesa para “mejorar” traseros masculinos remarca que se trata del atributo físico más observado en los varones, y propone prótesis (que se asemejan a las que se implantan en los pechos femeninos) para “bellas nalgas plenas” que se han achatado con el correr de los años o por un adelgazamiento importante. Estas prótesis fessières requieren anestesia general. En cuanto a la lipotransferencia depende del “capital graso” del paciente, y desde luego, de su estado general de salud. En lo referente a las inyecciones de ácido hialurónico, se anticipa que su efecto es temporario (12 a -en el mejor de los casos- 24 meses), aclarándose que es la alternativa más económica, suave y rápida. Cada formato existe en distintos volúmenes y tamaños, naturalmente… En casi todos los casos, la incisión se hace en el surco interglúteos para que no se advierta luego la cicatriz, y se debe usar una prenda elástica entre 4 y 6 semanas. La operación dura de una a 3 horas y a continuación hacen falta curaciones, controles periódicos.

Uno de los aspectos paradojales más llamativos de esta tendencia occidental creciente -más allá de las consideraciones que conducen a un barón de Frankenstein reestructurando un cuerpo con grasa de “regiones donantes” propias- es que en países del hemisferio norte con antecedentes de acendrado y cruel racismo hacia los negros, se pretenda emular con sobrebocas desproporcionadas nada fotogénicas y con nalgas rellenadas, a una tipología física netamente africana. Y que se hagan desembolsos que en los Estados Unidos rondan los 15 mil dólares (el BBT), se sufran molestias y, de yapa, se corran riesgos (en mínimo porcentaje, es verdad).

La culomanía, que ya venía avanzando a paso redoblado, se acentúo en el siglo 21 con el estrellato de la pulposa Jennifer López, que aseguró su nalgamen en millones -las malas lenguas aseguran que, aunque estaba bien provista de nacimiento, reforzó sus curvas con lipotransferencia-. Y, no hace falta decirlo, ese culto se sigue reforzando en estos días con las esferas desmesuradas de Kim Kardashian, copando portadas, videos, notas periodísticas. Ella y ellos y elles en número ascendente quieren más firmeza y más sinuosidad por detrás, acaso por creer que “la distancia más corta entre dos puntos es la curva”, como afirmaba la genial Mae West, actriz, guionista y dramaturga zarpada, una pionera en usar rellenos descartables en sus encantadores atuendos seudovictorianos, hace casi cien años. En la actualidad, muchas personas están pretendiendo un derrière casi tan pronunciado como el polizón almohadillado (o doble traste) que portaban bajo las faldas las damas pudientes de la Belle Époque. En fin, como sucede en el panel central de El jardín de las delicias, de El Bosco, y sostiene metafóricamente el dicho popular español, cada quien puede hacer de su culo un florero… 

MS/MG

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