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Beatlesjuice, un Revolver recargado y, del otro lado del mundo, Astor Piazzolla

Nada une al Astor Piazzolla de 1956 con The Beatles diez años después salvo una idea poderosa que, durante un medio siglo, fue central en la cultura. Que las tradiciones populares eran el campo propicio para la experimentación y para la búsqueda de lenguajes nuevos y sorprendentes. El tango –y el jazz– se habían adelantado, en todo caso, a algo que el cuarteto inglés creó y puso en movimiento: la canción nacida del rock’n roll y la balada como territorio del modernismo y la vanguardia. Algo que, en germen, ya estaba presente en Please, Please Me, que comenzó a cuajar en Beatles for Sale y Help! y que cristalizó en Rubber Soul y, con extraña perfección, en Revolver.

La otra coincidencia es temporal: ese disco seminal de The Beatles y la notable edición del sello argentino Lantower de los cuatro álbumes –más algún disco en 78 revoluciones, hoy casi secreto– grabados por Piazzolla entre 1956 y 1957, fueron publicados casi al mismo tiempo, en 2022, y ponen en escena dos maneras distintas –opuestas, podría pensarse– de acercarse a un problema: qué hacer con el sonido del pasado cuando sigue perteneciendo al presente. Y es que no se trata sólo de documentos y testimonios de la historia. No son papiros casi ilegibles que podrían deshacerse apenas se los tocara ni Venus sin brazos ni pedazos de columnas ni rastros de cañonazos en las paredes de una iglesia. Escuchar, hoy, “Melancólico Buenos Aires”, “Tres minutos con la realidad”, “For No One” o “Eleanor Rigby” nada tiene que ver con el museo y ni siquiera con la nostalgia. Se trata, simplemente, de alguna de la música más bella que existe. Y de música que el oyente desea escuchar lo mejor posible. Definir qué es lo mejor posible es, precisamente, el centro de la cuestión.

La obra de The Beatles ha tenido numerosas reediciones y en cada una de ellas se ha buscado una cierta reactualización del sonido original. La primera realizada en CD fue lisa y llanamente mala. Sin familiaridad aun con la nueva tecnología, la mezcla era totalmente inadecuada para el soporte y el sonido era agresivo y poco claro. La mejor, desde mi punto de vista, fue la que con supervisión de George Martin se realizó en 2014 (y en particular, cosas de maniático, el box set con la mezcla mono de los discos cuya edición primegenia fue con esa tecnología). Las más recientes, de Sgt Pepper… y esta de Revolver –el Doble Blanco es un caso aparte, en todos los sentidos– tiene un defecto: son demasiado exactas incluso allí donde The Beatles –y George Martin– habían elegido la inexactitud y, fundamentalmente, no tienen en cuenta las decisiones que ellos tomaron frente a las limitaciones técnicas del momento. Desaparecidos esos límites, esas opciones no sólo pierden sentido sino que crean un sonido que, al ser verdadero, resulta absolutamente falso. 

El ejemplo más evidente es el volumen del bajo. Este instrumento era, en el caso del cuarteto, el único encargado de las partes contrapuntísticas y, mucho más que la primera guitarra, de los movimientos melódicos más floridos. En los aparatos reproductores de la época –el viejo tocadiscos monoaural– las frecuencias del bajo apenas eran audibles. Martin, entonces, mezclaba el disco con el bajo eléctrico en el frente, mucho más fuerte que lo que sonaba en la realidad para que lo que se escuchara en la casa de cada oyente se pareciera más a ella. Producía algo falso para que, con la tecnología de la época, sonara verdadero. Algo similar a lo que había realizado en el cine Robert Wiene, en El gabinete del Dr Caligari, al pintar sombras en el piso. De la misma manera en que el restablecimiento, mediante un proceso de computadora, de las sombras que la iluminación necesaria para filmar en 1920 no había permitido, podría crear un caos absoluto entre estas y las que pintó Wiene, el respeto por el nivel del bajo de las mezclas originales produce hoy un sonido indeseable y absurdo. Una especie de concierto permanente para bajo y grupo acompañante que, en rigor, nunca estuvo en la imaginación de The Beatles ni de George Martin.

No obstante, la nueva edición de Revolver es extraordinaria y tiene algo de “otro lado del espejo” que la hace irresistible. Y eso sin contar las numerosas tomas y mezclas alternativas que enriquecen el paisaje total. Eventualmente, por más delicioso que sea un fruto, es inevitable que el mercado siga queriendo extraer su jugo. Y así será hasta que los hologramas de Paul, John, George y Ringo aparezcan en falsas filmaciones verdaderas tocando en vivo aquello que suene en los auriculares del futuro.

El caso de Piazzolla a mediados de los cincuenta es absolutamente distinto. Las grabaciones no contaban con la mejor tecnología de la época y, en algunos de los casos, se trataba exactamente de lo contrario. Sumado a que, en los registros del Octeto, nadie sabía exactamente qué hacer con la guitarra eléctrica (Piazzolla contó que en algunos de los temas el amplificador lo ponían en el baño). Los problemas con los que Roberto Sarfati y Diego Vila –los curadores y artífices de la extraordinaria restauración sonora– debieron enfrentarse fueron de naturaleza particular. En este caso no se trató de remasterizaciones –ya que no existen los masters originales– sino de un meticuloso trabajo rescatando frecuencias escondidas y optando permanentemente, entre pérdidas y ganancias: cuánto podían borrarse sonidos indeseados, como el de la alimentación eléctrica o cierto soplido de cinta, sin alterar el cuerpo y la presencia del timbre de cada instrumento; cómo “rescatar” el sonido del contrabajo sin producir una interferencia con el de las otras voces; si considerar la heterogeneidad de las tomas como algo esencial a las mismas o como algo que debía ser corregido. Y, lejos del último lugar en importancia, cuánto de la cualidad antigua del sonido debía ser considerada un simple lastre y cuánta era parte de la estética y, por lo tanto, indivisible de la obra. 

El material rescatado abarca los dos discos que el bandoneonista grabó con el Octeto Buenos Aires (él y Leopoldo Federico en bandoneones, Enrique Mario Francini y Hugo Baralis en violines, Horacio Malvicino en guitarra eléctrica, Atilio Stampone en piano, José Bragato en cello y Juan Vasallo en contrabajo) y los dos que registró con orquesta de cuerdas y tres solistas; él en bandoneón, Elvino Vardaro en violín y Jaime Gosis en piano. Allí aparece Jorge Sobral como cantante y, teniendo en cuenta el contraste entre las piezas cantadas y el modernismo evidente del estilo del bandoneonista recién regresado de París y de su escucha de un jazz refinado –de concierto– en las obras instrumentales, delata cierta negociación con el gusto establecido por el género. Suele pensarse al posterior Quinteto como el principio de todo. Este conjunto de grabaciones nuclea, sin embargo, las preocupaciones que atravesarían toda la carrera de Piazzolla. Y, en ese sentido, resulta revelador escuchar las dos versiones de “Tres minutos con la realidad”, la grabada en Montevideo para el disco Lo que vendrá, con una percusión que acentúa la referencia bartokiana, y la registrada en Buenos Aires para Tango en Hi-Fi. Tres minutos (la duración de un tango) y la realidad. Tango y alta fidelidad. O tradición y modernismo: las dos secciones que constituían habitualmente sus composiciones y los dos ejes con los que Piazzolla fijaba, con precisión, las coordenadas de lo que vendría.  

DF