Generación de cristal

Últimamente estoy bastante obsesionada con la pregunta de la relación con lo público antes de internet, o quizás más atrás todavía, antes de los medios masivos. “Lo público” es una expresión intencionalmente vaga: puede referir a la participación en la discusión pública, o a la militancia política más explícita, o a la vida comunitaria en términos más generales, y en todos esos sentidos la estoy usando.
En el fondo esto que me pregunto es parte de un interrogante más grande: si estamos más quemados que antes, o solo nos sentimos más quemados que antes, si cambió el mundo, o nuestra percepción, o las dos cosas, o ninguna; si de verdad el mundo de nuestros abuelos era tan distinto en relación con el agotamiento que experimentamos hoy, o si solamente estamos más atentos.
Cierto sentido común nostálgico diría que antes (de las redes sociales, o de la televisión, o de la globalización) estábamos menos informados pero más involucrados con la vida pública. La gente compartía más ámbitos con otra gente, hacía más cosas mezclada en el barrio y en el barro (ir a la escuela, al mercado, a la plaza, a trabajar), incluso quizás participaba más en clubes de comunidades, en iglesias o templos, en consorcios o otra clase de asociaciones; pero no se enteraba en tiempo real de una guerra del otro lado del mundo, y quizás tampoco seguía minuto a minuto el deterioro de su democracia o las de los países vecinos.
Los historiadores tienen herramientas para pensar este tipo de cuestiones, pero cualquiera con un poco de ética te dice que son preguntas demasiado subjetivas, demasiado cargadas, y que reconstruir la experiencia interna de un sujeto a ese nivel solo se puede hacer con muchos paréntesis. Me encantaría, de todos modos, leer un libro que lo intentara; mientras tanto, me conformo con las aproximaciones que he leído en relación con períodos específicos (Los años setenta de la gente común de Sebastián Carassai es un buen ejemplo), lo que puedo deducir de la ficción y de los diarios íntimos y correspondencias de otros tiempos, y algunas intuiciones provisorias.
Pienso en las conversaciones sobre política en novelas del siglo XIX o el XX, rusas o británicas, o francesas, o norteamericanas, o argentinas. Releo, entonces, diarios y cartas de grandes personajes: de Sigmund Freud, de Virginia Woolf, de Franz Kafka, el Borges de Adolfo Bioy Casares. Sesgos evidentes: las personas que pasaron a la historia, que se convirtieron en los grandes autores de su tiempo, claramente tenían una relación con lo público más cercana que la de las personas normales.
Hay sesgos de clase y de género, también: cuando pienso en mi abuela, las abuelas de mayoría de mis amigas, incluso las madres de muchas de nosotras, muchas pasaron los años más agitados del siglo XX sin prestar demasiada atención a casi nada. Las excepciones suelen ser las mujeres más ricas, que tenían más empleadas y niñeras, y vidas más marcadas por la participación en la high society, que les permitieron enterarse, al menos, de algunas cosas.
Otras excepciones: las madres y abuelas artistas o militantes, bohemias, que se mezclaron con el mundo a velocidades que no se usaban en sus tiempos. Leyendo diarios de toda esta clase de gente (en los de Freud, por ejemplo, está muy claro; Virginia Woolf lo explicita también) se hace evidente que ellos estaban, muchas veces, tan sobrecargados de información como nosotros. Ellos ya sentían, aun si no en el mismo grado, esa misma mezcla de angustia e impotencia que nos da cuando nos enteramos de todo lo que está mal y sobre lo que no podemos hacer nada. La sensación es que lo que vivimos hoy es, de alguna manera, una democratización de esa ansiedad que antes solo vivían los intelectuales o los políticos. Personas comunes recibimos a diario la información que en otra época solo recibía un canciller, o alguien cuya posición social le permitiría cenar con dicho canciller más o menos cualquier día.
Me pregunto esto porque esta semana pasó de todo (escaló la guerra en Medio Oriente, condenaron a una expresidenta) y mi percepción fue que somos muchos los que estamos tan agotados por todo lo que hace falta para pagar la tarjeta y organizar la vida cotidiana que es imposible conectar con algo que vaya más allá de lo urgente y (sobre todo) lo personal, lo individual, la quintita de cada uno, lo mío y lo de mi gente.
Me niego a creer que las vidas antes fueran más sencillas: tenemos lavarropas, resolvemos con dos clics trámites para los que antes había que tomarse días enteros, y así con todo; y sin embargo no se siente como que tengamos más tiempo. No se siente que esas comodidades de la vida moderna nos hayan liberado algún tipo de espacio mental, para nada. No hay plaza griega a la que podamos ir a participar en ese rato que ya no pasamos almidonando camisas. ¿Es porque lo pasamos peleando con la web de AFIP? ¿O scrolleando fotos de casamientos de amigos de primos en Instagram? ¿O es que tenemos el tiempo, y lo que no tenemos es el interés? ¿Se nos quemaron las terminaciones nerviosas que nos sensibilizaban a sucesos que se ubicaban un poco más lejos de nuestra vida cotidiana que el precio del litro de leche?
No sé, tampoco, si es importante que todos estemos informados. Quizás es una ficción, en efecto, una manera de sentirse comprometido con un resultado que no podés afectar en absoluto. Pero pienso que es demasiado optimista pensar que no hará ninguna diferencia un mundo cada vez más indiferente. Es una paradoja, quizás: la información desensitiza. Cuanto más sabemos todos los días menos nos impresiona, menos nos importa; menos probable es que intentemos hacernos cargo de algo.
TT/MF
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