Festival de Cannes Crítica

Cannes: el amor en tiempos de guerra

Agustín Mango

Cannes, Francia —

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El jetlag es para los débiles, y las cosas no necesariamente empiezan cuando empiezan. Son dos enseñanzas de este primer día de la edición 75 del Festival de Cannes, que a modo de bienvenida programó, en una copia restaurada y casi antes que cualquier otra cosa, las cuatro horas de La maman et la putain, obra maestra de 1973 dirigida por Jean Eustache y uno de los films más icónicos del cine francés, al que íconos precisamente no le faltan. La proyección terminó justo antes de la ceremonia oficial de apertura y funcionó como una inauguración no-oficial con una gran sorpresa cinéfila: en la sala estaba su protagonista, el legendario Jean-Pierre Léaud himself, con sus 77 años de historia del cine. 

La otra sorpresa fue un actor bastante más jóven y probablemente más famoso, que en estos días tiene un rol distinto a los que hacía antes de convertirse en líder de la resistencia ucraniana a la invasión rusa. Volodimir Zelenski, presidente de Ucrania devenido héroe global, habló en directo desde Kiev al público del Grand Theatre Lumière, en un ucraniano doblado al francés en el que los no-tan-políglotas entendimos que mencionó a Chaplin y El gran dictador. Fue el momento más vivo de una aburridísima ceremonia diseñada para el público televisivo francés, que hizo un pico de rating como no sucedía desde 2011. La noche iba a ser difícil para encarar después de las quince horas de viaje desde Buenos Aires, porque una vez finalizada la larga -larguísima- ceremonia, venía la película de apertura: Final Cut de Michel Hazanavicius, que la última vez que estuvo en Cannes, en 2017, había presentado su mirada “irreverente” sobre la Nouvelle Vague con una biopic de Jean-Luc Godard bastante insoportable y para el olvido. 

Pero, decíamos, las cosas no siempre empiezan cuando empiezan, y para los que no somos muy fans del director de El artista, Final Cut fue una muy linda sorpresa. Remake de One Cut from the Dead, película de culto del joven cineasta japonés Shin'ichirô Ueda, Final Cut comienza como una muy precaria película de zombies con un registro confuso donde parecen superponerse dos meta-directores: uno interpretado por Romain Duris y, aparentemente, el propio Hazanavicius. Son unos 40 minutos en los que el rodaje artesanal de una película de zombies es interrumpido por…zombies, pero en un registro satírico que amaga con ser una versión extrema de los recursos de humor autoconsciente –y un tanto snob– que Hazanavicius usó en aquella biopic del director de Sin aliento

Vale la pena no spoilear cómo lo hace, pero lo cierto es que la película luego toma un giro inesperado que hace encajar todas las piezas en su lugar, cuando el foco vira hacia una historia sobre un director de oficio que vive de hacer productos audiovisuales “rápido, barato y de calidad media” (Duris) y un poco de rebote obtiene el encargo de dirigir una película de género en plano secuencia que será transmitida en directo. Ergo, los protagonistas ya no serán solo los muertos vivos con maquillaje berreta sino un equipo de filmación variopinto que, además del director, incluye a su mujer actriz y a su hija estudiante de cine (Berenice Béjo y Simone Hazanavicius, mujer e hija del director de este meta-meta film). El backstage de un rodaje caótico empieza entonces a completar aquel rompecabezas extraño del comienzo, con muy buenos gags de comedia, y el resultado es una historia con una ternura en la mejor tradición del “cine sobre hacer cine”, una cálida línea que va de La noche americana a Bowfinger.

En alguna de las muchas declaraciones que el director del festival, Thierry Frémaux, dio en la previa del arranque, dijo algo así como que en esta 75ª edición que sucede en medio de una guerra que está convulsionando una época ya demasiado convulsionada, la programación del Festival responde al estado del mundo con un hilo conductor basado en –bienvenida la cursilería– el amor. Y la película de Hazanavicius, que cambió su título en francés de Z comme Z a Coupé! para evitar cualquier referencia a esa Z que simboliza la agresión rusa, es en definitiva una película sobre una de las formas del amor, el amor al cine y al trabajo colectivo de hacerlo realidad. También a la familia y, en particular, a ese vínculo bastante parecido que genera compartir la misión de sacar adelante un rodaje.

Los periodistas y críticos más veteranos en esta trinchera cinéfila de la Costa Azul hablaron de la película como un crowdpleaser que, aunque simpática, no daba la talla para ser el film de apertura de un festival de la importancia de Cannes. Con Final Cut, Hazanavicius de alguna manera vuelve a bajarnos línea sobre el cine y su historia, solo que esta vez su idea cariñosa del oficio y la responsabilidad de hacer cine –un acto de amor– es algo con lo que es muy difícil no estar de acuerdo. 

Y esa ligereza, de hecho, es lo que la eleva por sobre la pesada solemnidad de un cine más serio y comprometido como puede ser Tchaikovsky’s Wife, del cineasta disidente ruso Kirill Serebrennikov. Primera proyección de la Competencia Oficial, la película de Serebrennikov –quien tuvo que exiliarse de la Rusia de Putin luego de una acusación penal– es una sólida y densa historia sobre la enfermiza relación entre el compositor Piotr Tchaikovsky y su esposa Antonina Miliukova, un vínculo de dependencia emocional absoluta que la mujer sentía por el autor de El lago de los cisnes, cuya sexualidad se mantuvo siempre oculta en la historia oficial de la cultura rusa. Pero la intensidad y precisión de su melodramática e inerte puesta en escena anclan una película que nunca parece terminar de entenderse a sí misma o a su personaje principal, y aunque las motivaciones que llevan a Antonina a mantener esa emoción irreal al punto de caer en la pobreza y la locura, no sería raro que la omnipresente interpretación de Alyona Mikhailova como esa mujer ¿enamorada? de un hombre que nunca le toca un pelo, termine llevándose algún premio.  

Al día siguiente, la apertura de la Quincena de los Realizadores con L’Envol (Scarlet), lo último del italiano Pietro Marcello, fue un ejemplo de cómo la precisión en el manejo del lenguaje cinematográfico funciona solo si hay una historia que respire a través de él. Basada libremente en The Scarlet Sails del ruso Aleksandr Grin, L’Envol es una fábula y una historia de amor(es) ambientada justo después de la Primera Guerra en la Francia rural, donde un carpintero ebanista llamado Raphael vuelve a su hogar luego del combate, solo para descubrir que su mujer murió en un confuso episodio de violación, dejándole una hija para cuidar. La adaptación es difícil para Raphael, un hombre de rasgos durísimos y manos callosas, que tarda en enterarse de los hechos que llevaron a la muerte de su mujer, una intriga de pueblo chico que lo convierte, a él y a su hija, en parias. 

La destreza de Marcello en su uso del fílmico en 16mm y la luz natural en exteriores (tan bucólicos como ominosos) nos sumergen naturalmente en una atmósfera de posguerra y vidas difíciles signadas por la necesidad y el sufrimiento como una pintura de Jean-François Millet. Cuando la hija de Raphael, Juliette, crece hasta convertirse en una adolescente (y en la luminosa protagonista de la película interpretada por Juliette Jouan), ese relato que mezcla imágenes reales de principios de siglo comienza a abrirse con elementos de fantasía y recursos musicales. La razón, claro, es que Juliette, esta joven que hereda la determinación y la ternura de su padre, se enamora de un aviador interpretado por Louis Garrel. A esta altura, la película ya abrazó completamente la magia, la música y, sí, los clichés, para redondear un cuento de una belleza visual encantadora. Y es que quizás una buena historia de amor en el cine también sea, necesariamente, una historia de amor al cine y sus posibilidades.

AM