El centenario olvidado de Francisco Porrúa, el editor gallego y criado en Argentina, que impulsó a Cortázar y García Márquez

Alfonso Pato

España —

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Posiblemente no haya habido ningún editor en el siglo XX que haya influido tanto en la literatura en español como el gallego Francisco Porrúa. Su extraordinario catálogo como editor, e incluso como traductor, lo ha rodeado de un aura de leyenda. Fue editor de dos obras que cambiaron el rumbo de la literatura: Cien años de Soledad, de Gabriel García Márquez, y Rayuela, de Julio Cortázar, ambas en la editorial Sudamericana. Pero fue también pionero de la publicación del género de ciencia-ficción en español, en el que dio a conocer en su editorial Minotauro El Señor de los Anillos, de J. R. R. Tolkien, y Crónicas Marcianas, de Ray Bradbury, obras que forman parte de su currículum como traductor, en el que constan más de medio centenar de libros. “A veces pienso que Cien años de Soledad es como mi segundo apellido, porque todo el mundo lo añade a mi nombre”, ironizaba en una de las últimas entrevistas que concedió. Porrúa fue íntimo amigo de García Márquez y Cortázar. Con este último mantuvo una larga correspondencia de un centenar de cartas. También tuvo una relación estrecha con Jorge Luis Borges, Doris Lessing o la familia Tolkien.

Nacido en Corcubión, en la Costa da Morte, en 1922, criado en Argentina y fallecido en Barcelona en 2014, en este mes de octubre se cumple el centenario de su nacimiento, pero a juzgar por las nulas reseñas que existen sobre esta conmemoración, el trabajo de este histórico editor parece haber caído en el olvido. Ni su localidad natal, donde hace años le dedicaron una calle, ni Xunta de Galicia ni Ministerio de Cultura han dedicado un mínimo homenaje para recordar a este hombre, considerado una figura clave en el desarrollo del llamado boom de la literatura hispanoamericana, el movimiento que a mediados del siglo XX revolucionó las letras en español. La agitada trayectoria vital de Porrúa y su vida como editor son una mezcla de intuición, perseverancia y grandes dosis de azar.

“Porrúa es un gigante de la edición, un número uno indiscutible”, afirma la editora y galerista coruñesa Rocío Santa Cruz, que lo trató con frecuencia en sus últimos años de vida. “No le gustaba hablar de sí mismo como figura notable, renegaba de las entrevistas, era un misántropo que huía de la gente y muy crítico con todo”, añade Santa Cruz, que consiguió mantener una relación fluida con él debido a su amistad común con otra gallega, Aurora Bernárdez, traductora y primera mujer de Julio Cortázar. Porrúa se negó varias veces a recibir a la editora: “Hasta que le dije que mi familia también era de Corcubión y le hizo gracia”.

“No hay celebraciones de su centenario porque a lo mejor todavía no hay una conciencia real de la dimensión de este editor extraordinario”, dice el escritor Francisco Fernández Naval, que conversó con él poco antes de su fallecimiento en su casa de Barcelona. Fernández Naval estaba preparando entonces su libro O soño galego de Julio Cortázar (Editorial Linteo, 2014).

A la capital catalana había llegado en 1977 alejándose entristecido de un Buenos Aires turbio donde la dictadura militar había asesinado y ordenado la desaparición de varios de sus amigos, además de haber censurado varios de los textos de Sudamericana, algo que que consideraba “inaceptable”.

A los dos años de nacer en Corcubión, Porrúa tuvo que cambiar Galicia por la Patagonia argentina. Su padre, marino mercante, solicitó un destino en tierra y fue enviado a la ciudad de Comodoro Ribadavia, donde Porrúa creció. Una enfermedad de su madre provocó un regreso temporal a Galicia en los años previos a la Guerra Civil, pero la familia retornó a Argentina. En Buenos Aires estudió Filosofía y Letras y comenzó a forjar su leyenda como editor, sobre todo como director literario de la mítica Editorial Sudamericana, asociada a la revista literaria Sur y que había tenido como promotores, entre otros, a Victoria Ocampo y Jorge Luis Borges. En ella dejó su impronta en el catálogo entre 1960 y 1972. “Editar tal cantidad de libros tan relevantes, con esa inteligencia de elegir cada título, es algo único”, afirmó en un coloquio sobre Porrúa su amigo Marcial Souto, escritor y prestigioso traductor nacido en A Coruña, que conoció de cerca al mítico editor. “Tenía muy buen ojo para los libros y un extraordinario olfato editorial”, explica Fernández Naval, que lo recuerda como “imponente, muy culto pero bastante reservado”.

El azar

Sin embargo, Paco Porrúa manifestó en varias entrevistas, sobre todo en las que le realizaron en los periódicos más relevantes de América Latina, que en sus éxitos editoriales siempre estuvo muy presente el azar. “Los libros que he editado con más gusto son los que decidieron ellos mismos venir a mis manos”, explicó en una de estas conversaciones.

El azar jugó su parte en la publicación de Cien años de soledad, la obra que consagró a García Márquez como escritor y elevó a Porrúa como editor de referencia en Sudamericana, en 1967. Descubrió al colombiano en un libro colectivo y decidió escribirle para pedirle los derechos de lo que había publicado hasta entonces, tres novelas que hasta ese momento no habían gozado de mucho reconocimiento. “Gabo conocía Sudamericana, pero no sabía quién era yo. Me dijo que los derechos de esos libros los tenía comprometidos, pero que estaba escribiendo un libro nuevo y me lo ofreció”. Era Cien años de Soledad, contó el editor gallego al periódico El Espectador de Colombia en 1997 sobre la obra que cambió la suerte de este escritor que sería reconocido con el Premio Nobel de Literatura en 1982. “Recibí el libro y decidí la publicación en el primer párrafo. Cualquier editor sensato hubiese comprendido que estaba ante una obra excepcional”, rememoró el editor en otra entrevista.

Las tiradas de los libros eran en ese momento de entre 3.000 y 5.000 ejemplares, pero Porrúa confiaba tanto en la obra que propuso una tirada inicial de 8.000. Gabo propuso reducir la cantidad, que juzgaba excesiva, pero el perseverante editor siguió con su plan. Se acabarían imprimiendo 67.000 libros en un año y acabó despachando alrededor de medio millón en tres años. “Aquello fue tremendo, era casi una reedición perpetua y estaba por todas partes. Las mujeres iban al mercado y llevaban entre la verdura un ejemplar de Cien años de Soledad”, contó en su momento Porrúa.

“Los buenos libros que editó fueron una mezcla de azar e intuición, pero siempre con buen olfato para el negocio”, explicó su amigo Marcial Souto en un encuentro sobre la figura de Porrúa. Parte de esa intuición y de su inteligente estrategia como editor se condensa en la publicación de Rayuela, de Julio Cortázar, otra obra clave del boom de la literatura hispanoamericana. Con Cortázar y con su primera esposa, la traductora gallega Aurora Bernárdez, tuvo una gran relación de amistad. Aurora visitaría a Porrúa hasta sus últimos días y con Cortázar mantuvo una intensa relación epistolar de más de un centenar de cartas. “Conocí a Aurora en París y descubrí el legado de las fotos de Cortázar y su relación con Galicia. En ellas estaba Paco Porrúa, claro, y por eso me comenzó a interesar mucho, hasta que lo conocí”, explica Rocío Santa Cruz, artífice de convencer a Aurora Bernárdez para que este espléndido legado se depositara, en los años del bipartito de PSdeG y BNG al frente de la Xunta, en el Centro Galego das Artes da Imaxe (CGAI), donde languidece después de una primera exposición de presentación. “Paco siempre decía que era un gallego sin saudade, pero a la mínima estaba hablando del mar de Corcubión y recordando la silueta del monte Pindo”, recuerda Santa Cruz sobre este editor, que regresaba muchos veranos a su pueblo natal.

En la larga relación epistolar de Cortázar con Porrúa se desentrañan las claves de la edición de Rayuela, una obra arriesgada e innovadora, que ofrece al lector la posibilidad de una lectura discontinua, saltando de un punto a otro. “Es una bomba atómica para la literatura sudamericana”, le anticipa Cortázar en una de las cartas que le escribe. “Sudamericana no era una editorial apta para Rayuela pero, a veces, la introducción de una obra que puede parecer ajena al catálogo cambia el carácter del mismo”, explicó años después el editor sobre esta decisión. Esa es otra de las obsesiones de Porrúa, la construcción de “un catálogo”, el conjunto de obras que definen a un editor.

Editorial Minotauro

Años antes de entrar en Sudamericana, Porrúa montó con sus hermanos en 1955, una aventura editorial propia, Editorial Minotauro, con la intención de construir su propio catálogo, en paralelo con su trabajo en Sudamericana. Su proyecto propio lo consagró a un género emergente: la ciencia-ficción. “Yo era de izquierdas y leía Les temps modernes, el periódico que dirigía Sartre. Allí leí por vez primera el término ciencia-ficción y me interesó mucho”, explicó Porrúa en una de sus pocas entrevistas. Decide comprar los derechos de Crónicas Marcianas y Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, que él mismo traduce al español con el seudónimo de Francisco Abelenda, uno de los varios nombres que utiliza “para que no parezca que hace todo una persona”. Fue el comienzo de muchos libros, construyendo de cero un catálogo de nombres que impresionan, siendo pionero, una vez más en la vía de la novela histórica: Gore Vidal, Kurt Vonnengut, o Marguerite Yourcenar.

En los 70, otra vez el azar, mezclado con el olfato literario, lo lleva a lo que sería otro de sus grandes éxitos literarios: la publicación en español en Minotauro de El Señor de los Anillos, la popular obra de J.R.R. Tolkien. Porrúa sabía que Tolkien era un escritor de culto en el mundo anglosajón. En 1954 había publicado el libro, pero en 1971, 16 años después, nadie lo había traducido todavía al español. Porrúa se interesó por la situación de los derechos. “Llamé y me dijeron que la editorial que los tenía quebró y se habían quedado libres hacía justo 10 minutos”, relató con gracia en una de sus entrevistas. Sin apenas publicidad, el libro vendió 40.000 ejemplares en 15 días, y se calcula que la trilogía completa llegó a los tres millones de copias entre 1977 y 2001.

Justo una semana antes del estreno en España de la primera de las películas de la saga, en 2001, Porrúa decidió deshacerse de Minotauro y vendérsela a Planeta con el ánimo de afrontar sin agobios económicos el tramo final de su vida. Era la venta, sobre todo, de su alma, de lo que Porrúa más apreciaba del oficio de editor: su catálogo. “Este oficio debe ser anónimo porque un editor no es más que su catálogo. El editor muere y no quedan más que sus libros editados”, sentenció en la recta final de su vida.