Literatura

Sobre 'Furor fulgor'

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Quienes leen ciencia ficción saben que la literatura es anticipatoria. Escribí Furor fulgor inmediatamente después de Vikinga Bonsái (Eterna Cadencia, 2019), acuciada por la pregunta de qué hacer después de una novela en inclusivo. Tras ese temprano experimento, ¿debía retroceder, como si nada, al masculino no marcado? Vikinga Bonsái cuenta la historia de una mujer, madre de un Pequeña Montaña preadolescente, que organiza cenita con amigas aprovechando que Maridito está de viaje. Pasan cosas y la novela termina preguntándose qué es la sororidad y que, la familia. El inclusivo surgió natural para narrar ese conjunto peripatético de personajas, unidas en una espera activa, resistente.

Volver sobre mis pasos no me atraía y decidí continuar con la exploración de la materia de la que está hecha la literatura: el lenguaje. Me impuse entonces escribir una novela en femenino no marcado, es decir, imaginé una ucronía en la que se usara el femenino (la letra -a-) para referir grupos mixtos, impersonales y neutros. El “universal” en femenino. Varones, mujeres, diversidades dirían entonces: “Una se siente interpelada porque”. Un femenino lingüístico que velara la presencia y agencia de todo lo no mujer, como sucede con las formas consideradas “correctas” del español. Así empezó Furor fulgor, cuya escritura me regaló varias enseñanzas. La principal tal vez sea la comprobación de que el sexismo codificado en el lenguaje por milenios de patriarcado es una pieza fundamental en el engranaje destinado a recortar a las mujeres y diversidades como Otres no esenciales, anomalías (hombres defectuosos, amputados, impotentes). En efecto, con el correr de esta escritura en femenino genérico pronto olvidé que algunos personajes eran, de hecho, varones, invisibilizados por la montaña de “todas”, “muchas”, “algunas” que percuden el texto.

Furor fulgor arranca con un Gobierno agobiado por las reivindicaciones de las bases feministas a quienes –entiende– algo hay que darles para apaciguar un nivel de planteísmo que percibe como inaguantable. Por no entregar la redistribución de la riqueza o la modificación del aparato productivo, les cede el lenguaje. Cree que es un gesto sin costo (¡gratis!) y festeja la picardía con alegría. Saca DNU en el que, como reparación histórica, manda a todo el mundo a hablar en femenino no marcado. La imposición cae pésimo en distintas capas de la sociedad y coincide con un ciberataque a cargo de grupete de femihackers que, para ayudar a que el patriarcado tropiece, apaga primero Google y luego, directamente, la Internet. Feministas de todas las tendencias marcan este acontecimiento como Año 0. Mientras todo esto sucede, en un oscuro rincón de Boedo, Tootoo Baobab hace abandono de hogar porque #HARTA de ser mucama de aliado compañero e hijo común. Sus pies inquietos la llevarán a sumarse a las revueltas que toman las calles, la Revolución feminista.

Luego de Furor fulgor escribí Seda metamorfa que, por azares de la vida editorial, fue publicada por Muchas Nueces (www.muchas-nueces.com.ar) el año pasado. En Seda retomo el uso del femenino no marcado junto a una debilidad por la rima que venía asediándome desde Vikinga Bonsái, lo que terminó generando una novela escrita en versosa (jaja). Si en Furor fulgor la lente narrativa se ocupa de personajes subsumidos en movimientos sociales que les exceden, individualidades que se funden en movimientos colectivos más amplios, en Seda metamorfa el foco está puesto en una mujer (Seda) que un día al despertar descubre que “por ahora, prefiero no ser un poco razonable”. A partir de allí se desviste de mandatos e imperativos y gana su libertad, atrevimiento que le cuesta su trabajo, su lugar de hija y sobrina, prima y hermana, su alquiler. Los vínculos son nodos de sujeción que Seda irá desanudando uno a uno.

Vikinga Bonsái, Tootoo Baobab y Seda son tres mujeres cuyo estar en el mundo vibra con una inconformidad hacia un statu quo que les depara un lugar subalterno, siempre un paso atrás. Su búsqueda, a veces infructuosa, otras trunca, siempre confusa, emula los coletazos de esos peces que, enganchados en el anzuelo, luchan por soltarse a pesar del dolor y del daño que muchas veces se autoinflingen, soñando con el mar, tan cercano y, a la vez, ancho y ajeno.

 AO