Desembarco en las Georgias. La verdad sobre el misterioso incidente que desató la guerra

Felipe Celesia

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Constantino Davidoff, el chatarrero de Avellaneda, tenía 35 años, un traje impecable y mucha confianza en sí mismo cuando entró a la sala de reuniones de la escribanía “De Pinna, Scorers & John Venn” en el centro de Londres. Su buen ánimo se entendía; con unas firmas y unos depósitos, se quedaría, calculaba, con un negocio de 30 millones de dólares. Eso a condición de lograr financiar y organizar una operación de desguace de tres factorías balleneras en las lejanísimas islas Georgias del Sur. Una misión compleja pero nada imposible para este hijo de migrantes económicos escapados de la Segunda Guerra. Padre búlgaro y madre griega con un nombre anticipatorio, Georgia.

San Pedro, la isla principal del archipiélago subantártico -a dos mil kilómetros al sudeste de Ushuaia y a mil quinientos al nordeste de la base Marambio-, se convirtió en la capital mundial de la caza de ballenas en la primera mitad del siglo pasado. Para esa época ya no se perseguían cetáceos en botes a remo con arponeros románticos y capitanes dispuestos a todo. La técnica había mejorado, los barcos ya no eran a vela sino a motor y el brazo de los tripulantes robustos había sido reemplazado por un cañón en la proa que disparaba lanzas con anclaje y punta explosiva. Ya no eran necesarias campañas de años peinando los mares en busca de los enormes mamíferos, capeando temporales, conteniendo motines y perdiendo hombres por escorbuto. Y todo ello sin certeza de rentabilidad. En la era moderna de la ballenería, bastaba con un barco catcher pequeño y veloz y un vigía atento que advirtiera los soplidos a la distancia para lanzarse sobre el animal, matarlo, inflarlo para que no se hundiera y seguir así hasta el fin de la jornada en la que se recogía la pesca y se la trasladaba a tiro hasta la factoría para procesarla.

San Pedro, la isla principal del archipiélago subantártico -a dos mil kilómetros al sudeste de Ushuaia y a mil quinientos al nordeste de la base Marambio-, se convirtió en la capital mundial de la caza de ballenas en la primera mitad del siglo pasado.

En las Georgias, la primera planta la instaló en 1904 el noruego Carl Anton Larsen, capitán del Antarctic, el velero de la expedición sueca al Polo Sur de 1901 que terminó devorado por el hielo. Larsen y su tripulación, entre los que se encontraba el militar y geólogo argentino José María Sobral, fueron rescatados por el capitán Julián Irízar con la corbeta Uruguay, en una proeza que maravilló al mundo. Larsen se quedó en Buenos Aires, sin barco pero con la iniciativa intacta, y comenzó a buscar capitales para un proyecto ballenero. Los encontró en Ernesto Tornquist, un empresario argentino multipropósito, y un compatriota, el embajador noruego en Argentina, Peter Christophersen. Ambos pusieron 200 mil pesos oro de capital inicial y así, los escandinavos y el argentino alumbraron la Compañía Argentina de Pesca (CAP).

La firma ballenera desembarcó en noviembre en las Georgias, en el terreno que Larsen consideró más propicio para instalarse. Una explanada amplia –nada común en la topografía abrupta de las islas-, protegida de los vientos del sur, a orillas de una bahía profunda y con un gran lago de agua dulce, esencial para procesar la grasa de ballena. Larsen no fue el primero en advertir el potencial de la zona. Los foqueros de los siglos XVIII y XIX ya habían operado ahí y como testimonio de su paso habían quedado abandonadas las ollas que usaban para extraer el aceite. El paisaje intervenido inspiró al segundo de Larsen en el Antarctic, el arqueólogo Johan Gunnar Andersson, que con una denominación sencilla y práctica bautizó el lugar como “Grytviken”, contracción noruega que significa “bahía de las ollas”.

En los años posteriores, Grytviken creció a la par de la demanda sostenida del aceite y otras materias primas de los cetáceos que el mundo de entonces usaba en combustibles, fertilizantes, lubricantes, alimentos, pinturas y otros productos. A las modestas casitas prefabricadas en Noruega, que llevaron en el primer desembarco, pronto se sumó un hospital, correo, residencias, iglesia, cementerio, biblioteca, cine, oficinas administrativas, talleres, usina y áreas para depósito de aceite, deportes, talleres y mantenimiento. Todo lo necesario para un pueblo ballenero que podía albergar hasta dos mil personas en verano.

Unos años después, en 1909, los británicos instalaron una oficina con un representante permanente de la Corona que cobraba los permisos de pesca y arrendaba las tierras, en un sector lindero a Grytviken, que llamaron King Edward Point. El mismo año, los balleneros escoceses de Christian Salvesen fundaron Leith, homónima al distrito portuario de Edimburgo, en otra bahía reparada, a unos 20 kilómetros en línea recta de Grytviken. En 1910, en la misma caleta que Leith se ubicaron los noruegos de Tonsberg y llamaron a su instalación Husvik. En 1912, más noruegos llegaron para abrir Stromness, justo al lado de Leith.

La isla principal de las Georgias se encendió con las inversiones balleneras y para fines de 1912 ya había ocho instalaciones con sus flotas de catchers. Esa actividad se mantendría, con sus derivas, hasta 1965. La cuenta total dice que en las Georgias se faenaron más de 175 mil ballenas en sus seis décadas de actividad, unas 9 millones de toneladas de materia prima, si se acepta el promedio de 50 toneladas por espécimen.

Davidoff conocía lo básico de esta historia cuando en 1978 negoció con los dueños de Salvesen desmantelar para vender al peso Husvik, Stromness y Leith, pagando 115 mil libras esterlinas por todo lo que allí pudiera haber salvo el ballenero Karrakatta, abandonado en una playa de Husvik. En este empeño, a Davidoff lo respaldaba que era un “metalero” industrial que proveía de materia prima a varias acerías y metalúrgicas nacionales.

Desarmar y vender era su oficio y le iba bastante bien. Por esa época seguía levantando los cables coaxiales de telefonía del fondo del Atlántico que habían quedado sin uso con las transmisiones satelitales. En 1973 ganó la compra de un tramo del tendido a la compañía inglesa “The Western Telegraph Limited Company”. Sacó buenos rendimientos y volvió a pujar y ganar por más tramos en 1976 y 1979. Los cables, de veinte centímetros de circunferencia, estaban apoyados en el lecho oceánico de Argentina, Uruguay y Brasil, a una profundidad que variaba entre los 100 y los 150 metros. La tarea de las tripulaciones de los buques que había comprado Davidoff para cumplir con los contratos -Trébol y Cleopatra- era arrimarse con cartas náuticas a la ubicación probable, pescar efectivamente el cable con una línea robadora, izarlo, trozarlo y llevarlo a Buenos Aires para separar todos los materiales y venderlos.

La isla principal de las Georgias se encendió con las inversiones balleneras y para fines de 1912 ya había ocho instalaciones con sus flotas. Esa actividad se mantendría, con sus derivas, hasta 1965. La cuenta dice que se faenaron más de 175 mil ballenas.

A Davidoff, que era un tipo llano, sin ampulosidades ni pretensiones, cada tanto le gustaba comer con sus empleados. En una de esas comidas el contramaestre del Trébol, que había ido unas cuantas veces a la isla Tule -Sandwich del Sur- para dejar provisiones a unos científicos argentinos, le describió las estaciones abandonadas en San Pedro y lo conminó.

-Usted tiene que ir. En las Georgias hay un montón de material.

En ese momento, Davidoff no sabía absolutamente nada de las Georgias, su historia o sus posibilidades, pero se interesó. Siempre se había enorgullecido de tener un talante audaz para los trabajos difíciles, para hacer lo que otros no hacían. Y si era como decía el marinero, era un trabajo perfecto para él.

El primer movimiento fue ir a la embajada británica, en Recoleta, para preguntar honestamente si advertían algún impedimento, político o legal, para que fuera con sus hombres a desarmar las estaciones. Dijeron que no, que era libre de negociar con los propietarios y viajar a las islas a cumplir el contrato. El único pedido de los británicos fue que no empleara a nativos de las Malvinas porque allí la mano de obra era escasa y el gobernador podía protestar.

Contactó entonces a los dueños de Salvesen Limited que no demoraron en responder que “jamás” venderían las instalaciones a un argentino y que por otra parte estaban estudiando ofertas de capitales chilenos y japoneses. En resumen, que se olvidara del proyecto porque no tenía chance. Davidoff no se desmoralizó por la respuesta y como las Georgias dependían de la gobernación de Malvinas, se hizo un viaje por su cuenta. Voló un martes, por Líneas Aéreas del Estado (LADE), y volvió el jueves con el vuelo de regreso, para convencerlos de que le permitieran hacer el negocio. El gobernador James Parker le creyó que su intención era puramente comercial, aunque políticamente prefería que no se concretara porque en la isla recelaban de los argentinos. Así se lo comunicó a los escoceses, quienes no obstante, a pesar de ese primer rechazo tajante, y el interés de chilenos por un dique flotante y de japoneses para instalar una base pesquera, terminaron conversando con Davidoff. Ellos podían ofrecer las tres estaciones, más los cuatro barcos que estaban varados en Grytviken. Todo se encarrilaba. La logística iba a ser un trabajo enorme pero sin duda valía la pena invertir en el intento.

Constantino tenía claro que solo no iba a poder así que salió a buscar socios entre los chatarreros y logró interesar a dos actores importantes dentro del rubro, Jorge Frin y Omar Checa, para que lo ayudaran a diseñar y costear la operación. Pero su socio principal terminaría siendo un diplomático y abogado peronista que por entonces dirigía la parte legal del Banco Juncal, Juan Carlos Olima. Islas Georgias del Sur S.A. se registró entonces con las firmas de Davidoff, Checa y Olima.

Los escoceses pretendían 10 mil libras por la opción de compra y las restantes 95 mil cuando estuviera en condiciones de iniciar las operaciones en la isla. A ese capital había que sumarle los costos operativos, que Davidoff presupuestó con Frin y Checa. Calcularon que necesitarían cerca de medio millón de dólares y que podrían juntarlos entre líneas de créditos bancarias y financieras a las que tenían acceso. Davidoff operaba con el Banco Quilmes y el Royal Bank Of Canada pero los fondos llegaron vía Olima, a través del Juncal. Frin, por su parte, gestionó la participación del Banco Nación y de las financieras Central y Plafín. Los pagos de los créditos se harían cuando regresara el primer embarque de material. Para respaldar los préstamos, Davidoff puso como garantía su casa. Todo indicaba que, como mínimo, iban a amortizar la inversión y a triplicarla en el primer año de operaciones.

Pero faltaba algo indispensable, el transporte. A las Georgias se llega exclusivamente en barco. La distancia y la falta de pista hacen imposibles los vuelos. Davidoff pensó en alquilar los servicios del Endurance, el transporte polar de los británicos en Puerto Stanley pero para cuando consultó, el gobernador colonial había cambiado. El nuevo, Rex Hunt, desconfiaba de las intenciones del proyecto y no entendía por qué Parker le había permitido a un argentino quedarse con ese negocio. El chatarrero entendió entonces que por el lado británico no sería el camino. Tendría que buscar alternativas pero lo central era que las partes estaban de acuerdo. El resto se resolvería.

Los escoceses pretendían 10 mil libras por la opción de compra y las restantes 95 mil cuando estuviera en condiciones de iniciar las operaciones en la isla. A ese capital había que sumarle los costos operativos, que Davidoff presupuestó con Frin y Checa.

Con esa premisa llegó Davidoff a la escribanía londinense ese húmedo y lluvioso 19 de septiembre de 1979, a asegurar su proyecto con las garantías de la ley. En la mesa estaban sentados unos cuantos escoceses, muy obsequiosos pero algo asombrados de ese hombre pequeño y decidido que se disponía a comprar toneladas de chatarra en el indiscutible rincón más lejano del mundo. Uno de ellos se animó y preguntó.

-¿Usted sabe qué son las factorías? ¿Tiene una empresa grande detrás?

Davidoff ensayó su sonrisa más sobradora y respondió.

-Si ustedes lo armaron, no se preocupen, yo lo desarmo.

Y todos rieron.

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